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Lisa Yyland: de vuelta al laboratorio

Nana dice que cuando el mundo te dé plátanos «lo mejor es que hagas una tarta de plátano». Así que, armada con los datos verificados, los datos nuevos y las heridas físicas, todo ello traído de Shangai, y después de que me arrancasen el cuero cabelludo y en Londres me amputasen varios dedos de los pies, regresé a mi laboratorio de Indiana a reestructurar el plan.

En aquel momento, y esto fue hace cinco años, volví a entrar por la puerta roja de la cocina del edificio que era a la vez mi hogar y mi lugar de trabajo andando con muletas. Cuando compré el edificio, la cocina aún estaba tal como fue diseñada originalmente: industrial, aburrida y destinada a ser utilizada por los alumnos y los profesores del internado de Appletree. Cuando la remodelé, conservé las dos isletas alargadas y de acero inoxidable que tenía en el centro, pero la rediseñé con colores vivos y puse electrodomésticos: una batidora de color verde manzana a juego con un frigorífico también verde manzana, varias perchas de color rojo para colgar abrigos, un aparador azul mar, una alfombra turquesa, todos los dibujos que había hecho Vanty en el colegio colocados en marcos de madera recuperados y pintados, que ahora cuelgan por todas las paredes, que son de un tono azul cielo.

Diversos estudios psicológicos sugieren que los colores promueven la secreción de endorfinas naturales, las endorfinas favorecen la creatividad; por consiguiente, yo decoro con colores.

Vanty, que tenía trece años, me estaba esperando junto a la mesa de comer de la cocina, pintada de color coral, sosteniendo en la mano una tarta casera en la que había escrito «Lo siento por tus dedos, mamá» con azúcar glas de color verde y hasta había hecho un dibujo animado de un pie rosa que tenía el ceño fruncido.

—Tú le has ayudado a hacer esto, ¿a que sí? —le dije a Nana, que todavía seguía de visita en casa para ayudarme y acompañar a Vanty a los diversos eventos que tenía programados: colegio, baloncesto y ocio con los amigos. Lenny aún estaba de gira con su libro, una gira que a mí se me antojaba ya demasiado larga, tratándose de un libro de poesía. Pero no estaba segura. En algún momento de nuestra relación, y eso que llevábamos juntos desde el instituto, yo había dejado de llevar la cuenta de sus idas y venidas con respecto a las mías. Nuestra boda iba a celebrarse ese año, así que reparé en que Nana había dejado unos cuantos folletos de novias en la encimera de la cocina, con papelitos adhesivos para señalarme cosas concretas a las que quería que yo echara un ojo.

—Oh, no, cariño, la tarta ha sido totalmente idea de Vanty —replicó Nana viniendo hacia mí para darme un abrazo. Abrió los brazos por fuera de las muletas y me estrechó con fuerza. Acto seguido me susurró al oído—: Ya estás en casa. Vanty está asustado y preocupado por ti. Es necesario que actives el sentimiento del amor y lo abraces.

Así que activé el amor hacia Vanty, y en cuanto lo hice, y en cuanto miré aquella tarta de nuevo y observé la expresión seria de Vanty, que luchaba por reprimir las lágrimas de niño que asomaban a sus ojos de adolescente, a punto estuve de caerme al suelo.

—No pasa nada, solo son dos dedos —le dije evitando el tema de los vendajes de mi nuca. Vanty se echó en mis brazos y yo me derrumbé sobre su hombro, el cual él apartó, porque ya tenía trece años, estaba muy entrado en la pubertad y era más alto que yo.

—Mamá —me dijo con la cara hundida en mi pelo. Noté que se le quebraba la voz—: ¿No podrías dejar de hacer esos viajes para tu empresa, en los que pasas tanto tiempo fuera? Un día vas a volver a casa sin dedos en los pies.

Sé que al decirme aquello estaba intentando disimular su miedo con humor, de modo que le mentí. Como siempre les miento a mis familiares para no sacarlos de su particular percepción de la felicidad y la seguridad.

—Vantaggio, esto no ha tenido nada que ver con mi firma de consultoría. No corro ningún peligro. Simplemente ha sido un accidente imprevisible. Me pasó un taxi por encima del pie.

—¿Y esos vendajes que llevas en la nuca?

—Obviamente, cuando a uno le pasa el taxi por encima del pie, se cae al suelo. Estoy bien.

Me separé para romper el abrazo, todavía apoyada en las muletas, y le acaricié la mejilla. Luego miré a Nana, situada detrás de Vanty, la cual me dio su aprobación haciendo un gesto afirmativo.

—Pues es una suerte que hayas hecho una tarta. Mañana va a venir el señor Cam, y ya sabes que le gustan mucho las tartas. Viene de su laboratorio fuera del campus. Va a fabricarme unos dedos nuevos para el pie.

—¡Genial! —exclamó Vanty—. Siempre me trae algo chulo de su laboratorio.

—Lo sé, cariño, lo sé.

Me gustaba que Nana me llamase «cariño» a mí cada vez que tenía activado el sentimiento del amor hacia ella, así que me sentí bien al decírselo a Vanty en un momento como ese, en que él lo estaba experimentando hacia mí. Y como yo estaba experimentando amor hacia él, sentí que el corazón se me henchía de sangre al mirar a mi pequeño, y fue doloroso, pero también gratificante —ambas sensaciones competían entre sí y hacían que me sintiera viva, como una persona de verdad—, notar dicha plenitud. Vanty nunca me ha decepcionado, nunca me ha asustado, nunca en realidad, o durante mucho tiempo, me ha hecho cuestionarlo a él o cuestionar su inteligencia, sus capacidades. Verlo cuando tengo activado hacia él el sentimiento del amor significa que veo la prueba física del objetivo de mi existencia. En presencia suya soy una duplicación, y ese es un sentimiento que me genera una sensación de satisfacción y plenitud, además del corazón henchido de sangre caliente. En momentos como ese, tengo el convencimiento de que mi invención del amor es igual a la suya y, por lo tanto, está validada objetivamente, y, en consecuencia, pasa a ser una sólida ley científica, tan cierta como la gravedad.

—Vamos a prepararnos para la visita del señor Cam. Pero antes, esta tarta —le dije al tiempo que le pasaba mis muletas, las cuales él apoyó en un rincón, al lado de nuestro frigorífico verde manzana, y me sentaba en una banqueta de color rojo. Nana puso el hervidor de agua en el fuego y sacó tres tazas para servir tres tés.

—Ah, Lisa, mañana también va a venir tu padre, por la tarde. Ha dicho que quería usar tu despacho para entrevistar a no sé qué nueva experta en física para su laboratorio de Manchester, que me parece que vive allí —comentó Nana. Mi padre aún no nos había dejado.

—¿Viene mi madre también? —pregunté.

—No, querida. Sigue de tribunales, naturalmente.

Lo de «naturalmente» lo dijo libre de inflexiones, no en el tono peyorativo que había detectado yo cuando un mes antes lo había dicho mi padre en el curso de una llamada telefónica.

Después de la tarta, fui a mi sala de entrenamiento con la pecera mientras Vanty se ponía con unos problemas de química que le había preparado yo, porque los que le preparaban en el colegio para los deberes de casa, dicho en pocas palabras, no eran lo que se dice un reto intelectual. El bosque de abedules con que había decorado las paredes estaba casi terminado; todavía tenía que perfeccionar el tono cerúleo del cielo y añadir algunos detalles sutiles, como mariquitas en las ramas y un cardenal en su nido.

Levanté la vista hacia la pared en la que colgaba la pecera de cristal, desde la que había estado practicando saltos. Con los años, había probado a cortar muchas variantes distintas de paneles de vidrio, todos los cuales estaban alineados contra las paredes de la sala. Vidrio del que se usa en los ascensores de cristal, que suele tener un grosor de entre dos y cinco centímetros. Vidrio para acuarios, que se fabrica en todos los grosores. Vidrio normal para ventanas, del que existen muchos tipos. Vidrio de los parabrisas de los coches, que en realidad es un cristal laminado con una fina capa intermedia de vinilo. Había hecho pruebas con toda clase de artilugios para romper y cortar dichos paneles, en la idea de que una vez que diese con una herramienta capaz de destruir o seccionar varios paneles de vidrio diferentes puestos en vertical —no apoyados en horizontal sobre una superficie uniforme (y eso resulta crucial a la hora de cortar el vidrio)— averiguaría la forma de entrar llevándola encima sin que se notara.

Pero el relato de los hechos que me había facilitado Melanie no validaba en absoluto que la pecera fuera de vidrio. En sus notas describía un «cristal» «borroso», «grueso», unido en los rincones con un pegamento que abultaba. Basándome en eso, refiné mi hipótesis de que la pecera en realidad se había construido con unos paneles de polimetilmetacrilato unidos en las juntas con cianoacrilato; dicho de otra forma, plexiglás grueso con un pegamento de epoxi como adhesivo para unirlo. Y como el plexiglás iba a ser todavía más difícil de cortar que el vidrio, y como es un material casi irrompible, y como tampoco podía asegurar al cien por cien que fuera plexiglás, me concentré en el único dato cierto que obtuve de Melanie: los bultos de pegamento en los rincones. Si dicho pegamento «abultaba» era porque seguramente había un hueco, lleno de pegamento, entre los paneles.

Necesitaba saber más de aquel pegamento y de aquel hueco.

Me senté a mi mesa de acero y me puse a investigar un poco acerca de los pegamentos de epoxi y los adhesivos de plexiglás. Pedí que me trajeran varios productos para hacer pruebas.

A continuación, pasé a investigar acerca de los dedos de mi pie.

Después de consultar varios artículos sobre biomecánica que hablaban de cómo había evolucionado la tecnología de las prótesis hasta la actualidad, fui hasta una parte del bosque de abedules que estaba sin terminar y pasé dos horas resaltando varias zonas de una nube en contraste con el azul del cielo y pensando. Según un artículo de la revista Investigación y Ciencia, que citaba a Andreas Nerlich, un patólogo de la universidad Ludwig Maximilians de Munich, la prótesis más antigua de la que se tiene constancia es la de una «mujer egipcia […] que llevó un dedo de madera en el pie aproximadamente en el año 1000 antes de Cristo». Por suerte para mí, la tecnología de las prótesis ha avanzado mucho en tres mil años, y además cuento con un aliado especializado en dicho tema, el señor Cam. El señor Cam es un erudito en biotecnología, y da la casualidad de que también es uno de los principales expertos del mundo en prótesis y dispositivos médicos. En cierta ocasión construyó cuatro patas robóticas para un perro heroico que había perdido todas las suyas saltando desde el puente de una autopista para sacar a un niño de un coche en llamas agarrándolo por el cuello de la camisa. Lo más eficiente sería delegar en él el diseño y la construcción de los dedos de mi pie.

No me quedaba más remedio que sacar el máximo provecho a los daños que había sufrido mi cuerpo. Estar preparada para la Pecera de las Langostas significaba que tenía que estar preparada estando desnuda.

A la mañana siguiente llegó el señor Cam cuando Nana, Vanty y yo estábamos desayunando sentados a la mesa de color coral ubicada en un rincón de nuestra cocina multicolor. En la pared colgaba una página enmarcada de la primera clase de escritura creativa de Vanty, en primer grado. Tenía que escribir una opinión y un hecho, de modo que escribió lo siguiente: «Los lunes no debería haber clase. No me alcanzo el codo con la lengua». Nada más llegar, el señor Cam le entregó a Vanty un prototipo de brazo robótico, un «objeto de más», una «versión más antigua» de algo en lo que estaba trabajando en el laboratorio que tenía en casa. Parecía tan real, que Nana lanzó un grito y se le cayó el tenedor con el trozo de tortita que tenía pinchado en él. Protestó diciendo que cómo se le ocurría al señor Cam entrar en aquella casa con un brazo humano auténtico. Tanto Vanty como yo meneamos la cabeza en un gesto negativo al mismo tiempo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vanty le sonreía a Nana, y yo sonreía al ver sonreír a Vanty, porque en aquel momento tenía activado el sentimiento de amor hacia él.

—Vaya dos —nos dijo Nana chasqueando la lengua al tiempo que se levantaba de la mesa para retirar los platos y prepararle al señor Cam un café y un trozo de la tarta del día anterior.

De repente sonó el teléfono. Era Lenny. Le dije que me encontraba bien. Él me dijo que aún tenía para otra semana más de viaje. Le pasé el teléfono a Vanty para que hablara con su padre y me fui a trabajar con el señor Cam.

Los dos estuvimos hasta la hora del almuerzo dibujando bocetos en mi despacho —no en mi sala de entrenamiento con la pecera— y hablando de lo que quería yo conseguir con las prótesis. Una vez terminado el debate, el señor Cam se puso a tomar como un millar de mediciones y fotografías e hizo cuatro moldes diferentes de mi pie. Cuando por fin se levantó para irse a su laboratorio de Massachusetts, me dijo que se pondría a trabajar en ello «de inmediato».

Al mismo tiempo que el señor Cam salía por la larguísima entrada para coches que teníamos en Indiana, dejando el bosquecillo de manzanos a un costado y unos grandes robles al otro, entraba mi padre. (Yo le había abierto la verja pulsando un botón). Contemplando cómo ambos coches se cruzaban a medio camino a través de las cámaras de seguridad colocadas fuera de la cocina, fue como si los dos hombres se hubieran entregado un relevo.

En el coche de mi padre iba una mujer de melena pelirroja que me recordó a la actriz Geena Davis. Mi padre se apeó y me dijo, gritando:

—¡Eh, muñeca, cuánto me alegro de que ya hayas vuelto de China! Espero que Nana te haya avisado de que iba a venir a hacerte una visita y a usar tu despacho para una entrevista. Te presento a la doctora…

Una ráfaga de viento ahogó su voz. Y no importó, porque aquella mujer no era sino otro experto en física para el laboratorio que tenía mi padre en New Hampshire, de los que iban y venían constantemente. Y de todas formas yo solo iba a relacionarla con Geena Davis. En unos diez minutos los dejé instalados para que pudieran llevar a cabo la entrevista, al tiempo que acordé con mi padre, Vanty y Nana que íbamos a cenar raviolis fritos y bucatini al horno.

Después de toda aquella actividad, regresé a mi sala de entrenamiento con la pecera, eché el pestillo a todas las cerraduras y saqué mi nanogenerador diseñado para generar energía mecánica. Me froté el gigantesco hematoma que me había dejado el capacitador, del tamaño de una uva, cuando se me clavó en el muslo en Shangai. Sentada nuevamente ante mi mesa de acero, cogí el nanogenerador en una mano y un prototipo de un capacitador más antiguo en la otra. Contemplé los dos, los sopesé, y volví a plantearme para qué los necesitaba: para suministrar energía a los discos de audio. Pero luego me dije que tanto los dispositivos de control remoto como las baterías pequeñas y potentes habían evolucionado mucho desde que yo empecé a probar, diseñar y ensayar para llevar a cabo mi plan. Volví a plantearme la necesidad de generar energía mecánica, allí sentada a mi mesa en el centro de aquella sala, viendo las dos peceras cada una en una pared, la una frente a la otra como si se retaran a duelo. Y me puse a pensar cómo podría hacer para que una persona situada en el exterior de cualquier edificio en el que yo estuviese retenida controlara el mando a distancia para suministrar energía a los discos.

Así que me puse a pensar cómo hacer para enviar una señal a la persona que estuviera manejando dicho mando a distancia; la señal de en qué momento exacto activar los discos.

Cómo cronometrarlo con precisión.

Y también me planteé otras distracciones.

Me acordé de las chimeneas que mencionaba Melanie en sus notas mientras me frotaba el vendaje de la calva que me había quedado en la nuca. Reflexioné sobre el detalle de que pudo escoger su «última comida». Reflexioné sobre el hecho de que en sus notas Melanie resaltaba lo importante que era el fuego en la historia de Eminencia, y, por consiguiente, también en aquella ceremonia de la pecera. Aquellas tres chimeneas no dejaban de arder en mi mente. Y luego lo junté todo: la necesidad de enviar una señal en el momento preciso, la calva que tenía en la nuca, el fuego y mi última comida.

Erguí la espalda y acerqué el portátil. Tecleé unas cuantas consultas y pasé una media hora leyendo. Después me bajé de la banqueta, fui hasta el teléfono fijo conectado a una línea segura y llamé al señor Cam a su teléfono móvil.

—¿Has subido ya al avión?

—No, justo ahora estoy entrando en el aeropuerto.

—Da la vuelta. Vuelve aquí. Voy a necesitar unas fibras gruesas de cabello sintético que pueda llevar sujetas a la base del cráneo como si fueran extensiones. Y han de ser largas. Y lo bastante gruesas como para llevar dentro una sustancia en forma de polvo.

—Entendido. Voy para allá para tomarte medidas —me respondió.

Contemplé los finos nanogeneradores y los prototipos de los diversos capacitadores, todo descansando sobre la mesa de acero. Durante unos segundos fruncí el ceño pensando que había malgastado recursos y había trabajado de forma poco eficiente diseñando y probando todos aquellos artilugios. Contemplé la segunda pecera, la que no utilizaba para practicar.

Recorrí la sala entera con la mirada, el mural con el que había decorado las paredes semejando un bosque, el vibrante azul del cielo. Aún había que trabajar más algunas partes, el blanco del tronco de los abedules con franjas atigradas negras, el amarillo y el verde del follaje, el musgo del suelo. Todavía tenía que pintar un cardenal en un nido y varias mariquitas en las hojas, junto con otros detalles. Paseé la mirada alrededor, y miré los nanogeneradores, los capacitadores, la pecera de ensayo, la otra pecera…

Y de pronto lo comprendí.

Me vino la idea de cómo dar un nuevo uso a mis nanogeneradores. Y he de admitir que activé el sentimiento de la furia homicida y sonreí con maldad al imaginar el alivio que iba a experimentar cuando los utilizara, pensando también en todo lo que había hecho Eminencia a Melanie y a otras chicas a lo largo de los años. Diseñé un propósito totalmente nuevo para mi energía mecánica.

«Vas a sufrir, hijo de puta.

»Yo soy tu demonio».


Y aquí estoy ahora, en Massachusetts, cinco años después de la peripecia que viví en Shangai. Llevo varias horas metida en la cabina trasera de un camión. La chica que va conmigo chilla constantemente, pero en un momento dado dejo de oírla. En algún punto del trayecto han detenido este camión, la han sacado a rastras, según me ha parecido oír, y han reanudado la marcha.

Estoy deshidratada, y cuando abren el portón de la cabina me ciega la claridad, acostumbrada como estaba a la oscuridad de este ataúd rojo. Aparece un brazo que me suelta la argolla en forma de U que llevo al cuello y me saca como si fuera una alfombra enrollada. Me deja en el suelo. Necesito parpadear durante unos segundos, pero cuando por fin se me aclimata la vista veo que estamos en un granero cerrado. Acto seguido, los dos individuos que me metieron en uno de los ataúdes rojos me llevan a rastras hasta un agujero que hay en el suelo de cemento y me dejan al borde de él. En estos momentos estoy demasiado agotada físicamente para oponer resistencia, y además, en esta fase es mejor que no me resista, que ahorre energía y adquiera información. Por suerte, no me han vendado los ojos.

—Átale las manos —dice Eva—. Y regístrala.

Uno de ellos se va a buscar una cuerda mientras el otro coge una varilla de aspecto sofisticado, ligeramente más grande que un bolígrafo, y me la pasa por todo el cuerpo. Al llegar al dedo del pie emite un pitido.

—Descálzate —me ordena Eva.

—Es el aro que llevo en el dedo. Sirve para sujetar la prótesis. Es un imán.

—¿Un qué? —repite—. Dámelo.

No puede quitarme el dedo del pie.

Le entrego el imán y hago como que me quito el dedo postizo para entregárselo.

—Es solo una prótesis. Necesito el aro.

—Qué asco.

—Idiotas, atadla —ordena Eva al tiempo que me devuelve el aro arrojándolo al suelo.