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Lisa Yyland: loca
En uno de los miles de vídeos de defensa personal que he estudiado a lo largo de los años, un guardaespaldas decía que si alguien te sigue debes actuar como si estuvieras loca. Sugería que hablaras contigo misma, que golpearas cosas, que abrieras mucho los ojos, que adoptaras un acento del sur al dirigirte a un gato invisible atado a una correa invisible; lo que fuese con tal de parecer una lunática. A veces, decía ese guardaespaldas, los locos no quieren tener nada que ver con los que no están locos. Le pedí a Nana que me aclarase aquel punto un poco más, dado que durante toda mi vida había sido reacia a mantener activados mis sentimientos y entender plenamente dichos matices. Nana me explicó que «Actuar como una lunática es mostrar acciones y palabras disociadas con las acciones y las palabras de las personas que te rodean». Eso me pareció más práctico, y es un método que voy a emplear ahora mismo. Estoy pensando que actuar como una lunática tal vez impida que se me acerquen los curiosos y esa mujer de la faldita rosa.
Acaricio la mejilla de mi madre y me voy incorporando, cada músculo, cada articulación, una por una, igual que el implacable alienígena metálico de la película Terminator, cobrando vida de nuevo, como una vasija. La cabeza de mi madre se aparta del estruendo que reina en el camino al tiempo que los curiosos se agolpan a nuestro alrededor. Su rostro, su mejor perfil, se incrusta en la grava.
Aspiro una profunda bocanada de aire por la nariz, con los ojos cerrados.
Todo está desactivado.
Vuelvo a ser yo.
Una hoja de color rojo se queda adherida al pegamento que forma la sangre de mi madre en la puntera reforzada de mi zapatilla deportiva Nike, reforzada para proteger la prótesis que sustituye a dos dedos. La mujer de la faldita rosa, la que me ha dicho que me tranquilice, está inclinada sobre mí; a lo mejor es enfermera, porque es la única del grupo que no está acobardada o llorando o chillando o llamando a la policía por el teléfono móvil.
—Cariño, ahora necesito que vengas conmigo. Ven aquí, respira —me está diciendo. Me agarra el brazo como si fuera un médico, como diciéndome que me va a poner en tratamiento, y también que ya se encarga ella de controlar todo. Pero no va a controlarme a mí.
Pulso todos los botones que puedo en el iPhone de mi madre, guardado en el bolsillo de mi sudadera, aun cuando solo han pasado diez segundos desde que intenté revivir sus bytes. Soy cada vez más consciente de la urgente necesidad de entrar en su teléfono y leer sus correos, invadir el despacho que tiene en casa y leer sus anotaciones de abogada para buscar toda la información que posea acerca de ese tal juez Rasper y averiguar de qué forma está relacionado con su asesinato y con lo que me ocurrió a mí cuando tenía dieciséis años.
La mujer de la faldita rosa ya me está agarrando con firmeza, demasiado controladora. Examino su rostro: lunar en la sien izquierda, cabello blanco, nacimiento del pelo más tupido y más adelantado que la mayoría de las mujeres de su edad. ¿Será una peluca blanca? Resulta difícil distinguirla bajo la presión de esa visera del club Saleo. Tiene cuarenta y muchos años, nariz arrugada, bolsas de celulitis en los brazos en lugar de unos bíceps y tríceps de tenista bien definidos, los suyos se parecen más a los pegotes de caramelo que agarra Nana con su cuchara de palo. Su atuendo es profesional y se ve nuevo. Mientras que con una mano me aferra el brazo derecho, con la otra deposita su raqueta en el suelo con cuidado de empujar el mango de forma que el extremo quede mirando hacia mí, y mi madre a mi espalda.
Retuerzo la muñeca para zafarme de ella y me suelto el pelo, mi melena larga y superespesa que con la ayuda de unas extensiones casi me llega hasta la rabadilla, con movimientos lentos, exhibiendo el brillo y el peso de la cabellera. Agito mi pelo real y mi pelo falso, como si ese fuera el loco propósito de todo este suceso: tener la oportunidad de lucir mi melena en el puerto. Pero ese no es el propósito de mi pelo sintético.
Hablo sin establecer contacto visual con nadie, mandando una mirada desconectada a los espacios que hay entre los presentes.
—¿Alguien puede encargarse de que mi madre se limpie la herida, se ponga una tirita y se vaya a casa? —digo en tono frío. Luego miro con los ojos muy abiertos la nube inofensiva de antes, a la vez que me aparto del cadáver de mi madre y salgo del grupo trotando con paso ágil—. Por favor, mi madre odia los estropicios. Que alguien la ayude a limpiar esto.
«Leer los correos del teléfono de mi madre. Ver las notas que tiene en su despacho».
De pronto aparecen dos hombres vestidos con ropa de golf y me agarran por los brazos para que no me mueva del sitio, aunque estoy toda manchada de sangre. Pero yo me zafo de ellos. Mientras estoy distraída por esos dos hombres y demasiado cansada de hacerme la loca, la mujer de la faldita rosa aprovecha para sacarme de allí. En un santiamén consigue sujetarme y apoyarme contra el tronco de un árbol.
—Llamen a una ambulancia —dice en dirección al grupo de gente—. Esta mujer está sufriendo un shock. Ya la sujeto yo.
«Domínate, deja de calcular mal la situación. Controla esto. No te derrumbes».
La mujer bloquea los codos y, con los brazos rectos, me empuja contra el tronco del árbol aferrándome las muñecas. Noto la aspereza de la corteza del árbol a través de la sudadera. La mujer me tiene aprisionada, haciendo fuerza con todo el cuerpo. Me parece que debe de haberse entrenado en reducir a un adversario, porque me ha suprimido la posibilidad de usar las manos y de alcanzarle la cabeza, que es adonde he de llegar para anularla y controlarla.
La miro a los ojos. Nos miramos fijamente la una a la otra. Ella esboza una sonrisa. Nadie más puede verlo.
—Lisa —me dice—, entrégame el teléfono de tu madre y dime dónde están todas sus notas, y no tocaremos a Vanty.
Ahora sé que voy a hacerle daño.
Baja la mirada hacia el bolsillo de mi sudadera.
—Vamos —dice señalando el teléfono de mi madre, pero va a tener que soltarme las manos para coger el teléfono, o permitirme que se lo entregue yo. Veo que titubea, que está estudiando mi reacción.
Decididamente, en la comisaría están empezando a sonar las sirenas.
Sería fútil hacer uso de mi fuerza para liberar los brazos. En vez de eso, le propino un rodillazo en la entrepierna, a fin de desequilibrarla. Cuando ella echa el cuerpo hacia atrás y flexiona los codos, yo giro los brazos y abro la tenaza a la altura de los pulgares, que son sus puntos débiles. Ya con los brazos libres, de un rápido manotazo le quito las gafas de sol y la visera, le agarro la cara con las dos manos, le meto los pulgares en los ojos y le clavo las uñas con saña en el cartílago de las orejas.
Ahora la tengo en mi poder. Le retuerzo la cabeza, que mientras yo tenga los dedos metidos en los ojos va a donde yo diga. La empujo hacia atrás, tropieza y cae.
Echo a correr.
El cadáver de mi madre ha quedado varios metros atrás. Subo por la cuesta que lleva a su casa.
Aunque me he entrenado en varias artes marciales previendo el plan por el que he venido a Massachusetts, recuerdo que tras el secuestro mi madre me obligaba a ver vídeos de defensa personal. El núcleo de las enseñanzas de mi madre lo formaba lo que debía evitar, lo que debía combatir, lo que era reprobable, cómo trazar un plan y la supremacía de la eficiencia. Han sido enseñanzas muy valiosas.
«Enseñanzas muy valiosas.
»Gracias, madre».
Hago una pausa al llegar a lo alto de la cuesta, frente al parque, y veo que la mujer de la faldita rosa ha recuperado su raqueta. Se tapa la boca mientras habla por un móvil. Se le ve la malla de la raqueta bajo el brazo, con el mango apuntando claramente hacia mí.
La multitud gira la cabeza para mirarme, primero a mí, después a ella, después otra vez a mí. Ella observa desde detrás de las gafas de sol que ha debido de ponerse de nuevo en la cara antes de incorporarse. Está señalando en mi dirección, hacia un punto situado más adelante, como si supiera adónde me dirijo. Saco el iPhone de mi madre, acciono la cámara, amplío la imagen con el zoom y hago una foto. Más allá de la multitud y más allá del puerto, y como estoy en un lugar más elevado, alcanzo a ver las luces estroboscópicas azules y rojas de los coches policiales de la comisaría. Vienen hacia aquí.
«Tengo que irme. Irme. Coger las notas de mi madre».