5

Lisa y Velada

Pues sí, electrocuté y ahogué a mi carcelero, que también era el de Dorothy Salucci, y encerré a su hermano gemelo, un médico incompetente, y con él a otros cómplices que eran pura escoria. Pero lo que nunca he revelado a nadie excepto a Liu y Lola es una cosa que me dijeron en el aparcamiento del juzgado la tarde en que testifiqué contra el médico.

Hay más enjundia en la historia que empezó hace dieciocho años.

Nana dice que hay ocasiones en la vida en que uno se estremece al ver las extrañas maneras que tiene el universo de ponerte espejos en el camino. Tal como dice el mundo, o la vida, o algún creador de todo lo que existe: «Mira a esa otra persona; así es como el mundo te ve a ti». Nunca entendí lo que quiso decir con eso, hasta que conocí a Velada.

Corría el año 1993, y hacía seis meses que me había escapado. Estaba de nuevo en Indiana, había viajado desde nuestra casa de New Hampshire para testificar contra aquel médico gilipollas. Como en Indiana era invierno, el cielo estaba gris, frío y denso, a punto de reventar en una lluvia gélida. Iba sola, sorteando los automóviles del estacionamiento del juzgado, me dirigía al BMW alquilado de mi madre. Ella iba a quedarse media hora más con el equipo de fiscales, repasando el testimonio y el plan para el día siguiente. Yo estaba agotada tras un día de interrogatorio directo, contrainterrogatorio y de nuevo otro interrogatorio.

De repente oí a mi espalda unas pisadas que hacían crujir la capa de sal y de polvo que cubría el asfalto del estacionamiento, y como estaba muy alerta por si me secuestraban de nuevo, eché a correr sin girarme para ver de quién se trataba.

—¡Alto! —exclamó una voz de mujer.

Seguí corriendo y me desvié dos filas de coches más allá para evitar pasar junto a una furgoneta de color verde. Matrícula de Indiana, número 677854. Por desgracia, había aprendido a fijarme en esas cosas.

Me detuve para mirar, y lo que vi no representaba una amenaza física. Era una mujer joven, vestida de negro, que venía hacia mí. Al principio no me fijé en sus pies. Al compararla con la altura de la furgoneta, calculé que debía de medir un metro y medio y pesar unos cincuenta kilos. Una estatura y un peso inferiores a los que tenía yo cuando era adolescente. Caminaba con paso seguro y rítmico. Tras estimar que tendría poco más de veinte años, hice inventario de su cabello negro, sus ojos gigantes y de color azul, y sus brazos delgados y rectos. Al verla más de cerca, los brazos se convirtieron en los tonificados brazos de un murciélago, pero sin la membrana: de cada uno de ellos sobresalía un bíceps perfecto que formaba un bulto en la camiseta negra y de manga larga que llevaba. Estaba delgada pero musculada, sin grasa. Una máquina compacta, eficiente y esbelta. Según un artículo de Live Science, los murciélagos son más eficientes que las aves. De modo que debería amar al murciélago. Debería reverenciar al murciélago.

Aquella chica tenía algo concreto que me cautivó.

Cuando me tenían presa, hubo un par de veces que juro que apareció una mariposa negra aleteando en el cristal de un ventanuco triangular que había en mi lugar de encierro. En momentos de debilidad, cuando sucumbía a los sentimientos y no lograba desactivarlos, imaginaba que aquella mariposa era mi salvadora. Sin embargo, ahora, aunque tengo la seguridad de que mi visión de aquella mariposa era real, la idea de que fuera mi salvadora provenía del delirio provocado por el confinamiento en solitario. Existe un término médico para eso: psicosis de prisión.

Aquella chica murciélago con andares de asesino en serie tenía una mariposa negra tatuada en la mano derecha, en el espacio que hay entre el índice y el pulgar.

—Tú eres la chica que mató a Ronald Rice y salvó a Dorothy, que después murió —me dijo. Habló sin afecto, sin emoción alguna.

—Sí —contesté. Todavía nos manteníamos un poco separadas la una de la otra. Yo, aunque tenía unos cuantos años menos que ella, era unos centímetros más alta. Durante medio segundo posé la mirada en su tatuaje.

—He estado viendo el juicio. Llevaba puesta una peluca y estaba sentada detrás de los periodistas, de modo que seguramente no me habrás reconocido —siguió diciendo, de nuevo con voz monótona.

—Así es.

Tomé nota mentalmente de corregir aquel fallo de observación.

—¿Lo hiciste todo tú sola? ¿Matar a Rice, testificar como has hecho hoy para incriminar al médico?

—Correcto.

—Sé que has mentido bajo juramento. Pero has mentido para que él no saliera impune.

No respondí nada. Me limité a mirarla. La chica murciélago había iniciado una partida de ajedrez conmigo.

—En ese caso, tú eres la única persona de la que me puedo fiar —dijo.

—Seguramente.

La mayoría del tiempo no tengo motivos para engañar, los sentimientos no me sirven de nada. Miento a mi familia en determinadas cosas para protegerla. Y es posible que mintiera bajo juramento en contra del médico, pero fue en aras de un bien mayor. Casi siempre, digo las cosas tal como son.

La diminuta chica murciélago, de frente moteada por una profusión de pecas que recordaban a la Osa Mayor y con una mariposa negra tatuada en la mano, miró a izquierda y derecha para asegurarse de que estábamos solas.

—Has cabreado a una persona que está en el meollo de todo esto. Se denomina a sí mismo Eminencia, y te tiene fichada. Según dice, se ocuparán de ti en su próxima visita a Estados Unidos. No sé cuándo, pasarán años, eso seguro, pero no sé cuántos. Estoy intentando hacer un cálculo. Por ti. Y también por mí. Has echado a perder una fuente de ingresos de Eminencia cerrando ese pequeño grupo que secuestra y vende chicas rubias. Eminencia dice que se lo pagarás, de modo que estás fichada. Mi contacto todavía está dentro. Llevo un tiempo intentando averiguar cómo desenmascarar o matar a Eminencia por lo que me ha hecho desde que salí. Opino que si tú y yo trabajamos juntas podremos atraparlo.

—¿Cuándo te tatuaste esa mariposa? —le pregunté.

—¿Cómo?

—Si has estado observándome, habrás leído la entrevista en la que mencioné una mariposa negra. A lo mejor te has hecho ese tatuaje para congraciarte conmigo y has venido aquí para atraerme hacia una trampa.

—Simplemente me gustan las mariposas, ¿vale?

—Puede ser.

Estando en aquel aparcamiento de Indiana, me pregunté si aquella chica estaría mintiéndome acerca del motivo de su tatuaje. Aunque no miró hacia arriba ni hacia la izquierda, que, según los libros que hablan del lenguaje corporal, es el principal signo que delata a un mentiroso que está inventándose una respuesta, y aunque no arrugó la frente, sí que me miró sin pestañear, como si quisiera forzarme a creerla.

—Además, sí que he leído el artículo del que hablas. No era una mariposa lo que creíste ver en aquel cuarto en el que te tenían encerrada. Aquí, en Indiana, la biosfera sugiere que era más bien una polilla —afirmó la chica murciélago.

«Sabe lo que es una biosfera».

—Era una mariposa —repliqué, porque necesitaba que fuera una mariposa. Necesitaba tener la razón. La precisión a ese respecto.

—Ya, bueno, la científica eres tú, ¿no?

—Soy estudiante.

—Mira, si quieres estar preparada para Eminencia, si quieres acabar con el Círculo Central, vengarte de verdad por lo de Dorothy, tenemos que trabajar juntas. —Se llevó una mano al bolsillo de atrás y sacó un encendedor de color verde botella y un único cigarrillo. Mientras accionaba el encendedor y daba una calada, lo cual me pareció de lo más maleducado, porque debería haber terminado la frase y no haberme obligado a respirar humo de segunda mano, continuó—: ¿Me estás escuchando? Esto es importante. Tenemos que trabajar juntas.

—Yo no trabajo con otras personas.

—Ni yo tampoco, joder. ¿Sabes? —Hizo una pausa para exhalar. Contuve la respiración para no tragar el humo—. Estoy segura de que te consideras muy dura al haber escapado de ellos. Pero te dieron de comer, ¿verdad? Y no te violaron, ¿a que no? Y te tuvieron encerrada tan solo un mes.

—Todo eso es correcto.

—Pues entonces no tienes ni idea de lo que es estar en la Pecera de las Langostas.

—¿La qué?

«La Pecera de las Langostas. Anotado».

—Ya me has oído. Tengo que irme. Estoy segura de que en este momento hay personas vigilándote, y ya llevo demasiado tiempo aquí fuera, a la vista. —Miró a su espalda y después se volvió de nuevo hacia mí, pero mantuvo la mirada baja—. Los hombres que te secuestraron eran como una filial de una empresa pequeña pero preponderante. Querían dedicarse únicamente a secuestros de rubias embarazadas, un nicho muy concreto. Pero tenían que pagar una tarifa al Círculo Central, que dirige un negocio de tráfico de seres humanos pequeño pero increíblemente rentable que vende «experiencias» a cabrones ricos. Cabrones poderosos. Y esas experiencias son terribles. Yo fui una víctima del Círculo Central. Escapé la noche en que me metieron en la Pecera de las Langostas.

Esta vez, cuando dijo «Pecera de las Langostas» se miró los pies para indicarme que debía mirar yo también. En mitad del frío de Indiana, iba calzada con chanclas. Apoyó un pie en el parachoques de un automóvil para enseñármelo: en todos los dedos la piel estaba chamuscada y fruncida, y también en el empeine y en el tobillo. La longitud natural de todos aumentaba hasta igualar la del dedo gordo.

Siguió hablando sin mover el pie de sitio:

—Me utilizaron para sus «experiencias», me atiborraron de heroína. Y vi cosas que tú no imaginarías. Necesito acabar con el Círculo Central, y sobre todo con Eminencia. Lo único que sé es que viaja desde Asia siguiendo algún programa concreto, pero mientras me tuvieron encerrada estaba demasiado drogada para captar algo más que unos cuantos detalles borrosos. Ese es el plan por el momento, porque es todo cuanto tenemos. Intentaré encontrar un modo de volver a contactar con mi enlace y te pasaré información cada vez que pueda. Va a llevarnos años. Pero tenemos que acabar con todos ellos pillándolos con las manos en la masa, o de lo contrario no funcionará. Están bien relacionados, tienen a policías, jueces, políticos, abogados caros que les permiten escabullirse sin que los cojan. Ya tendrás noticias mías. Pero debes estar preparada, porque te han fichado. Debes estar preparada.

Ladeé la cabeza repitiendo mentalmente lo que acababa de decirme, pero ella se lo tomó como si estuviera cuestionándola.

—¿No me has oído? Tienes que estar preparada.

Dio una calada y expulsó partículas en una nube cancerígena que quedó suspendida en el aire. De nuevo contuve la respiración.

«Qué maleducada».

—Vas a estar preparada, ¿verdad?

—¿Para qué?

—Para la Pecera de las Langostas. Te han fichado. Eh, ¿me estás escuchando? No recuerdo gran cosa, estaba muy colocada. Recuerdo que me quemaban los pies y que me resbalaba, no sé cómo. Así que averígualo. Estate preparada.

—¿Cómo te llamas?

—El único nombre que debes conocer es Velada.

Y dicho eso, Velada cruzó dos hileras de coches hasta la furgoneta verde y se subió a ella. Al pasar por mi lado, despacio, se detuvo, bajó la ventanilla y me dijo con sorna:

—Lo que viste no era una mariposa, sino una polilla. Estate preparada.

Y a continuación arrancó al tiempo que aplastaba el cigarrillo en un cenicero que no alcancé a ver.

«La próxima vez, cógele el cigarrillo para analizar el ADN.

»Averigua lo que es la Pecera de las Langostas. Estate preparada».

Después de aquello, finalizado el juicio y habiendo ya regresado a New Hampshire, pasé dos años enteros luchando contra un sentimiento insistente: un cariño imperecedero y debilitante hacia Dorothy M. Salucci, la chica a la que no pude salvar. También me preocupaba el cariño que sentía hacia aquella mariposa, un insecto que tal vez identifiqué erróneamente, y por lo tanto me daba miedo la posibilidad real de que le hubiera tomado cariño a un espejismo. «¿De verdad vi una mariposa? ¿Podemos fiarnos de los sentidos? ¿De la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato? ¿De las emociones?». En agudos episodios de trauma sufridos durante esas dos largas batallas, la del cariño hacia Dorothy y la del miedo de haber tomado cariño a un insecto erróneamente identificado, pinté violentos cuadros impresionistas en un bosquecillo de abedules que había detrás de nuestra casa de New Hampshire.

Pero esos traumas también acabé superándolos, y me volví más resistente a la hora de aplicar mi capacidad natural para desactivar los sentimientos y ver todas las cosas meramente como hechos. Un día, mientras pintaba un abedul de extrañas formas, uno que tenía unos ojos negros y tristes que se derretían, llegué a una conclusión con la que iba a poder vivir: que el amor es un engaño. Y que el amor no se diluye, sino que se transforma y crece cuanto más se lo permitimos. El amor hace lo contrario de diluirse: lo infesta todo. El amor es una mala hierba, desagradable y virulenta.

Quien yo creía amar era un invento mío. Fundamentalmente, amaba cosas inventadas por mí. Y las invenciones pueden, y deben, evolucionar, modificarse, rediseñarse, actualizarse, redefinirse, desmantelarse y reconstruirse, y hasta destruirse. A partir de ese momento empecé a controlar mis invenciones de amor, porque me di cuenta de que el amor era un reflejo del modo en que yo decidía verlas, del modo en que yo decidía interpretar mi mundo a través de los sentidos. Al igual que lo que vemos, oímos, gustamos, tocamos, sentimos y olemos, nuestras emociones son simplemente modelos de percepciones de nuestro cerebro. Nuestra manera de navegar por el caos.

Empecé a centrarme de lleno en averiguar lo que era la Pecera de las Langostas. Gracias a Dios, los agentes especiales Roger Liu y Lola ya habían empezado a indagar. Desde entonces, cada minuto he estado recopilando información y pistas acerca de lo que es esa Pecera de las Langostas, dónde se encuentra y cuándo va a secuestrarme Eminencia. Y he estado haciendo acopio de recursos para escapar de la Pecera de las Langostas y pillar con las manos en la masa, de un solo golpe, al Círculo Central y a sus peores clientes. Ese es el plan. Ese es el equipo.


Ahora, dieciocho años después, en la comisaría de policía de East Hanson, Massachusetts, vuelvo a pensar en aquel día en aquel aparcamiento gris de Indiana, en la mariposa que llevaba tatuada Velada y en cómo me taladraba con sus extraños ojos azules, como si fuera mi dueña. Me gustaría saber cómo habrían sido las cosas para mi madre si le hubiera dicho que no a Velada, si no le hubiera hecho caso. ¿Habría encontrado mi madre por sí sola, con su tenacidad, alguna pista acerca del Círculo Central? ¿La encontró de todas formas? Cuando me secuestraron a mí su vida se vio profundamente alterada, eso decía, y a menudo prometía arrancar de raíz a todos los «putos demonios» que alguna vez habían participado siquiera mínimamente en mi secuestro. Además, dedicó todas sus horas libres cuando no ejercía la defensa en litigios de empresas al tráfico de seres humanos, sin retribución monetaria. Pero yo siempre pensé que sus arrebatos no eran más que estallidos emocionales carentes de mérito, y siempre supuse que ella, como todo el mundo, suponía que ya habíamos llevado a todos a la horca. Pero al ver en sus notas las palabras «Velada» e «Iglesia mariana» comprendí que mis suposiciones eran erróneas, y también peligrosas.

Fuera de este despacho, Castile está al teléfono, hablando a gritos con un abogado del bufete de mi madre. Oigo una voz de hombre que dice que ha encontrado los formularios de la cadena de custodia y que va a venir a recoger el teléfono de mi madre guardado en el armario después de hacer una visita al baño. Me levanto, miro por la ventana, en la que está posada la gaviota buitre, y veo que ya han llegado Liu y Lola y que están buscando un sitio donde aparcar su furgoneta alquilada.

Voy hasta el armario cerrado con llave de Castile y pulso rápidamente 8933, los números que la vi teclear. Pero no ocurre nada.

Recorro el despacho con la mirada. Los gritos van disminuyendo. Dispongo de aproximadamente dos segundos para abrir esta cerradura, de modo que pruebo una vez más. Esa placa de biatlón. Ahora la tengo más cerca, y resulta obvio que ocupa un lugar central en la vida de Castile, puesto que es el objeto más prominente de los muchos que se exhiben en esta pared. Obtuvo el premio en 1979. Miro otra vez el número que aparece en las mallas deportivas de su hijo: el 33. Tecleo 7933. Bingo.

«Seguro que nunca se ha percatado de lo fácil que es esta clave… si es que alguien quisiera descubrirla».

Cojo el teléfono de mi madre, metido en la bolsa de pruebas, me voy hacia la ventana, y por el camino arranco un trozo de pan del absurdo sándwich que se ha preparado Castile.

Levanto la ventana, me subo a una silla que hay debajo, salgo al exterior y dejó el pan en el alféizar.

Mientras corro al encuentro de Liu y de Lola, sujetando la agenda que llevo en el pantalón para que no se salga del sitio, veo que detrás de ellos llega un Prius de color verde. Los dos coches están en uno de los carriles del aparcamiento. De repente suena el teléfono de mi madre. Abro de un tirón la bolsa de pruebas.

Mientras el Prius está detrás de la furgoneta de Liu y Lola, queda de costado, de manera que puedo ver quién lo conduce. Es nada menos que la mujer de la faldita rosa, todavía vestida de rosa, pero ahora lleva una peluca castaña y una estúpida gorra de los Red Sox. El teléfono de mi madre continúa sonando.

Liu abre la portezuela de su coche, saca un pie fuera y se incorpora manteniendo el otro pie dentro. Lola no se mueve del asiento del pasajero, permanece atenta a todos mis movimientos. Me llevo un dedo a los labios para indicarles que no deben hablar, pero no aparto la vista de la mujer.

Contesto al teléfono de mi madre.

Liu no vuelve la cabeza, está demasiado frenético, se le nota por el modo en que agita la frente y tamborilea con los dedos sobre el techo del coche. Lola ni siquiera ha cambiado de postura en su asiento. Su cara y su cuerpo son dos rocas inmutables.

—Tengo a tu hijo Vanty. Tráeme esas notas —dice la mujer de la falda rosa por el teléfono.

No solo pienso hacer daño a esta zorra, sino que además voy a partirla en pedazos por haber amenazado a Vanty. No tiene a Vanty en su poder. No puede tenerlo.

Cuelgo y marco el número de Sarge.

—¿Dónde está Vanty? —le pregunto en cuanto oigo que descuelga.

—Aquí mismo, conmigo. Todo está preparado.

—Traslada a todo el mundo a la posición —digo.

Sarge es el encargado de asegurarse de que Lenny, Vanty y Nana se encuentren a salvo mientras nosotros estamos ejecutando el plan. Voy a tener que confiar en que esté cumpliendo con su misión; hasta ahora nunca me ha fallado. Tenía pensado poner a mi madre a salvo en otro lugar, esta noche.

En cuanto cuelgo, vuelve a sonar el teléfono, y de nuevo es la mujer de la faldita rosa:

—Capturaré a Vanty. Las notas, ya.

Liu me hace una seña: una V con la mano izquierda que seguidamente corta con la mano derecha. Significa que abortamos el plan. Habíamos acordado que si alguno de los tres daba un paso tan grave como el de abortar el plan estaríamos todos conformes. Una decisión reservada siempre para una circunstancia realmente extrema.

La mujer de rosa tiene cara de rata, no deja de decir «ya» por el teléfono. La imagino pronunciando esa palabra en un contexto distinto, quizá dirigiéndose a varias chicas jóvenes hacinadas en un sótano sin ventanas al tiempo que les ordena que se desnuden ante un cliente que va a pagar por vivir una enfermiza «experiencia».

Cuelgo el teléfono.

Todavía no me he hecho con unas herramientas fundamentales, dos pequeños discos electrónicos, del laboratorio que montó mi padre hace mucho tiempo en Manchester, New Hampshire, y que tenía pensado recoger esta noche (en el mismo sitio al que pensaba llevar a mi madre). Necesito ese material para el plan. Si no hago caso de Liu, lo cual supondría infringir significativamente las reglas de compromiso, ¿podría conseguir que esa mujer me llevara al laboratorio de mi padre antes de lo que ella cree que va a ser mi confinamiento? Estoy preocupada. Preocupada de que con la implicación de mi madre —y ahora su asesinato— el Círculo Central decida cancelar el plan que había trazado para atraparme. No puedo permitir eso. No puedo permitir que fracase una planificación que ha durado dieciocho años. Voy a forzarlos a que me capturen pronto, a que sigan adelante con su plan para poder atraparlos yo antes de que Eminencia regrese a esa madriguera que tiene en «Asia». Además, no soporto ni el más mínimo riesgo de amenaza contra Vanty. Tengo que irme con esa mujer ahora.

Liu vuelve a hacerme la seña. Tiene el mentón levantado y los dientes apretados, un gesto que le he visto hacer unas pocas veces a lo largo de los años, cuando está intentando reprimirse con todas sus fuerzas.

De pronto un movimiento fugaz en el árbol que tengo encima capta mi atención. Es la gaviota buitre, que se ha posado con suavidad en la ventana de la jefe de policía. Coge el trozo de pan del alféizar y, dado que el despacho aún debe de estar vacío, entra.

Me fijo en Lola. Me parece que me está leyendo los labios y dándose cuenta de que estoy mirando detrás de su furgoneta. Noto que me observa para ver si decido seguir adelante con nuestro plan. En este momento Lola está siendo leal y fiel, ni ha pestañeado. Se está mordiendo una uña ya mordida hasta la raíz. La miro fijamente para indicarle que necesito una respuesta, saber si está de acuerdo con Liu en abortar el plan.

Levanta dos dedos de la mano derecha simulando el cañón de una pistola, y al ver ese gesto echo a correr. Al pasar junto a su ventanilla le digo, señalando el callejón que hay en la parte de atrás del aparcamiento:

—Callejón, Vanty33. Abre portón trasero. —Y agrego en dirección a Liu—: Lleva a Velada a un lugar seguro.

En el despacho de la jefe de policía estalla un revuelo. Los gritos de Castile se mezclan con los de otras personas y con unos nítidos graznidos.

Cuando llego a la parte posterior de la furgoneta, a solo metro y medio del Prius, veo que Lola se ha pasado al asiento del conductor y ha abierto el portón trasero. Sostengo en alto, para que la mujer de rosa lo vea, el teléfono de mi madre y también la agenda. Entonces doy media vuelta, me meto en el portón trasero de la furgoneta y hago un truco de magia. Cuando me vuelvo de cara a la mujer de rosa, ya no tengo nada en las manos.

Me lanzo de cabeza hacia su Prius.

—Conduce —digo al tiempo que me subo al asiento del pasajero.

Le sujeto el brazo para retenerla cuando hace un intento de apearse del coche para recuperar los dos objetos de mi madre del lugar en que los ha visto desaparecer.

—Muévete —le ordeno—. Antes de que salgan y vean tu coche. ¡Vamos!

—¡Que te jodan! —grita.

—¡Venga! —No pienso concederle ni un segundo para que asimile mi presencia dentro de este coche y la desaparición de los objetos en la furgoneta.

Se gira para mirar a su espalda, mete la marcha atrás y pisa el acelerador para recular con un chirrido de neumáticos.

—Esto te va a costar la vida —murmura.

Bajo la ventanilla.

Describiendo una cerrada curva marcha atrás, giramos hacia el callejón y acto seguido vuelve a acelerar. Distraigo su atención señalando el tejado de la sociedad de los Caballeros de Colón, que está a nuestra izquierda, en la entrada del callejón, y como va totalmente inmersa en la marea de endorfinas que le inunda el cerebro tras haber elegido la opción de «huir», repito sin cesar «buena puntería». Entretanto, mi atención se centra en un callejón más pequeño en el que hay la consulta de un dentista ubicada en una casa adosada y una línea de cipreses a la derecha. Saco los brazos por la ventanilla.

Cuando ya estamos libres y circulando por la autopista, la conductora se sobresalta al tomar conciencia del hecho de que estoy dentro de su coche. Percibo miedo en el aire, miedo concretamente hacia mí, y sobre todo hacia mi presencia.

—Puedes secuestrarme. ¿No era ese el plan? —le digo.

No está preparada para esto. Ella no forma parte de la brigada de matones que sé que tenía previsto desplegar mañana un «ataque por sorpresa» y secuestrarme para torturarme, pero está claro que sí forma parte del Círculo Central. Es posible que en realidad no tenga ni idea de que yo cuento con un informante infiltrado. En el lóbulo de la oreja izquierda tiene unos cortes en forma de media luna; se los causé yo al agarrarla por las orejas en el puerto. Se los frota.

—Puta —me dice. Aprieta la mandíbula, le tiemblan los dedos.

Me ha llamado puta.

Mi ojo derecho se cierra y tiembla como si acabara de comerme un dulce ácido, y todo el cuerpo se me estremece.

Rememoro lo que me dijo cuando me tenía sujeta contra el tronco del árbol, lo empeñada que estaba en eliminar todos los pensamientos y observaciones de mi madre. Rememoro la palabra «puta» y me vienen a la memoria las torturas a las que ha sometido Eminencia a muchas chicas a lo largo de los años, y también a las que tiene cautivas ahora, su demencial Pecera de las Langostas, y el hecho de que esta mujer forma parte de todo eso. Revivo su amenaza de robarme lo que constituye el único objetivo de mi vida: mi hijo. Me acuerdo de mi madre muerta, que se encuentra en el puerto, de su ausencia de respiración, de la sábana blanca que debe de cubrirla.

Enciendo el sentimiento del odio. Ya puestos, voy a necesitarlo para el resto del plan. En ocasiones el odio me retrasa, me nubla; pero la mayoría de las veces me proporciona la adrenalina adicional que necesito para hacer lo que hago, y desde luego en estos dieciocho años me ha sido de gran utilidad.

Cuando tengo el odio activado me siento viva, como si mi sangre hirviera produciendo un calor útil, como si mi cerebro estuviera electrificado, pero con una electricidad organizada que circula por circuitos rectos siguiendo un esquema muy preciso. Siento como si se me aguzaran los sentidos. Mis ojos son dos láseres de color carmesí. Mi centro de procesado de la audición es un diapasón de gran exactitud que no deja pasar las tonterías y capta únicamente lo que necesito.

Miro de reojo a la mujer de la faldita rosa. Lleva unas gafas de sol baratas, de manera que cuando me mira le veo los ojos a través de los cristales. Los tiene pequeños y brillantes, y ligeramente entornados.

«Vas a sufrir, zorra, y yo voy a disfrutarlo cada puñetero minuto».