20

Lisa Yyland

No es la primera vez que paso por esto. Lo de despertarme después de haber estado inconsciente. La primera vez fue cuando tenía dieciséis años. El monstruo de mi carcelero me llevó hasta una cantera y me mostró a una de sus víctimas, una adolescente que tenía todo el cuerpo hinchado y un tajo en el útero, ahogada y maniatada dentro del agua, como si fuera un trofeo macabro, o una advertencia, u obedeciera a un motivo demencial. En aquel momento me desmayé y al caer me golpeé, ya inconsciente, contra las piedras de granito del bosque de Indiana que ahora es propiedad mía. En aquella ocasión, cuando recuperé el conocimiento, el mundo de los vivos me asaltó con oleadas en un primer lugar de tonalidades blancas y grises titubeantes y después con colores cambiantes y sonidos inconexos. Más tarde, irrumpieron los colores y los sonidos con una avalancha de energía, y de repente frenaron en seco y me devolvieron durante unos instantes al negro para que fuera recuperándome. Después siguió otra avalancha que duró un poco más que la anterior, y otra vuelta al negro, y así sucesivamente hasta que acepté despertarme. Ahora, dieciocho años más tarde, experimento el mismo ciclo de oleadas de tonos blancos y grises titubeantes, de colores cambiantes y rápidos, pero esta vez el sonido adopta la forma de una canción. Esta vez, lo que vibra en el interior de mi cabeza son unos golpes metálicos.

Siento el frío del cuero en la mejilla y una corriente de aire caliente que procede de lo alto, como si saliera de un conducto de ventilación. Si muevo la mejilla, se me pega un poco al cuero, que es blando, y también siento el cuerpo blando contra la superficie sobre la que estoy tumbada. Abro un poco el ojo de arriba. Una mancha borrosa de imágenes invade mi cerebro, marrones con azules, la figura de un hombre que está cantando y que lleva puestos unos auriculares del tamaño de una hamburguesa. Vuelvo a cerrar el ojo. Ahora le oigo cantar con más nitidez, y el ritmo es el de una música moderna, como el rap que utilizo yo para hacer gimnasia.

Abro de nuevo el ojo de arriba, y también el de abajo, y ahora los marrones que he visto antes no están intercalados y entrelazados con azules, ahora esos marrones son unos paneles que forran las paredes, y el azul es la camisa de tela vaquera que lleva ese tipo, desabotonada hasta el esternón. Está sentado en una silla, con los auriculares puestos, rapeando para sí mismo. Frente a sí tiene una mesa de mezclas de color negro llena de mandos, palancas y botones, y detrás de ella hay un ventanal de cristal por el que, conforme voy incorporándome y volviendo a la vida igual que una margarita cuando sale el sol, veo un micrófono de pie y unas paredes forradas de envases de cartón para huevos. Es una sala de grabación.

Yo me encuentro fuera de esa sala, pero dentro de un estudio de grabación, y no me han atado. Estoy libre, sentada, y al frotarme la parte de atrás de la cabeza noto un bulto grande, del tamaño de un huevo de gallina. Me palpo las extensiones de pelo que llevo en la nuca, examino la cantidad y la tensión de todas ellas y las encuentro intactas. Dejo escapar un suspiro.

Apoyo una mano en el cojín del sofá de cuero negro. Estoy en un sótano, puesto que no hay ventanas y que el suelo de hormigón está frío, al menos en las zonas que toco con los dedos auténticos de los pies. Al inspeccionar los del pie derecho advierto que los aros magnéticos que rodean las prótesis siguen en su sitio, y los dedos falsos también. Lanzo otro suspiro. Alguien me ha quitado las zapatillas deportivas, o bien se han quedado en el lugar donde he estado la última vez… ¿Era un granero? Sí, era un granero. ¿Estaré ahora en el sótano de ese granero, el que había debajo del agujero en el suelo?

Alguien me ha depositado aquí, me ha colocado en una postura cómoda y hasta me ha tapado con una fina manta que ahora, al moverme, ha resbalado hasta el suelo.

Otras zonas del suelo del sótano, más allá del sofá, están cubiertas con diversas alfombras informes de color rojo, azul, negro y morado, hechas a mano, de las que se compran en Ikea o se ven enrolladas y dentro de una cesta de mimbre en un bazar de Bangladés. Esta sala subterránea, de frío suelo de cemento y con alfombras extranjeras, debe de ser el estudio de grabación de este rapero con auriculares y camisa azul, que debe de ser músico. Pero ¿qué es esto? ¿Dónde estoy? Antes tenía las manos atadas; en cambio, ahora no.

Las paredes son masculinas, lo sé por los paneles que imitan la madera. Eso, de entrada. Y también por el cartel en el que se ve a la rapera Lil’ Kim en cuclillas y abierta de piernas, pegado en la pared con cinta adhesiva por encima de un armario archivador de color verde botella. La música de Lil’ Kim forma parte de la lista de canciones que utilizo yo para hacer gimnasia. Toda la sala está llena de carteles de Missy Elliot, Eminem, M. C. Capone y Mackelmore vestido con un abrigo de piel; estos no están pegados con cinta, sino clavados con chinchetas. Repaso la lista mentalmente y voy viendo que todos coinciden con los artistas que tengo yo en mi lista de canciones. Y, al aguzar el oído para averiguar qué está cantando el rapero, descubro que a mí también me gusta ese tema. Me duele la cabeza, no sé quién es este tipo ni dónde estoy, y aun así experimento una contradictoria oleada de calma y familiaridad, como si antes mi mente estuviera inflamada de un rojo incandescente y hecha un nudo y ahora estuviera relajada y azul, que es lo que registra mi subconsciente cuando estoy en casa con Vanty, leyendo o jugando al tiro al plato. A lo mejor es que no estoy despierta del todo. Hago un esfuerzo para enfocar la vista en el rapero y aclararme las ideas.

El rapero acaba de reparar en mí, y empieza a quitarse los auriculares. Percibo un efluvio de marihuana flotando en el aire. Encima del soporte trasero de la mesa de mezclas hay una caja del juego Scrabble apoyada en vertical contra el cristal de la cabina de grabación forrada de hueveras, junto con una cita enmarcada que dice lo siguiente: «Nosotros forjamos las cadenas que llevamos en la vida. Charles Dickens». Al lado de la cita de Dickens hay una pipa de vidrio para fumar marihuana y un gorro de lana negro.

«Cuando estaba en el suelo del granero, ¿no es cierto que vi a un hombre espiando por una grieta? Sí, sí. Ya me acuerdo».

Debajo del soporte trasero, y amenazando con volcarse encima de las palancas y los botones de la mesa de mezclas, veo toda una variedad de trastos y cachivaches, entre ellos un muñequito de los Red Sox, un paquete de caramelos con sabor a naranja y una bolsa de caramelos masticables de colores. Estos últimos, me entran ganas de metérmelos en la boca a modo de medicina multicolor, porque me siento un poco mareada y necesito subir mi índice glucémico. También veo una revista muy manoseada, que es un sándwich abierto lleno de cosas escritas con tinta negra. A continuación enfoco los dedos del rapero y advierto en ellos manchas de tinta negra. Es como mi marido, Lenny, el poeta. Los dos tienen los dedos manchados de tanto escribir. Lenny, el poeta; Camisa Azul, el músico.

«No te desvíes del plan».

Siento debilidad por los que escriben letras de canciones, por los escritores, por los maestros del pensamiento lingüístico, porque yo no poseo dicho arte de magia. En este preciso momento reconozco que siento una especial debilidad por los músicos de camisas azules apenas abotonadas, esos que al parecer me desatan las manos y me depositan con delicadeza en un sofá mullido. Se me hace rara esta sensación de euforia que estoy experimentando al recuperar el conocimiento y que no he activado de manera consciente. Es posible que él haya tenido parte en esto, pero me da igual. Mi euforia debe de ser un efecto del chute de adrenalina y de las endorfinas que han entrado en acción al detectar signos de supervivencia. O puede que sea un efecto de la marihuana. O puede que simplemente se deba a que me gusta esa música y a que él me está mirando sonriente, con un hoyuelo en la mejilla. Puede que se deba a todo junto. De modo que lo desactivo todo.

«No permitas que te domine el síndrome de Estocolmo».

—¿Quién es usted y dónde estoy? —le pregunto.

No me atrevo a levantarme del sofá, porque en cuanto he hablado, mis ojos se han peleado con mi mente y lo han vuelto todo borroso. Hago un esfuerzo para ordenarles que se mantengan firmes.

—Oh, claro, vean aquí a la joven rabiosa que intentaba asesinar a unos capullos teniendo las manos atadas —dice en tono travieso y malicioso, sonriéndome desde su silla al tiempo que deposita los auriculares sobre la mesa de mezclas—. Tica, tica, tica, tica, Gato —dice a continuación haciendo un gesto con el dedo hacia un rincón del estudio—. Tica, tica, tica, tica, Gato, Gato, Gato —repite cada vez más deprisa, como si fuera un subastador.

Del rincón al que está apuntando con el dedo surge una mancha borrosa de pelo que da un brinco y se le sube a las rodillas. Se pone a acariciarle la barbilla al minino. Me vienen a la memoria unos ojos amarillos que me miraban fijamente y algo que me lamía la nariz.

—¿Dónde estoy?

—En un lugar seguro.

—¡Dónde!

—Esos capullos te dieron un golpe en la cabeza, te dejaron tirada en el suelo y se marcharon. Yo te saqué fuera antes de que volviesen. Fin. ¿Entiendes? Estás a salvo.

—Ya estaba a salvo allí. Lo tenía todo controlado.

—Y una mierda —replica el rapero elevando una ceja y la comisura del labio. Acto seguido se levanta, va hasta un frigorífico que hay en el rincón, junto al sofá, saca una bolsa de hielo del congelador y me la pasa—. Ten, a ver si esto te enfría el cerebro.

Cojo la bolsa de hielo y me la aprieto contra el chichón que sobresale de mi cráneo.

—Llevo varios meses detrás de esos cabrones de esa casa grande de piedra, y he visto entrar y salir ese camión de color rojo. Ya no aguantaba más.

—Lo has estropeado todo. Tengo que volver a entrar.

Me mira entornando los ojos y sonriendo con sorna, y vuelve a sentarse en su silla.

—A ver, Niña Terrible, vamos a saltarnos esa parte. Así es como te llamaron en los periódicos, ¿no? Lo sé todo de ti. He visto tu nombre tatuado por encima de la nalga, porque se te levantó la blusa, y también conozco tu grupo sanguíneo y tus redes sociales. Inteligente. Técnicas de supervivencia. Sí. Te he buscado en Google. Lo sé todo de ti, Lisa Yyland. La erudita, dicen, que quizá tiene… ¿cómo dicen? ¿Tendencias psicópatas? De modo que al principio pensé que tal vez fueras una de las chicas más pobres que una rata que suelen secuestrar. Sin embargo, tú no eres una de ellas, tú estás tramando algo. Y yo puedo ayudarte. Podemos atraparlos los dos juntos.

«¿Los dos? ¿Habrá visto todo lo demás que llevo impreso en la espalda? Seguramente no. Me lo habría comentado. Parece ser que le gusta hablar».

Aún está hablando.

—Tú eres la que se cargó al capullo que te secuestró cuando eras una adolescente. Hace dieciocho años. A mi gato le gusta eso. Y hace bien.

Desvía la mirada de mí y se frota la nariz contra el hocico del gato para convencerlo de que yo debo caerle bien. Pues claro que el gato me respeta por haber matado a un puto monstruo; los gatos son asesinos despiadados.

—Yo los vigilo, ¿sabes? Vi a esa bruja que te llamó puta, me subí a un árbol y vi cómo se llevaba a una chica a rastras hasta una habitación de esa jodida mansión de piedra y la obligaba a atender a un tío. Sí, ya sé. Digamos simplemente que tengo intereses creados. —Al decir esto último baja la voz y agita las aletas de la nariz. Adopta un tono rabioso—: Quiero acabar con ellos. Así que saltémonos esa parte. Tú y yo debemos trabajar en equipo.

—Ya tengo un equipo. No.

Chasquea la lengua y vuelve a sonreír.

—La cosa es… que no te lo estoy pidiendo. Te lo estoy comunicando. Tú y yo vamos a trabajar en equipo. Así que no perdamos más tiempo en decidir si nos juntamos o no. Vamos a trabajar juntos, Niña Terrible.

—¿Cuánto tiempo llevo fuera?

—Dos horas.

«Aún puedo recuperar el plan».

Pruebo a ponerme de pie, pero me tiembla todo, así que me siento otra vez, calibrando mi mente y mi respiración. Vuelvo a recorrer el estudio con la vista, la sala de grabación forrada de hueveras de cartón, la mesa de mezclas, los carteles de raperos, el armario archivador. Ahora que estoy sentada en el borde del sofá e inclinada hacia delante, reparo en un objeto de color negro escondido detrás del armario. Vuelvo a mirarlo a él; está muy atento a ver dónde poso la mirada. Vuelvo a mirar el objeto negro, y nuevamente a él. Tiene la boca cerrada y respira haciendo breves inhalaciones por la nariz. Vuelvo otra vez al objeto negro y paseo la mirada por el mango, el compartimento de la batería, la broca. Vuelvo al rapero y lo miro fijamente.

—¿Así que tienes intereses creados? —le pregunto.

—Desde luego —me responde él con expresión seria.

—¿Ese taladro inalámbrico de ahí forma parte de tus intereses creados?

—¿Qué taladro inalámbrico? —pregunta sin sonreír, sosteniéndome la mirada.

Yo le miro exactamente con la misma expresión.

Al fin sonríe y hace un gesto afirmativo con la cabeza. No necesito que lo admita de forma literal, ese gesto me basta; sin embargo, él continúa hablando:

—A ver, Lisa Yyland, si yo tuviera un taladro inalámbrico, que no poseo, tengo entendido que sirven para muchas cosas. ¿Eso supone un problema para ti?

—¿Tienes coche?

—¿Tú qué crees? Tengo una preciosa camioneta que se llama Cassie y que tiene la cabina cerrada.

—¿Vives aquí solo?

Al instante se le borra la sonrisa y omite contestarme. Aguardo. Baja la vista al suelo y susurra:

—Sí, vivo aquí solo.

—Vamos a por tu camioneta. Tenemos que terminar una cosa y después volver aquí, y yo tengo que entrar de nuevo en esa casa de piedra.

—¿No quieres saber cómo me llamo?

«Mentalmente puedo llamarte Camisa Azul».

Mantengo la vista al frente. Estoy reprimiendo todos los sentimientos excepto el odio hacia Eva, hacia Eminencia y hacia todos esos hijos de puta. No puedo permitir que ningún sentimiento, como se lo permití a la Furia Homicida, vuelva a desviarme de mi plan. Me he reiniciado. He renovado mi ímpetu. Al recobrar la lucidez mental, caigo en la cuenta de que el asesinato de mi madre ha sido una bomba nuclear. Hasta este momento, lo único que he hecho ha sido avanzar dando manotazos sin sentido en medio de una gran nube de polvo nuclear. Este respiro debido a la intervención de Camisa Azul ha supuesto, ahora me doy cuenta, un reajuste bien recibido, el asentamiento de la nube de polvo. Ahora lo veo todo de verdad nítido, ahora vuelvo a ver que el plan es factible. Me quedaré en este plano. «El dolor es el elemento más destructivo de todos los que nos distraen. Nos exige gastar un tiempo poco eficiente en redefinir nuestro nuevo mundo. He aquí la estéril definición de lo que es mi nuevo mundo: que mi madre ha sido asesinada y yo no puedo abandonar el plan».

Yo sigo con la mirada fija, él sigue hablando.

—Ah, mierda. Tendencias psicópatas. De acuerdo. Vale. Aunque no me lo preguntes, soy el señor Josi Olive, a tu servicio. Y este es Gato.

A modo de acuse de recibo, parpadeo mirando al minino.

—Vámonos ya —digo—. ¿Dónde está tu teléfono?

—No tengo.

—Dame tu teléfono.

—No tengo. No quiero que nadie me llame e interrumpa mi concentración. Además, hace un mes se me cayó el móvil en la bañera y no he ido a la tienda a comprarme otro. No hablo con nadie. No tengo teléfono.

«Mi mayor enemigo en la vida es todo este desorden tan ineficiente».

—Sin embargo, tengo un Mac. ¿Quieres enviar un correo a alguien?

—No se fiará de un correo. Necesita oír mi voz.

—¿Por Skype, entonces?

—De ninguna manera aceptará un chat por vídeo. Es demasiado riesgo.

—¿Quién es esa persona?

«Es Liu».

—Tenemos que ir a Manchester, New Hampshire —respondo.

—Lo que sea. Lo que requiera el plan. Vamos, levántate. Ya que tienes tanta prisa por ir a ese sitio, iremos. Somos un equipo y vamos a ir a Manchester. De todas formas, tenía que pasarme a cobrar un cheque de un club para el que estuve trabajando el mes pasado.

«No vamos a ir a ningún estúpido club. Tú no formas parte de este plan. Vamos a recoger mis discos y regresar a Viebury».

Josi se levanta de su silla, y con el movimiento se le desplaza la camisa azul sin abotonar, de modo que deja al descubierto otro poco más de su zona pectoral. También se le sube un poco la manga izquierda, y me fijo en que lleva un tatuaje azul marino de estilo pastoril que le rodea todo el antebrazo. A mí no me gustan los tatuajes de escenas pastoriles, concretamente los de los platos de porcelana, pero como el de Josi parece representar a varias mujeres guerreras armadas con lanzas, y como resulta potente y tiene como fondo el tono oliváceo de su piel, lo dejaré pasar. Josi me ofrece su brazo tatuado para agarrarme de la mano y guiarme, y yo me pregunto si no debería estar pensando más bien en mi marido Lenny.

Me pongo de pie y reprimo los biorritmos reproductivos que están enviando sangre a mis senos y a mis partes bajas. Cojo la bolsa de caramelos que hay encima de la mesa de mezclas y me echo un buen puñado en la boca para hacer que remonte mi nivel de glucosa. Josi levanta la cabeza y hace un leve gesto afirmativo para indicar que da su aprobación. Ambos nos sostenemos la mirada por espacio de unos instantes. Yo no pestañeo, él tampoco. Sus ojos son dos brillantes zafiros, y en las pupilas se reflejan dos cuadraditos blancos. Me pregunto si él advertirá las cataratas en forma de árbol de Navidad que aparecen en los míos y que refractan la luz en todas direcciones. Pero esto ya empieza a prolongarse demasiado, así que rompo el silencio:

—Vamos —le digo.

Él se vuelve y se dirige hacia una gruesa puerta que aísla de todos los ruidos.

—¿Dónde están mis deportivas? —pregunto cuando la puerta ya está abierta y Josi ha salido al rellano de la escalera.

Me mira los pies y pone cara de perplejidad.

—Hum —contesta.

—¿Dónde están?

—Debieron de caerse en el bosque mientras te llevaba en brazos. Hum. —Se muerde el labio inferior y menea la cabeza en un gesto de negación sin apartar la vista de mis pies, al tiempo que murmura—: Los pies, los pies…

No tengo ni idea de lo que está indicando, y tampoco encuentro en mi memoria ninguna lección de Nana que venga al caso. Me parece que su expresión es de tristeza o quizá de nostalgia por los pies, me parece que es así como lo llama Nana.

—¿Tienes unas zapatillas que puedas dejarme? Calzo un treinta y ocho. —Espero que alguna mujer con la que se haya acostado o se esté acostando en la actualidad se haya dejado aquí unos zapatos.

—Lo cierto es que tengo unas deportivas de mujer de ese número o de un número parecido, arriba —responde con la cabeza baja y en tono apagado. Permanece en la escalera sin moverse, meneando la cabeza en un gesto negativo.

«Por el amor de Dios, date prisa y tráeme ya esas putas zapatillas».

Por fin Josi cobra vida y los dos subimos por una escalera enmoquetada y entramos en lo que parece un salón de forma rectangular. A mi derecha hay una cocina larga y estrecha con un fregadero lleno de platos. A mi izquierda, que es adonde nos dirigimos, hay un sofá anaranjado, el más largo que he visto en toda mi vida; posiblemente ha sido adquirido en un mercadillo de segunda mano. El televisor está situado enfrente del sofá, dentro de un armario inmaculado tipo Ikea, de una madera salpicada de nudos que parecen una colonia de aréolas. La alfombra es una imitación de las orientales, en tonos rojos y azul marino y con una mancha de color parduzco en una esquina, imagino que de vino tinto. Encima del armario de las aréolas hay una serie de fotografías enmarcadas en las que se ve una pareja, y aunque no me da por inspeccionar esas fotos, porque esas personas no tienen nada que ver conmigo, observo que los marcos de madera y de metal, así como los cristales que las protegen, son las únicas cosas que aparecen limpias de polvo y de grasa. Trazo la hipótesis de que Josi echa de menos a alguien, dado el tono de voz con el que habla y esas pausas incomprensibles acerca de los zapatos, y lo limpios que están los marcos de estas fotos. «Da igual. Tú sigue a lo tuyo. Ve al laboratorio. Coge los discos».

Josi me entrega unas zapatillas Nike y un par de calcetines cortos y gruesos de color blanco.

—Se las compré a mi mujer —me dice—. Ahora ya no está, falleció. Pero no llegó a usarlas, decía que le hacían daño. —Me agacho para ponérmelas—. Hum… —repite, todavía sacudiéndose algún pensamiento que tiene en la cabeza.

Cuando cruzamos el cuarto de estar, veo que hay una pequeña mesa de jugar a las cartas debajo de una ventana, a la izquierda del sofá anaranjado. Encima de ella hay un tablero de Scrabble con varias letras colocadas formando palabras horizontales y verticales; entre unas y otras, parecen trazar el complejo dibujo de las tuberías de una fábrica de productos químicos. Da la impresión de que esa partida se ha dejado interrumpida, congelada en el tiempo, porque también aquí, en esas tuberías formadas por palabras, se aprecia una fina capa de polvo.

Al leer una de las palabras, una en sentido vertical, me quedo sin respiración.

Me giro rápidamente y voy hacia el armario del televisor y las fotos enmarcadas.

Ahí está ella, abrazando a Josi.

Me giro otra vez y vuelvo al tablero de Scrabble.

Josi está junto a mí, entornando los ojos.

—¿Quién formó la palabra «Velada»? —le pregunto señalando el tablero.

—Carla, mi esposa fallecida —contesta—. Dijo que «velada» era una palabra del español.

—¿Cuándo falleció?

Josi da un paso atrás. Y después otro. No quiere responder.

—¿Cuándo falleció? —repito más fuerte.

—La asesinaron hace unos meses, varios. La mataron ellos —repite señalando la ventana en dirección a la mansión de piedra.

«Velada es la mujer de Josi. Él cree que murió hace meses… Otra doblez más que añadir a esa mujer. Yo la vi hace un mes, cuando levanté una de sus otras dobleces».