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Exagente especial Roger Lui

Hijo de puta, estamos en un puñetero aparcamiento de East Hanson, Massachusetts, y un jefe de policía nos está chillando a Lola y a mí. No tenemos tiempo para estas chorradas. Me trago tres píldoras antiácido. Tengo la garganta en carne viva y siento el corazón como un volcán en erupción.

Lola le hizo a Lisa la seña de «adelante». Maldita Lola. Ahora estamos incurriendo en un delito de obstrucción total a la justicia al negar haber visto con precisión medianamente fiable qué coche acaba de marcharse de aquí llevándose a Lisa, la cual, obviamente, robó una bolsa de pruebas muy visible y después de vaciarla la dejó tirada en el suelo. El ayudante de la jefe de policía llegó aquí tres segundos tarde para verlo por sí mismo. Lleva por fuera los faldones de la camisa negra de uniforme, la barriga le cuelga por encima del cinturón y tiene una cabellera desgreñada que se le revuelve con la brisa que sopla desde la ensenada. Lola es la que, cuando llegó la jefe de policía a la carrera, dijo: «¡Oh, Dios mío, creo que era un Ford de color blanco o algo así! ¡Qué miedo he pasado!».

Dada toda la variedad de soluciones alternativas que tenemos preparadas, ahora soy Dakeel, un jubilado semivietnamita de casi sesenta años que trabaja de conductor para Uber a fin de financiarse los viajes que hace cada dos meses a Las Vegas, y Lola es ahora Martha Tannhouse, mi clienta. Y lo sé porque es lo que la maldita Lola le ha dicho a la jefe de policía al saludarla cuando ella, a punta de pistola, nos ha ordenado no movernos del sitio.

Ahí está Lola, cuadrada de piernas, con su pantalón cuadrado y gris, su torso cuadrado, su cabeza cuadrada de pelo gris y su peinado cuadrado. Es un puñetero montón de bloques de cemento.

«Hija de puta».

—Jefe, nosotros no sabemos nada. Mi conductor de Uber estaba a punto de dejarme en mi destino para que pudiera alquilar una tabla de surf de remo en Phat Boards, aquí al lado —está diciendo Lola. Enseña el documento de identidad que afirma que ella es Martha Tannhouse, secretaria de BetaAgency.Gov, un nombre que si se busca aparecerá como auténtico. Yo también soy un falso empleado cuyo nombre ha sido insertado en la base de datos de los servidores de Uber, ubicados en la nube. En los entresijos de la nube es posible implantar y ocultar numerosos detalles.

—¿Por qué ha abierto el portón trasero? —pregunta la jefe de policía.

—Simplemente pretendía sacar mi equipaje. Pero vimos a esa mujer saltar por la ventana, era todo muy raro. ¡Qué locura! Pueden ustedes registrar el coche entero —dice Martha-Lola—. Dakeel, dígale que registre el coche entero, ¿de acuerdo?

Estamos junto a nuestra triste furgoneta, así que la jefe de policía va hasta el portón trasero, el cual Lola, no yo, abrió para Lisa justo después de hacerle la seña de «Adelante» y de que ambas decidieran pasar de mí.

No digo nada, finjo no hablar bien el inglés.

Pero la jefe de policía no es una imbécil. Hace bien en albergar sospechas. Se fija en cómo vamos vestidos, yo con un pantalón gris, Lola con otro pantalón gris, y en el detalle de que nos hemos detenido aquí precisamente cuando Lisa salta de una puta ventana llevando encima una prueba que ha robado. Pero lo que yo quiero en este momento es largarme de aquí y dirigirme a lo que Lisa denominó «callejón» y al lugar al que ella salió disparada, acompañando a Dios sabe quién.

—Todo esto resulta ambiguo, y no me fío de ninguno de ustedes —dice la policía.

—Jefe, está claro que una mujer ha saltado por esa ventana y que le estaba chillando a un coche que teníamos detrás. Nos dio un susto de muerte. ¿No es verdad, Dakeel? —dice Lola.

Yo afirmo con la cabeza.

La policía observa a Lola con los ojos entornados, estudiándola, y yo permanezco a un lado sin hacer nada, como un retrasado mental, como si no fuera el miembro más veterano de este equipo. Tengo un nudo en el estómago más duro que una piedra, y aunque intento pensar en la voz tranquilizadora de mi esposa Sandra no consigo aplacar el ácido abrasador que me sube a la garganta. Lola, con sus gilipolleces, va a conseguir que a Lisa la maten y que a nosotros dos nos metan en el calabozo por obstrucción a la justicia. Y además, la jefe de policía nos está entreteniendo. Continúa mirando el interior del portón trasero mientras yo miro a Lola con toda la furia que soy capaz de transmitirle con los ojos retorciéndolos, literalmente. Lola me hace un gesto de desprecio con el labio, pero esquiva mi mirada por los pelos. Me está mirando la nariz.

La jefe de policía examina el hueco donde va la rueda de repuesto, y yo contengo la respiración. Hurga alrededor, aprieta el neumático.

—Hum —dice.

Me cuesta creer que después de dieciocho años de planificación esté pasando esto.

«Pero qué hija de puta».

Miro a Lola para indicarle que esto es una completa pérdida de tiempo y que si me hubiera dejado que me encargara yo ya estaríamos fuera de aquí y tendríamos a Castile en el bolsillo, ayudándonos. Le digo todo eso con un movimiento de nariz y una sacudida de cabeza.

—Martha. Es Martha, ¿verdad? —le dice Castile a Lola.

—Sí —responde Lola.

—¿Le importa que abra su maleta?

—Es toda suya, agente. No hay nada emocionante dentro, lamento decir.

Castile abre una maleta negra con ruedas que llevamos en el maletero. Sí, es la de Lola, pero como la placa la lleva escondida y en este momento lleva la pistola sujeta a la pierna con una correa y oculta, sospecho que todo lo que va a encontrar Castile es un par de juegos del único uniforme de Lola: camisa blanca, pantalón gris y calcetines blancos. A saber cómo es la ropa interior, me da lo mismo.

Castile deja el maletero y regresa con nosotros.

—¿Dónde se aloja? En su documento de identidad dice que vive en Washington D. C. —le pregunta a Lola—. ¿Y por qué su conductor de Uber iba a dejarla aquí?

—Me quedo en el Four Seasons que hay en el centro. No sé por qué mi conductor de Uber me ha dejado aquí. Lo único que quiero es ir a Phat Boards a alquilar una tabla. A lo mejor quería aparcar e ir al cuarto de baño… No lo sé.

Yo continúo de pie, interpretando el papel de memo que se me ha asignado.

—No sé qué demonios está pasando aquí, pero voy a necesitar que ambos hagan una declaración. Y que me faciliten su dirección, su teléfono, todo. Tienen que venir conmigo al interior del edificio.

Mientras nos dirigimos al edificio, Lola me pasa un documento de identidad a nombre de Dakeel Rentower, con una dirección y un teléfono fijo de Lowell, Massachusetts. Se trata de una de las cinco historias que tenemos preparadas. Esto lleva varias décadas siendo así, trabajando con Lola.

En el momento en que estamos a punto de abrir una puerta de la comisaría es cuando rompo mi silencio. En un inglés macarrónico, digo:

—Esa chica le dijo a la mujer que la llevara a casa de su madre.

Castile me mira enarcando una ceja, frunce el ceño un instante y luego, con una mezcla de urgencia pero también de mala gana, le ordena a su ayudante que nos lleve adentro para tomarnos declaración. Una vez que el ayudante nos tiene en su poder, ella se va hacia su propio monovolumen, un coche de categoría. Es un pueblo de gente rica.

Ya dentro, Lola y yo mano a mano arrollamos al ayudante, Lola abrumándolo con jerga jurídica medio inventada para evitar tener que dar nuestros teléfonos sin una orden judicial, fingiendo que le preocupa mucho la privacidad, e insistiendo en que simplemente somos dos transeúntes inocentes que se han visto envueltos en una situación demencial.

Media hora entera así.


Ya estamos fuera, libres. Me subo de nuevo en este maldito coche de alquiler con ganas de estrangular a Lola.

—Maldita sea. Joder. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido? —exploto una vez que hemos salido del aparcamiento y nos dirigimos al callejón. Al mirar en el espejo retrovisor no veo que nos siga ningún coche patrulla. La jefe de policía, la mayoría de sus agentes y todos los polis del estado están todavía en las escenas del crimen de la casa y del puerto, y el ayudante está dentro de la comisaría.

—Jefe, tienes que calmarte. Ya sabes que necesitamos seguir adelante con el plan —replica Lola.

Lola siempre me ha llamado «jefe», aunque en la actualidad soy un consultor que trabaja en el sector privado y ella sigue siendo una agente del gobierno. Es un residuo de cuando yo era su jefe en el FBI.

—¡Le diste a Lisa la señal de «Adelante» aun cuando yo había abortado el plan! ¡Pasaste por encima de mí, Lola! ¡Y te lanzaste de cabeza a obstruir la justicia sin siquiera mirarme! Seguiste adelante e hiciste lo que te dio la puñetera gana, ¿no? ¿No, Lola?

—Estamos cubiertos, Liu. Nadie va a acusarnos nunca de obstrucción a la justicia. Mi agencia nos cubrirá cuando hayamos acabado con el plan.

—Tu agencia no sabe lo que estamos haciendo en este momento. No tienen ni idea. Han asesinado a la madre de Lisa. Esto tiene que acabar. Ya. Ha habido un asesinato, Lola.

—Lo sé, lo sé. —Cierra los ojos y asiente dos veces con la cabeza—. Jefe, precisamente ahora tenemos más motivos para atrapar a esa gente. Estaremos cubiertos. Mi agencia nos cubrirá cuando hayamos terminado. Tú conduce. Párate en el callejón. Ve hasta la iglesia mariana y no te desvíes del rumbo. Necesitamos cerciorarnos de que Velada está en posición.

—No lo entiendes, ¿verdad? Te niegas a entenderlo. Vamos a interrumpir todo esto, Lola. Vamos a abortar, y ahora nuestra misión principal es encontrar a Lisa y liberarla. ¿Cómo te atreves a…? Vas a conseguir que la maten.

—Conduce, jefe —repite Lola. Y, cosa extraña, reparo en que le tiemblan las manos. Ella se da cuenta y al momento se sienta encima de ellas para que dejen de temblar.

Los dos hemos estado con Lisa desde el día en que la rescatamos, hace dieciocho años. Para nosotros es como una hija. Ambos estamos asustados. Ambos estamos furiosos.

Meneo la cabeza en un gesto negativo y entro en el callejón. Detengo el coche, Lola se apea sabiendo que debe mirar a la derecha, donde Lisa iba de pasajera, y quince segundos después regresa con la prueba robada, el iPhone de la madre, y también una agenda.

No nos miramos mientras ella teclea la contraseña: Vanty33. Piso el acelerador para incorporarme al tráfico de la calle principal de East Hanson, se me pasa por la cabeza dar un fuerte volantazo para desequilibrar a Lola y lanzarla contra la ventanilla del pasajero, que se golpee la cabeza y se magulle la mejilla.

Pero no lo hago. No quiero hacerlo. No podría.

Porque cuando llega el momento de la verdad, después de haber tenido como tres mil peleas, ya no importa lo mucho que me enfade con ella. Para mí, Lola vale más que nadie, incluso más que ella misma cuando me exaspera. Lola ha visto cosas tan horribles, se ha puesto en situaciones clandestinas de tal vulnerabilidad, que le debo todo, aunque haya muchas ocasiones en las que, como ahora, me entren ganas de arrojarla de un vehículo en marcha y ver cómo su cuerpo denso y cuadrado se estrella contra una cuneta y muerde el polvo.

Doy un golpe en el volante y exclamo:

—¡Maldita sea, Lola, maldita sea! Vamos a abortar esto.

Lola no dice nada y continúa examinando el contenido del iPhone. La agenda descansa sobre sus rodillas.

Me digo a mí mismo que esto es lo que ocurre cuando la persona que lleva décadas siendo tu compañera es una bruja mezquina, una cazadora de ideas fijas que no respeta ni una puta regla, pero una mujer capaz de hacer lo que sea, literalmente lo que sea, por salvar a una criatura. Me digo a mí mismo que esto es lo que ocurre con todos los compañeros en la profesión de hacer cumplir la ley. Pero sé que seguramente no es así. Es posible que yo tuviera un rango superior al suyo cuando ambos éramos agentes federales y que ella en efecto dependiera de mí durante unos cuantos años. Pero el valiente de los dos es ella, solo ella. No me consuela ver que le tiemblan las manos, mi miedo y mi rabia no se atenúan al ver que ella también tiene miedo. Verla temblar reactiva mi miedo, socava la determinación que pueda tener yo de seguir adelante y acabar con esos monstruos.

Lola no puede temblar. Lola es la roca de granito con la que contamos.

Un ejemplo de ello fue cuando estuvo trabajando dos años para averiguar lo máximo acerca de la Pecera de las Langostas. Y dado que el día que desveló lo que había descubierto fue el sexto peor día de mi vida —uno fue cuando no logré impedir el secuestro de mi hermano; otros tres fueron las tres veces que intentó suicidarse después, y otro fue el día en que encontramos a Lisa y a Dorothy y perdimos a esta última—, quisiera poder borrar de mi mente todo lo que me contó. La visualización de la realidad de la Pecera de las Langostas es suficiente para que los mortales libres de pecado supliquen misericordia a todas las Potencias Superiores simplemente por haber cometido el pecado de presenciar tanta maldad.