19
Exagente especial Roger Liu
Un lugar de espera
—¿Se puede saber qué demonios significa eso de «mister Gangy»? —le pregunto a Lola mientras nos dirigimos en coche hacia uno de los lugares de espera de Gangy. Gangy va en el asiento de atrás de nuestra furgoneta alquilada, sentado al lado de Lola.
Lola finge que no me oye.
—Vale, ¿de modo que te lo has inventado? ¿Es un nombre escogido al azar? —le digo mirándola por el espejo retrovisor.
Lola inclina la cabeza hacia un lado y hace una mueca blanda.
—No es más que un nombre, Liu, no te preocupes por eso —me responde para desechar toda referencia a este tema—. Por favor.
—Está bien. —Me doy cuenta de que lo de ese nombre, mister Gangy, es un tema serio. Imagino que tendrá algo que ver con el pasado de Lola, quizá ese pasado del que nunca habla. Claro que tampoco habla nunca de su presente.
Nuestro mister Gangy de hecho tiene nombre propio, un nombre del que hemos tomado nota además, pero no vamos a llamarlo por su nombre real: Rod Razen. Es un nombre de stripper, si es que a uno le gustan los esqueletos desgarbados con la dentadura destrozada por la metanfetamina y la deficiencia de vitamina C.
Mister Gangy lleva puestas las esposas de Lola, las cuales esta le ajustó a las muñecas. Después le leyó con cierta desgana una versión descafeinada de sus derechos, basándose en la autoridad que le confiere su actual empleo.
Ya llevamos con mister Gangy aproximadamente una hora y media. El primer lugar de espera fue una casa de Lynn. La registramos de arriba abajo, no hallamos nada y decidimos continuar viaje. Ahora nos dirigimos al segundo lugar de espera en busca de Lisa, de Velada, del tufo del tubo de escape de otro camión de gallinas. Lola insiste en que estamos haciendo lo necesario para cerciorarnos de que Velada está en posición; en cambio, yo estoy empeñado en abortar todo esto.
—Eh, eh, aquí gire a la derecha —dice mister Gangy, y efectivamente, veo el letrero del Saleo Country Club, que está a las afueras de East Hanson. Ahora me preocupa que la jefe de policía Castile vea de nuevo nuestro coche en los alrededores de su zona y de inmediato dé la orden de detenernos, porque se supone que yo era Dakeel Rentower, de Lowell, conductor de Uber, y hace ya tiempo que dejé a mi pasajera Martha Tannhouse.
Gangy dijo que uno de los lugares de espera era un «club de punkies para zorras, de esas que van vestidas de blanco de arriba abajo y dan golpes a una pelotita», pero no se acordaba del nombre, porque me estoy dando cuenta de que es un completo imbécil y de que además está temblando, a causa del mono de la metanfetamina, de modo que tiene las facultades mentales lo que se dice hechas polvo. Para llegar hasta aquí hemos venido por carreteras secundarias, siguiendo las instrucciones que nos ha ido dando, a veces no muy seguras, lo cual nos ha hecho tomar varias salidas erróneas y nos ha obligado a dar la vuelta en varias ocasiones. Solo ahora me percato de que volvemos a estar en la población vecina de la que partimos esta mañana.
Doy un volantazo a la izquierda. Enfilamos un camino de entrada para vehículos de un único carril bordeado por altos arces a ambos lados. Entre los de la izquierda se ven pistas de tenis de tierra en las que hay dos parejas de jugadores vestidos totalmente de blanco. Más allá de las pistas se extiende un campo de golf que ocupa muchas hectáreas de césped verde y ondulante. Hay dos trabajadores de mantenimiento que van de un lado para otro recogiendo las hojas secas con un aspirador que llevan a la espalda.
Allá al frente se divisa una palaciega mansión de ladrillo provista de un camino para coches construido con piedra y de forma circular. Dos gigantescas macetas de crisantemos rojos flanquean una puerta de doble hoja que con la luz del crepúsculo da la impresión de estar hecha de cristal tallado, porque reluce con un brillo fracturado en prismas que forman un centenar de arcoíris y un millar de diamantes. Cuento no menos de tres Rolls-Royce y diversas variedades de todoterrenos SUV de color negro. Hay dos chóferes trajeados de negro y entrados en años leyendo el periódico cada uno en su coche, esperando el cargamento humano. Nuestra furgoneta azul de alquiler es una cicatriz en medio de esta escena de opulencia. Ya es última hora de la tarde, de modo que el sol está cayendo; sin embargo, aún se ve gente jugando al golf.
Aparco el coche entre un SUV GMC encerado y un SUV YUKON reluciente, mismo coche pero diferente nombre. Me apeo y abro la portezuela de Gangy mientras Lola le quita las esposas.
—Escucha, gilipollas, vas a llevarnos a donde tengas que ir y vas a mantener la boca cerrada. Sigue la corriente. Puede que de ese modo te concedan una atenuante.
—Vale. Normalmente entro directamente en el club y voy al bar. El camarero me entrega un sobre, y después me hacen ir con el camión por detrás del edificio hasta la entrada de servicio del sótano. A veces les traigo coca. Nada más. Pero… pero…
—¡Pero nada!
—Ya, pero… es que nunca he estado de día ni de noche. Me hacen venir antes de que amanezca, a horas tempranas, para que no me vea nadie. Los miembros del club y eso.
—Pues hoy te van a ver. Llévanos a donde sueles ir —le ordeno.
—De modo que «a horas tempranas» —se mofa Lola en voz baja. Pero luego continúa elevando un poco el tono—: Horas tempranas, no te jode. —Le propina una colleja a mister Gangy en la nuca—. ¿Horas tempranas? Cierra el pico, mister Gangy, no eres un puto finolis.
Vamos hacia la puerta de cristal, yo sujetando con fuerza el brazo de Gangy.
Ninguno de nosotros va vestido todo de blanco como todos los miembros del club que ahora veo al rebasar la puerta. Y ninguno de nosotros va vestido todo de negro como los dos chóferes, que seguro que tienen nombre de chófer. Lola con su traje gris, yo con mi traje gris, mister Gangy con su vaquero sucio y su camisa de cuadros rojos. Entramos por la puerta. Se giran varias cabezas.
Un hombre vestido con un jersey de cachemir blanco y pantalón de golf también blanco viene a nuestro encuentro.
—Soy el juez Frackson, encantado de conocerlos. ¿Y ustedes son…? —dice el juez Frackson con una sonrisa falsa y un acento de lo más esnob.
—Da igual quiénes seamos —le responde Lola.
El juez la mira con una media sonrisa y luego con una sonrisa entera; se hace obvio que está pensando mejor cómo actuar. Prueba a seguirle la corriente lanzando una sonora carcajada, como si Lola lo hubiera dicho en broma; está forzando la broma para nosotros y para los miembros que pululan alrededor.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? ¿A quién han venido a ver? —dice como si fuera un mayordomo, aunque está claro que es uno de los Grandes Maestres. Por su sutil lenguaje corporal, el leve respingo que ha dado cuando Lola le ha parado los pies, la manera en que le vibra la mejilla a causa de la tensión en la mandíbula, se nota que está nervioso. A su espalda veo que varios miembros del club susurran entre sí, y le leo los labios a uno que está diciendo: «Por lo visto han pillado a nuestro proveedor de coca».
—¿Hay aquí una mujer que pueda tener relación comercial con este tratante de coca? —pregunto.
Varios miembros bajan la vista hacia sus copas y se apartan, muchos se dispersan. No desean tener nada que ver con esto.
—¿Una mujer? ¿De la plantilla de empleados? —dice el juez Frackson confirmando que las mujeres no pueden ser miembros del club. Mantiene el típico ritmo de una conversación ociosa que uno tiene en el vestíbulo, todo para que lo oigan los miembros que tiene detrás, al tiempo que la expresión de su rostro va reflejando cada vez más agresividad: el brillo de las pupilas, la vibración de las aletas de la nariz. Tiene un cutis bronceado en un perfecto tono caramelo, liso y flexible, como si usara las cremas de su mujer. Me doy cuenta de que rehúsa mirar a Lola o a mister Gangy, y también me doy cuenta de que le está costando trabajo mantener el contacto visual conmigo.
Rápidamente recorro con la mirada a los miembros presentes, de los cuales solo unos pocos siguen estando a la vista, y veo únicamente varones. Y ninguno negro ni de ascendencia asiática ni de ninguna otra. Al otro lado de una puerta lateral vislumbro una piscina, y reclinada en una tumbona a una mujer, solo una, leyendo una revista a la sombra de una pamela y cubierta con una manta para protegerse de la temperatura otoñal. Debe de ser la esposa de algún miembro. A Lola jamás le permitirían ser miembro. Y supongo que a mí, con mi mezcla de razas de Vietnam y de Rochester, Nueva York, también me rechazarían. En una pared al lado nuestro hay unas dos docenas de fotos de cara de miembros antiguos y actuales, todos varones. Y como están ordenados alfabéticamente, según indica la placa de bronce grabada con un nombre que hay debajo de cada foto, enseguida encuentro la que corresponde al honorable juez Malcolm Rasper.
—¿Qué hay que hacer para ser socio de este puticlub… digo, club? —pregunta Lola al tiempo que olfatea el aire, y sin esperar a que el juez le responda.
Frackson hace caso omiso de ella girando oblicuamente la cabeza y clavando los ojos en mí. A continuación me mira de arriba abajo como si fuera basura.
—Tal vez lo que buscan ustedes es el Sussex Country Club. Está un poco más adelante, en esta misma calle. —Pronuncia la palabra «Sussex» como si fuera un lugar de maleantes para maleantes como yo—. En ocasiones nos confunden con el Sussex. Sin embargo, el nuestro es otro club. —Y para que lo oigan los dos miembros visibles que han tenido la valentía de acercarse un poco más, agrega en voz alta—: El nuestro es muy diferente del Sussex, ¿a que sí, muchachos? —Sus aduladores se acercan otro poquito más dando delicados pasos hacia un lado y soltando risitas ante esta falta de respeto hacia otro club—. Deben de estar buscando el Sussex —finaliza Frackson con una sonrisa fría y siniestra.
—No —corto yo evocando la desafección que siempre muestra Lisa Yyland, mi joven jefe.
Lola está ya detrás de Frackson, olfateando el aire sin el menor disimulo.
—Me parece que van a tener que irse. No sé muy bien a quién o qué están buscando, pero tienen que irse ya —dice Frackson, dirigiéndose a mí y susurrando para que los dos miembros que escuchan no se percaten de su ansiedad.
Me doy cuenta de que no todo el mundo está al tanto de lo que sucede aquí.
Lola continúa olisqueando y ahora va hacia una escalera que baja. La puerta de acceso a la misma está entreabierta, lo cual imagino que habrá sido un error, dado el gesto de fastidio que hace Frackson al verla. Lola actúa tan rápido que al juez no le da tiempo a detenerla. Empieza a bajar por la escalera, desenfunda su pistola y la levanta con ambas manos.
—Crabs in Trees —murmura, en alusión al efluvio de dicho perfume que ha detectado en el aire y que ahora, tras esa pista, también percibo yo.
Empujo a mister Gangy hacia la escalera, lo obligo a bajar, y al pasar junto al juez Frackson le susurro:
—Sepa usted o no lo que sucede en el sótano, confío en que no llamará a la policía, ¿verdad? —Vuelvo la vista hacia los otros dos miembros—. Usted y sus amigos asegúrense de no bajar aquí, de lo contrario los detendré a todos por traficar con coca, ¿entendido?
Los miembros levantan las manos y dan un paso atrás.
—Lo que usted diga, agente. Nosotros no tenemos nada que ver con eso. Yo estoy en contra de las drogas —dice uno de ellos.
—Y usted también —le digo a Frackson.
El juez levanta el mentón y afirma, lo cual me indica que está al tanto de lo que sucede en el sótano. No quiere que venga por aquí la policía, porque no iba a poder engañar a los miembros que no saben nada y tampoco podría dictar él qué policías deberían venir. Para él, el hecho de que yo haya sugerido que no quiero llamar a la policía supone una agradecida prórroga de lo que él cree que será un plazo de tiempo para que reúna a sus tropas, lo cual le va a llevar un rato.
Observo que este club aletargado, acaudalado y demencial se ha vuelto indolente: no hay guardaespaldas trabajando en este tranquilo día de otoño. Los chóferes trajeados que hay fuera son solo eso: chóferes. Al venir hacia aquí me he fijado en que no había francotiradores ni matones escondidos en los rincones. Y también se los nota muy satisfechos consigo mismos: nadie se atrevería a entrar en el privilegiado territorio del club Saleo sin la previa invitación que supuestamente tienen todos.
Habrá que llamar a la policía. Tenemos tiempo, pero no mucho. Seguimos el rastro de Crabs in Trees, o, mejor dicho, Crabtree & Evelyn.
Lola y su olfato.
La escalera baja describiendo un arco y es de yeso pintado con un acabado que imita el estuco agrietado y tintado de una villa italiana. Descendemos en formación, yo con el obstáculo añadido que supone llevar a Gangy en el centro. También llevo el arma desenfundada, preparada y en posición.
Al llegar al final, Lola vuelve a olfatear el aire y todos giramos a la izquierda, recorremos varios pasillos oscuros y desembocamos en una estancia inferior en la que no hay luces. A donde Lola nos conduce es a una puerta metálica pintada de gris y ligeramente abierta. Aparece un largo corredor en penumbra, al final del cual hay un letrero de neón con forma de unos labios de color morado que emite un suave zumbido. A ambos lados del pasillo hay puertas, una detrás de otra, igual que en un hotel de mala muerte. Lola va siguiendo el rastro del perfume, y yo por el camino abro unas cuantas puertas. Todas las habitaciones están amuebladas con idéntica parquedad: una cama y espejos en la pared. Esto es un lugar para dar sexo a cambio de dinero. Sin embargo, en este momento no hay ningún cliente; sospecho que es un establecimiento que funciona de noche y se utiliza solo en ocasiones especiales. Lo deduzco por los trasnochados adornos del Cuatro de Julio que todavía cuelgan torcidos de la cinta con que los pegaron. Estamos en octubre.
Ya cerca del final, Lola hace un alto ante una puerta cerrada. Se trata de una puerta de láminas de madera de las que cuentan con un marco macizo pero con una hoja semejante a las aletas de un pez. A través de las láminas se oye el ruido amortiguado de alguien respirando. Lola se sitúa a un costado, yo al otro apretando a Gangy contra mí. Si le estrujara ese escuálido brazo un micromilímetro más, podría rompérselo.
Lola toma aire y me hace una seña de asentimiento para confirmar de nuevo que ha captado el rastro del perfume Crabtree & Evelyn, y a estas alturas ya detesto su fuerte olor a rancio. Tengo el convencimiento de que aquí dentro está nuestra monja de la iglesia mariana; debió de huir hacia aquí en cuanto nosotros echamos a correr detrás de Gangy y perdimos el tiempo yendo al primer lugar de espera, el de Lynn, y después siguiendo todas esas instrucciones tan poco claras. Y a juzgar por cómo suena la respiración de la persona que está al otro lado de esta puerta, parece ser que tiene alguien más con ella.
De improviso Lola abre la puerta de un puntapié. Su bota negra rompe varias láminas.
Entramos.
Y aquí está la monja, todavía con su hábito de religiosa, pero sin la toca y sin la cofia. Está apuntando con una pistola a una mujer de baja estatura. Por encima de ellas hay un ventilador de techo en marcha, colgado de una única varilla.
Nos fijamos en los pies de la mujer.
Va calzada con chanclas.
Tiene los pies quemados.
Lola se la queda mirando.
Ella la mira a su vez.
No sé distinguir si está de parte de la monja y ambas pretenden engañarnos o si verdaderamente la tienen cautiva.
Es menuda, tal como la ha descrito Lisa a lo largo de todos estos años. Una mujer diminuta de brazos musculosos, los brazos de un murciélago. Esta es la primera vez que Lola y yo la vemos en persona. En todas las horas de vigilancia de la iglesia mariana, en ningún momento llegamos a confirmar haberla visto, aunque estábamos bastante seguros de que era la mujer de baja estatura que se ocultaba bajo un gorro, una capucha y unas gafas de sol que entraba y salía con demasiada rapidez para que pudiéramos interceptarla. En aquellas ocasiones me venían a la memoria las advertencias de Lisa: «No hagáis nada que levante sospechas, no habléis con ella. Ya estamos muy cerca».
—Velada —le dice Lola apuntando con el arma a la monja.
—¿Dónde está Lisa? —pregunto yo.
La monja suelta una carcajada.
—Ahora la tenemos nosotros. Que te follen —me contesta al tiempo que aprieta el cañón de su pistola contra Velada, lo cual, dadas las circunstancias, sabemos que es una amenaza directa para Lisa, porque lo que la monja no sabe es que necesitamos que Velada esté en posición en la noche de la Pecera de las Langostas. ¿O sí que lo sabe?—. Velada está acabada —dice la monja.
Hace una pausa para dirigir una sonrisilla satisfecha a Lola, una mera fracción de tiempo, al parecer, antes de apretar el gatillo, y esa pausa para sonreír es su gran error. Lola no titubea nunca.
Se oye un fuerte estruendo en la habitación cuando Lola dispara hacia la varilla de la que cuelga el ventilador, con lo cual la monja deja caer la pistola y da un salto hacia atrás. Entonces Lola se abalanza sobre Velada y tira de ella hacia nosotros justo a tiempo para evitar el ventilador, que, tras balancearse durante unos pocos segundos de vértigo, se estrella entre nosotros y la monja.
Le tapo la boca con la mano a mister Gangy para impedirle que grite. Lola arremete contra la monja y rápidamente la reduce atándole las muñecas con una abrazadera de plástico. Observo que del bolsillo interior de la chaqueta le sobresalen unas cuantas abrazaderas más. Me quedo de pie bloqueando la puerta y sujetando a Gangy mientras Lola, a continuación, desata a Velada, cuyos nudos parecen un tanto flojos para resultar del todo convincentes, no estoy muy seguro.
—Ha llegado sin más. Ha llegado sin más. Le preocupaba que yo fuera a estropear el evento. Insisten en seguir adelante con él, dicen que es demasiado dinero. Y Eminencia está loco, no le importan los riesgos. Iba a matarme. Llegó sin más. Vosotros dos la asustasteis mucho en la iglesia al presentaros preguntando por mí. De todas formas, no se fiaba de mí. No estaba previsto que hoy estuviera ella en la iglesia.
—¿Y se puede saber por qué demonios no estabas tú? —le pregunta Lola.
—¡Pues porque Lisa lo estropeó todo! Cuando se metió ella misma en aquel coche frente a la comisaría de policía, antes de tiempo, a todo el mundo le entró el pánico. Además, ¿por qué después de todo eso todavía habéis ido a la iglesia mariana? Yo pensaba que seríais lo bastante inteligentes para no ir. Yo tenía que quedarme aquí para apaciguar las cosas y cerciorarme de que todo siguiera su curso, porque él…
Pero de repente se interrumpe porque en este momento mister Gangy se retuerce y se zafa de mí. Yo salto al momento y echo a correr en pos de él, por segunda vez en lo que va de día con este gilipollas. Recorremos el pasillo de puertas, doblamos varias esquinas del sótano y salimos por un pozo que sube a la superficie. Y no tardo nada, porque Gangy tropieza y yo lo intercepto en el Hoyo 1. Varios miembros vestidos de blanco dan un respingo, horrorizados. Las sombras de última hora de la tarde son cada vez más oscuras, y ya debe de ser la hora de que los golfistas se recojan, porque todos parecen regresar en peregrinación desde el campo hacia la casa club.
Saco una de las abrazaderas que llevo en un bolsillo de la chaqueta pensando en volver a maniatar a Gangy. Me siento a horcajadas sobre su cuerpo tumbado boca abajo, tocando el césped con las rodillas. Como forcejea, le clavo una rodilla en la columna vertebral y un codo en la nuca. Una vez que lo tengo maniatado, me siento sobre los talones, aprisionándole las piernas con el peso del cuerpo, y respiro.
En eso, reparo en un carrito de golf que hay a un costado, cuya matrícula tiene un número de dos cifras: 20. El pasajero es un individuo de cabello negro que está de espaldas a mí. No quiere girarse para dejarme ver quién es, como han hecho todos los demás.
Me quedo mirando el número 20 que figura en la matrícula del carrito.
El carrito se ha detenido y el conductor se gira para mirarme; en cambio, el pasajero, con su pelo negro y una envergadura de un luchador de lucha libre, sigue sin girarse. Alrededor de ellos hay varios hombres más vestidos enteramente de blanco que se paran a mirar, pero ninguno se inmuta, ni se mueve, ni grita; actúan como si nada, sin alarmarse al ver mi angustia, como si yo fuera simplemente un molesto pajarillo que se ha posado en su green y se vieran obligados a esperar a que yo me incorpore y remonte el vuelo.
Más allá, fuera del recinto, hay dos hombres hablando, y, sirviéndome de mi agudeza visual, les leo los labios: «Supongo que ahora vamos a tener que comprarle la coca a otro proveedor». Aun así, el conductor del carrito de golf que lleva el número 20 en la matrícula dibuja una ancha sonrisa, una sonrisa malvada e insípida, como la de un presidente despreciado que está firmando una orden ejecutiva que sabe que es despreciada por la gran mayoría de los ciudadanos, una sonrisa de esas que dicen: «Revuélvete y protesta todo lo que quieras, que el poder lo tengo yo». Una sonrisa de esas que hacen que a uno le entren ganas de arrearle una patada en la espinilla y un puñetazo en la boca.
Observo a los presentes y levanto un poco mi peso de las piernas de Gangy para que pueda escurrirse por debajo de mí y liberarse. Tengo la sensación de que este amplio espacio abierto está distorsionado, que todo está iluminado por los rayos derretidos del sol y que los gorriones se esfuerzan por mantenerse en vuelo, como si el tiempo quisiera seguir avanzando pero el viento fuera retrasando los minutos en una especie de tira y afloja. Todo está distorsionado: mi pensamiento, esta sensación… Mi percepción se ha desviado diez grados del lugar en el que me encuentro.
La mayoría de los miembros del club que nos rodean permanecen impertérritos, imagino que porque piensan que lo único que he hecho ha sido atrapar al proveedor común y corriente al que compran la coca y pueden comprarla en cualquier parte porque ellos son la élite. Un par de individuos sonríen de oreja a oreja, como el conductor del carrito de golf y un hombre que está de pie y al que reconozco: estuvo haciendo campaña para ser senador. Son hombres de poder, todos ellos. Son ambivalentes respecto de lo que yo hago, algunos muestran desdén. Consideran que estoy por debajo de ellos, soy un tipo que trabaja haciendo cumplir la ley, que está muchos ceros por detrás en cuestión de sueldo, que no forma parte del entramado de sus empresas y que, por lo tanto, es una forma de vida inferior. Me ven sentado sobre los talones, con mi traje de fabricación en serie, como si fuera un patético mosquito. Los miembros aquí presentes que están al tanto de lo que sucede en Viebury Grove seguirán adelante con sus planes porque tienen la seguridad de que no van a atraparlos, que nunca se los acusará de nada. Están relacionados. Tienen el convencimiento de que forman parte de una sociedad secreta. De que poseen el control. Algunos de ellos van a ser espectadores de la ceremonia de la Pecera de las Langostas, lo sé, lo percibo, lo deduzco por la manera en que me mira el conductor del carrito de golf. Y también sé, percibo, que el pasajero de ese mismo carrito, que sigue sin querer volver la cabeza hacia mí a pesar de que todos los demás miembros de blanco se han parado a mirar, es Eminencia.
En ese momento entra Lola en escena procedente del sótano. La mirada del conductor del carrito de golf acusa su llegada, vuelve a clavarse en mí y me hace un guiño. Su sonrisa de satisfacción se ensancha todavía más, como diciendo: «Haz lo que tengas que hacer, que a nadie le va a importar». Me siento furioso, pero la furia es fútil, de modo que también me siento impotente. Con un chasquido en las articulaciones de las piernas, que tengo totalmente acalambradas, me levanto para ir con Lola. No aparto la mirada del conductor. No parpadeo. Gangy, ahora que ya he dejado de aprisionarle las piernas, se incorpora como puede, se vuelve un instante para mirarme y acto seguido echa a correr en dirección a los árboles, con las manos atadas a la espalda.
—Liu, qué cojones, vete a buscar a Gangy —me dice Lola, pero no se prepara para echar a correr. Debe de haber notado que yo no me he alarmado al verlo huir, debe de haber notado que he dado un paso más en mi razonamiento. Se sitúa a mi lado—. Velada me ha permitido que la ate a una tubería del sótano porque yo le he dicho que no me fío de ella —me informa—. Está esperándonos. La monja, lo mismo; atada a otra tubería.
—Deja en libertad a Velada —le digo.
—Creía que querías abortar todo este plan. Obligaremos a Velada a que nos ayude a descubrir dónde se encuentra Lisa en este momento. Lo abortaremos. Las cosas se han desviado demasiado.
—Es necesario que Velada esté en posición, da igual lo que hagamos nosotros. Cerrarle la boca a la monja y llevarnos a Velada a otra parte. Encontrar a Lisa y parar esto. Interrogar a Gangy. Detenerlos. Da igual. Vencerán ellos y después continuarán con su noche especial o con otras noches especiales. Ellos tienen todo el poder. Mira. Y aunque no puedan salirse con la suya, Eminencia nunca dejará de dar caza a Lisa. La matará. Mira.
Con una última mirada, me grabo a fuego en la mente la cabeza del pasajero de pelo negro que va en el carrito.
—Vuelve al sótano antes de que Frackson tenga oportunidad de hablar con la monja y averiguar lo que sospecha de Velada.
—Por eso no te preocupes. He dejado a ese saco de mierda sin conocimiento.
—Intentaba deciros que Eminencia estaba aquí, y de repente ese idiota salió huyendo. Ten, toma esto. Es necesario que salgáis de aquí e impidáis que la monja hable con más personas —dice Velada al tiempo que me pone una bolsita de cocaína en la mano.
—Mira, bonita, si nos estás engañando, si a Lisa le tocan un solo pelo de la cabeza —le dice Lola a Velada—, voy yo personalmente a buscarte y convierto tu puto culo en fosfatina con una trituradora, ¿entendido? Y te aseguro que tengo una trituradora. Te lo digo en sentido literal.
—Vale, lo pillo. Me lo has repetido quinientas veces. Pero ahora tenéis que iros —insiste Velada.
Lola tiene a la monja en los brazos como si fuera un niño pequeño, con las manos todavía atadas con la abrazadera. Continúa inconsciente. Subimos la escalera de estuco italiano. Velada se dirige hacia su despacho, que se encuentra muy al final del sótano, y fingirá ponerse a trabajar en la contabilidad del club Saleo, con los auriculares puestos y la puerta cerrada. Como si no oyese nada. Eso es lo que nos dice.
Al llegar arriba vemos que Frackson nos está esperando. Le entrego la bolsita de cocaína y, para que lo oigan los miembros que puedan estar escuchando, le digo:
—Diga a sus chicos que a la DEA no va a gustarle que hayamos encontrado aquí abajo droga a la vista de todo el mundo y a dos traficantes pululando tranquilamente por ahí. Uno se ha escapado, pero al otro lo hemos cazado. Es una traficante muy conocida. Así que nos la llevamos.
Frackson me mira de arriba abajo; es una mirada más bien de aprobación, pero también de fastidio, como si esto fuera una partida de ajedrez y yo hubiera hecho un movimiento de jaque, pero no de jaque mate.
—Por desgracia, tenemos en este club un par de miembros que tienen sus demonios. Créame, agente, nos aseguraremos de que en Saleo no vuelva a haber problemas. Permítame que lo acompañe a la salida.
Mientras nos dirigimos a nuestra furgoneta alquilada, Frackson cuida de mantenernos bien lejos de los otros. Me ha puesto en guardia la posibilidad de que Frackson haya desobedecido mi advertencia y haya bajado al sótano mientras Lola y yo estábamos fuera con Gangy, y que haya visto a Velada maniatada, pero era una ventana de tiempo muy pequeña. Para cuando llegamos a la furgoneta, ya he llegado a la conclusión de que no lo ha hecho.
—Debe usted entender que necesito proteger mi club, garantizar que ningún desconocido meta explosivos dentro de un vehículo, esas cosas. Entiéndalo —agrega cuando ve que me quedo mirando el portón de la furgoneta abierto, la tapa del hueco donde va la rueda de repuesto levantada, la maleta con ruedas de Lola abierta y la ropa esparcida por ahí.
Mientras Lola mete a nuestra monja inconsciente en el asiento trasero, yo me acerco a la cara del juez Frackson.
—Va a ser divertido ir a verte a la cárcel, capullo. Allí no tienen cabinas de rayos uva, de manera que serás un paliducho más, uno de tantos.
El juez Frackson dibuja una sonrisilla satisfecha.
—Debe de tener usted una vida muy triste —me dice lanzándome una mirada de falsa compasión—. À tout à l’heure —se despide.
Lola, ya acomodada en el asiento del pasajero después de haber dejado bien sujeta a la monja, le hace la peineta. Me subo al coche y le hago la peineta también. Cierro la portezuela y empiezo a dar marcha atrás.
—Dakeel, llévame a tu casa de Lowell. Dejaremos allí a esta basura humana hasta que haya acabado todo esto —me dice Lola.
—Sí, señora —respondo interpretando el papel del falso conductor de Uber.
Al incorporarme a la calle principal, miro en el espejo y veo el SUV de la policía de East Hanson.
—Agáchate. Vamos —le ordeno a Lola.
Conforme nos vamos alejando de los límites de East Hanson, el SUV aminora para situarse detrás de mí. Estoy bastante seguro de que quien va al volante es la jefe Castile. Puede ser. Es difícil de saber.
—La casa de Dakeel en Lowell no puede ser, Lola. Escoge otra de las alternativas.
—Pues ve a ese agujero de mierda que tenemos en Magnolia.
—¿Allí tenemos un vehículo diferente?
—Un cuatro latas, jefe.
—Bien.