3
Lisa Yyland: las notas de mi madre
No me cabe duda de que Nana me frenaría y me advertiría que una persona normal estaría sufriendo varias capas de disuasores emocionales respecto de lo que acaba de suceder. A mis treinta y cuatro años, ya he sido alumna de sus instrucciones las veces suficientes como para entender eso. Pero es que ahora no tengo tiempo para recibir lecciones de humanística. Está en juego la vida de varias chicas. Este plan contiene un componente crítico: la ejecución en el tiempo. Si queremos salvar una casa de víctimas de la trata de seres humanos que están siendo sometidas a las peores torturas, y también capturar a sus captores y a sus poderosos clientes, debemos ejecutar mi plan dentro de los dos próximos días. Este círculo de monstruos ciertamente está relacionado con el pequeño círculo de locos que me secuestró. Y dicha relación es el hilo que he tomado y del que vengo tirando desde que me liberé para llegar a donde nos encontramos en este momento. He pasado dieciocho años buscando pistas para descubrir el quién, el qué, el cuándo y el dónde, dieciocho años adquiriendo recursos para pillarlos a todos con las manos en la masa, para permitirles un nulo margen legal de maniobra para que nieguen o se defiendan. Sin embargo, no tengo la menor idea de cómo se implicó en esto mi madre ni de cómo encontró a ese tal juez Rasper, que, según ella, está relacionado.
Pero nada va a detenerme. Ni el asesinato de mi madre, ni tampoco los sentimientos, desde luego. Nada. Porque no vamos a tener otra oportunidad.
Echo a correr por un sendero que atraviesa los árboles y que desemboca en una calle, ya más cerca de la casa de mi madre. Mi padre no estará; lleva un año fallecido. Al acordarme siento una emoción que bulle en el fondo de mi mente, un borboteo que me inunda el cerebelo, un hormigueo que me zumba en los lóbulos temporales. Pero suprimo toda esa violenta energía mental y corro con más ahínco.
El Audi de mi madre está aparcado en el camino de entrada para coches. Ojalá la matrícula no fuera tan fácil de recordar: TIBURÓN. Con una matrícula así, cualquiera podría seguirla. Cualquiera podría haberme visto a mí al volante de ese coche la semana pasada. Vuelvo a recogerme el pelo real y el pelo falso en un moño flojo, con cuidado de no tirar demasiado fuerte de las extensiones, que me nacen de la nuca. Miro la matrícula del coche con el ceño fruncido.
Mientras me paso la mano por el pelo recogido, avanzo hacia la parte posterior de la casa de mi madre, construida en granito y dotada de una cocina que tiene un techo tan alto como el de una catedral y un despacho alojado en una torreta. Hago caso omiso de la mancha de sangre que llevo en la sudadera, en las punteras reforzadas de mis deportivas y también en lo alto de las espinillas. Es la sangre de mi madre, no la mía.
Mi madre vive aquí, vivía aquí, con su doncella jefe, una polaca de treinta y muchos años llamada Barbara. Las dependencias de Barbara se encuentran en el pabellón de carruajes que hay detrás, junto al garaje, el cual aparece ahora ante mi vista, cuando continúo por el camino para coches y entro en el jardín de atrás para dirigirme al recibidor trasero. Por la colina asciende un aire salado, como si me hubiera seguido, y me recuerda lo cerca que está el mar.
Barbara está muerta, tiene un orificio de bala que le atraviesa la región escapular posterior del tórax, el lado donde está el corazón. Está derrumbada en los escalones del porche trasero, con los brazos por encima de la cabeza, señal inequívoca de que ha sido una ejecución. Más o menos ya me estaba esperando esto mientras volvía del puerto. Abrigaba la ligera esperanza de que hubieran dejado en paz a Barbara, y, por supuesto, no ha sido así. Me concentro en el color negro grisáceo de las baldosas, en los rincones limpios de polvo y en los ángulos de luz que sombrean transversalmente el recibidor. No miro a Barbara.
«Ejecuta el plan. No fracases como fracasaste a la hora de salvar a Dorothy hace tantos años».
La puerta trasera está abierta. Paso por encima del cuerpo de Barbara. Las alarmas de la casa no han saltado, el intruso ha debido de obligarla a teclear el código a punta de pistola.
Vanessa, la gata de mi madre, está con el lomo arqueado y siseando en dirección a la escalera de caracol que conduce de la cocina al sótano del ala derecha de la casa, lo cual me dice que el asesino de Barbara aún está dentro. También reparo en la huella de una pisada más grande que la mía, que la de mi madre y que la de Barbara. Dicha huella va haciéndose más tenue conforme se acerca a un punto del suelo de pizarra del recibidor iluminado por el sol. Es una huella apenas visible pero reciente, puede que de hace solo unos minutos. Talla: un 43 de caballero, posiblemente una bota, posiblemente negra.
No tengo tiempo para lidiar con este asesino, resulta obvio que ha venido a buscar la misma información que debo encontrar yo. Sea lo que sea lo que descubrió mi madre, estos monstruos quieren borrarlo de la faz de la tierra, de la mente de mi madre, de su teléfono y de sus notas. Necesito encontrar las notas antes de que intervenga la policía y lo desbarate todo. No estoy segura de quiénes son las personas que intervendrán —sabemos que hay varias, pero no conocemos sus identidades— en la trama que esperamos desvelar. Yo y mi pequeño equipo.
Me deslizo hasta un vestíbulo sin puertas, hasta una fila de monitores de seguridad que el año pasado le insistí a mi madre que instalase. Estudio todas las pantallas, que muestran todas las estancias de la casa. «Asesino acorralado, atrapado en el cuarto de lavar que hay en el sótano de la casa de mi madre». Se le ve inmóvil, da la impresión de estar escuchando. Imagino que me habrá oído entrar. Aprieto el botón del altavoz.
—Tire el arma. La casa está rodeada. No se mueva —digo.
Él murmura algo, pero estos monitores no tienen sonido. Se golpea una pistola contra el muslo. Es idiota.
Cuanto más tiempo pasa, más fuerte se oyen las sirenas.
—¡Deja la puta pistola encima de la secadora, gilipollas! —grito al micrófono.
El asesino obedece, levanta las manos y da un paso atrás.
—Quieto. ¡No te muevas ni un centímetro más!
Me asomo por la puerta de atrás. Barbara está derrumbada y sin vida. Aunque debería, no tengo tiempo para inutilizar y castigar al imbécil de su asesino, que no se ha movido del sitio. Continúa en el cuarto de lavar, creyéndose atrapado. Calculo que dispongo de cuatro minutos para encontrar lo que necesito. La policía averiguará quién es mi madre y dónde vive, y enseguida se enterará de que me zafé de la mujer de la faldita rosa y vine corriendo hasta aquí. Debería haberle partido el cuello.
Me dirijo al despacho de mi madre, ubicado en la torreta, y por el camino me voy quitando la ropa manchada de sangre y las deportivas, manchadas también. Las prótesis de mis dedos son seguras y capaces de tolerar un poco menos de refuerzo. De paso, recojo de la cesta de la ropa limpia de Barbara, que ella ha dejado sobre una mesa de centro, una camiseta gris doblada que dice NO, mis Seven Jeans y una toalla. Me limpio la sangre de las piernas, arrojo la toalla en un rincón y me cambio sin dejar de andar. Me calzo con las zapatillas de jardinería de mi madre, les ato los cordones y subo la escalera.
El despacho de mi madre está completamente destrozado. El imbécil que aguarda en el cuarto de lavar ha probado antes aquí, pero no ha encontrado lo que necesitaba. Naturalmente que no, él no sabe de qué modo documenta mi madre sus ideas y sus hallazgos en una serie de cuadernos que diseñó para que parecieran libros viejos. Las paredes de su despacho están forradas de estanterías que van desde el suelo hasta el techo, repletas de libros que aparentan ser volúmenes de historia del derecho anglosajón pero que en realidad contienen, entremezcladas con libros auténticos, las notas que ha ido escribiendo a lo largo de los años. Así lo quiso ella porque, tal como decía: «La confidencialidad de lo que hago en ocasiones debe permanecer oculta, incluso para mí misma. De manera que, metidas en libros, y siempre delante de mí, las confidencias de mis clientes y las cosas que pienso de ellos estarán ocultas pero a la vista de todo el mundo. Y tú, Lisa, jamás pienses siquiera en tocarlas. Se ha de respetar la confidencialidad entre abogado y cliente».
Mi madre podía mostrarse así de severa. Pero ahora ha muerto, de modo que no sería práctico obedecer unas reglas que ya no sirven.
El imbécil del sótano extrajo de las estanterías un par de libros de señuelo, vio que no contenían nada más que textos jurídicos antiguos y ningún papel escrito a mano por mi madre, y pasó a otra cosa.
Cojo los tres últimos libros, siguiendo el método de fechado en clave que utilizaba mi madre, el cual escribía en letras cursivas blancas en el lomo de cada volumen nuevo. De uno de ellos cae una delgada agenda encuadernada con piel de topo. Rápidamente examino lo que ha escrito en ella en estas últimas semanas y descubro el nombre de «Velada», «Iglesia mariana», «Juez Rasper» y «Dentista», o bien las abreviaturas que los identifican: V, mariana, J. R. y Dentista, pero a menudo escritos en la misma página. No tengo tiempo para leerlo todo. Ya sé lo suficiente. «Velada» e «Iglesia mariana» me dicen que mi madre tropezó con el avispero que forma parte de mi plan. Pero este «Juez Rasper» es una información nueva. Y en cuanto a lo de «Dentista», no tengo ni idea de a qué se refiere.
«Ya averiguaré desde dentro el papel que desempeñan Rasper y este Dentista. No te desvíes del rumbo. Ejecuta el plan. Empezaremos hoy. Temprano. Control desde dentro».
Mi propio iPhone se encuentra dentro de una caja fuerte en mi habitación, situada en el ala derecha, en el otro extremo de la casa, al lado de la cocina. Cojo el teléfono inalámbrico de mi madre para marcar el número de móvil del agente del FBI jubilado que tengo trabajando en mi firma de consultoría, que casualmente es el mismo que me ayudó a salvarme hace dieciocho años. El agente especial Roger Liu. Mientras marco el número, leo una notita adhesiva pegada al ordenador de mi madre en la que se indican todas sus contraseñas.
—Liu —responde. Si estuviéramos en nuestra oficina central de Luisiana, habría respondido: «15/33, sociedad anónima».
—Escucha —le digo al tiempo que rompo en pedazos la notita de las contraseñas—. Mi madre descubrió o le contaron lo de Velada. Acaban de asesinarla de un tiro. En su agenda aparece «Iglesia mariana». Y también algo referente a un tal juez Rasper y a un dentista…
Me interrumpen unos golpes que se oyen en la escalera. La habitación en la que me encuentro se sacude con la vibración, porque esta es la parte antigua del edificio. Dejo el teléfono inalámbrico en la mesa escritorio y la agenda de mi madre sobre una mullida butaca giratoria y me preparo. Ahora, el iPhone de mi madre está en el bolsillo de atrás de mis vaqueros.
Cuando levanto la vista, veo que el imbécil del sótano está subiendo la escalera.
Giro la butaca de forma que el asiento donde está la agenda quede mirando hacia mí. El respaldo da hacia la puerta, donde ahora ha aparecido el imbécil del sótano, y me bloquea la salida. A mi espalda tengo una ventana cerrada, pero hay seis metros de altura y si salto desde ella corro peligro de lesionarme gravemente o de matarme. Las zapatillas que llevo no absorben los impactos, y en el exterior no hay ninguna cornisa en la que pueda apoyarme para bajar hasta el suelo. El imbécil del sótano mide medio metro más que yo.
Por el teléfono inalámbrico se oye la voz de Liu:
—Lisa, ¿qué ocurre? Lisa… Joder… Lisa…
—Las notas, ya —dice el imbécil del sótano entrando en el despacho. Pasa por debajo de la máquina de gimnasia que hay en la puerta y se dirige hacia la butaca. Camina con cautela, con los brazos levantados y en posición de combate. Deben de haberle advertido respecto de mí; trabaja para la misma gente que pretende llevarme cautiva de nuevo mañana para utilizarme en su enfermiza casa de los horrores como otra víctima más de la trata. Creo que ellos no saben que yo sé eso, ni que tengo una trampa para su trampa.
Observo su manera de moverse. Su pie dominante es el izquierdo y se encuentra a cuatro pasos de la butaca.
De repente giro la butaca y la agenda queda frente a él.
—Ahí las tiene —le digo.
Se sorprende y hace una pausa.
—Adelante, cójalas.
Cuando se inclina, vuelvo a girar la butaca hacia mí, agarro la agenda y me la guardo en el bolsillo frontal de los vaqueros. Acto seguido, me subo de un salto a la butaca y luego a sus hombros, a horcajadas, con mi pelvis delante de su cara. Mientras lo asfixio con los muslos, me inclino por encima de su cabeza aprovechando el impulso del salto y consigo que doble el torso hacia atrás, lo cual rompe su postura. Es simple física. Cuando cae de espaldas al suelo, alargo la mano y me agarro de la máquina de gimnasia. Me quedo colgando con él debajo, medio cuerpo en el rellano de la escalera y el otro medio dentro del despacho de mi madre. Apunto a su cara con los pies y me suelto. Los cincuenta y tres kilos que peso le caen de lleno en la nariz, en los ojos y en la boca. Luego salgo disparada en dirección a la escalera.
Pero lo he subestimado. He creído que, al igual que hizo la mujer de la faldita rosa, centraría la atención en lo mucho que le dolía la cara, he pensado que eso lo distraería. Pero ni siquiera ha hecho un gesto de dolor, ni tampoco ha levantado una mano para tocarse la nariz rota ni el labio partido. Absorbe las heridas ignorándolas, se dobla sobre sí mismo y se pone de pie. El rechinar de sus botas negras y el crujido del suelo de madera del despacho levantan eco en las paredes azules de la escalera. Antes de que yo pueda escapar, saca su pistola y me golpea con ella en la sien. Ahora soy yo la que está en el suelo, de nuevo oyendo zumbidos y hormigueos en mi cerebro y viendo las estrellas. Una visión distorsionada y ondulante me dice que ha levantado un pie con la intención de estampármelo en el mismo punto dolorido en el que me ha golpeado con la pistola. Y mientras, llevada por el instinto, me toco el lugar del dolor y me enrosco sobre él como si eso fuera a reducirlo. Me viene a la memoria la principal enseñanza de Sarge: «Tu dolor es el principal recurso de tu adversario. No des recursos a tu adversario». Era la tercera vez que Sarge me rompía la nariz cuando dejé de encogerme sobre mí misma. Así que esta vez no me encojo sobre mí misma, ni tampoco me consuelo, sino que ruedo por el suelo.
A estas alturas, las sirenas ya llenan la escalera y el mundo exterior. Allá abajo se oyen gritos y carreras. He rodado sobre mí misma hasta lo alto de la escalera, y en ese momento el imbécil arremete contra mí con el arma levantada, como si fuera a golpearme otra vez.
—¡Quieto! —Oigo que exclama alguien al pie de la escalera—. ¡Tire el arma!
Sé que si me muevo este policía no va a saber qué demonios está pasando, así que me quedo quieta también.
«Nos hemos salido del plan por el momento».
Siento que crece la furia en mi interior e intento contenerla. «Apechuga con esta desviación».
«No fracases como fracasaste con Dorothy. No».