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Exagente especial Roger Liu

La segunda vez que Lisa se reunió con Velada, nos enteramos de lo del horrendo ciclo de quemar a una chica en la Pecera de las Langostas cada veinte años. Según Biblestudy.org, el número veinte puede representar un «período de espera completo o perfecto». Los numerólogos y los especialistas en símbolos del FBI y de la agencia de Lola coincidieron en que, en lo que se refiere al tiempo, los incrementos de veinte en veinte simbolizan episodios de conclusión que requieren paciencia. Dicho de otro modo, en determinadas sectas maquiavélicas, esperar veinte días, semanas, años o lo que sea que valore esa secta, puede representar un simbólico rito de paso, el hecho de superar una prueba de resistencia o de paciencia. De alcanzar la iluminación. Aquí, Eminencia, el Gran Maestre del Círculo Central, tenía una superstición en torno al número veinte y daba mucho valor al hecho de esperar veinte años para la ceremonia del rito de paso que suponía la Pecera de las Langostas, de manera que resultaba obvio que nos estábamos enfrentando a un puto chiflado.

Pero ¿quién era Eminencia, y dónde estaba? Nos embarcamos en averiguar aquello investigando el número veinte. Si lográramos encontrarlo primero a él, podríamos acabar con aquel espeluznante espectáculo, destruir todo aquel negocio antes de que secuestrasen a Lisa. Aquella era mi meta.

Durante bastante tiempo estuvimos examinando una base de datos de símbolos pertenecientes a diversas sectas y bandas que habían compilado los federales, pero tan solo conseguimos llegar a frustrantes callejones sin salida. Estudiamos numerosas posibilidades, algunas de ellas basadas en teorías cogidas por los pelos, y no encontramos nada. Pero un día, un especialista en símbolos de la agencia de Lola le escribió un correo y le dijo: «No tengo ni idea de dónde han hecho esta foto, pero ha sido enviada a la oficina por una persona anónima, sacada de metadatos, sin anotaciones ni nada».

En la foto se veía la pared de ladrillo de un callejón. En dicha pared, dibujado con pintura blanca ya medio desvaída, aparecían restos de un círculo casi borrado por la lluvia y la intemperie dentro del cual había un dragón cuya garra formaba el símbolo ニ y cuya cola enroscada formaba una ナ, que juntos eran ニナ o el número veinte en mandarín. En aquel momento me di una bofetada a mí mismo y meneé la cabeza en un gesto de negación, avergonzado de no haber visto algo que resultaba tan obvio. En ningún momento habíamos buscado el número veinte en un idioma extranjero. Velada le había dicho a Lisa «veinte», y el tipo del vídeo de la Langosta Quemada hablaba inglés. Pero eso no era excusa.

Lola intentó consolarme:

—Hasta el cirujano jefe de un importante hospital sureño comete de vez en cuando errores propios de un novato y amputa el brazo que no es, por ejemplo.

La analogía de Lola me pareció extrañamente específica, totalmente aleatoria, terriblemente horripilante y solo ligeramente tranquilizadora.

—¿Qué cirujano sureño? —le pregunté.

—Da igual, jefe. No importa —me contestó, y me percaté de que, toda ruborizada de pronto, se marchaba a toda prisa para poner fin a la conversación. «Será algo personal, seguro». Durante una fracción de segundo me vino a la mente la imagen de Lola vestida con aquel albornoz blanco en el Four Seasons.

El agente que envió la foto había marcado con rotulador rojo los símbolos ニナ y había escrito «20», lo cual me hizo rememorar aquella imagen. Era algo que había visto en el pasado. En cuanto vi la foto, entró en acción mi hipertimesia, hasta el punto de que tuve que sentarme para recuperar el aliento. Recordé con todo detalle el camino exacto que conducía a un callejón de paredes de ladrillo. En el barrio chino de Boston.

Varias investigaciones llevadas a cabo a lo largo de los años me han llevado a diversas ciudades de Estados Unidos, una de ellas Boston. Dada mi enfermedad de la memoria, o más bien la ventaja que me proporciona, dependiendo del momento en que entre en acción y se apodere de mí, camino por las calles de una ciudad. Vago sin rumbo, sin una meta, durante varias horas, mirando a mi alrededor y almacenando imágenes de todo lo que voy viendo. En ocasiones, como ocurrió con el dragón que formaba el ideograma ニナ, esos paseos pueden cambiar en el futuro, y dejar de ser caminatas sin rumbo del pasado para convertirse en un valioso trabajo detectivesco en el presente. Como si yo mismo fuese mi propio buscador de imágenes de Google. En ocasiones. Como es natural, el año en que vi por primera vez aquella pintada en el callejón no me evocó absolutamente nada.

Cuando la agencia de Lola envió la fotografía, y después de recuperarme del ataque de hipertimesia, acorralé a Lola y ambos nos fuimos a Boston. Esto sucedió hace ocho años.

Tras localizar el callejón sin dar una sola vuelta, entramos, pasamos por delante de un karaoke que había a mano derecha y un bar de sushi abierto toda la noche que había a mano izquierda. Aunque ya semiborrado por el paso del tiempo y por la lluvia y el corrosivo granizo de Nueva Inglaterra, nuestro dragón pintado de blanco y con el símbolo ニナ seguía estando en la pared de ladrillo.

Como nos encontrábamos en el lugar adecuado, entramos por una puerta trasera, lo cual, conociendo las fachadas de los establecimientos de la callejuela, quería decir que estábamos entrando en el bar de sushi que abría toda la noche.

De inmediato nos vimos en una caverna negra. Unos telones de color negro formaban las paredes de un pasillo que nos condujo a un pasaje que desembocaba en una cocina toda pintada de negro. Se oía una música metálica amortiguada por un gorgoteo de agua que procedía de alguna parte y que encontramos en una sala abierta, sin ventanas, vacía salvo por tres cosas: el origen del gorgoteo, que resultó ser un acuario gigante, una mesa con cuatro sillas y un hombre. En el interior del acuario nadaban únicamente seres vivos de color negro: erizos de mar, una langosta moteada y un pez negro enorme.

El hombre, que estaba de pie delante del acuario, sosteniendo una red por encima del mismo, no se volvió para saludarnos.

—Siéntense —ordenó.

Iba vestido con un polo marrón y un pantalón también marrón, lo cual le daba un poco el aire de un monje. Se volvió y nos miró con unos ojos inexpresivos y de un blanco lechoso. Era ciego. El pelo lo tenía blanco y sus rasgos eran asiáticos.

—¿Vienen a las partidas? —preguntó. Como no veía, sus ojos miraban más allá de donde estábamos nosotros.

—Sí —respondí, silenciando a Lola con la mano. Me aproximé un poco más. Él seguía sosteniendo la red, que goteaba agua hacia el blanco del suelo.

—Ustedes serán los primeros en hacer la prueba. ¿Han traído las monedas?

Lola y yo no teníamos ni idea de qué estaba hablando. No obstante, teniendo en cuenta el contexto, yo estaba bastante seguro de que en la otra habitación se estaban jugando partidas ilegales de póquer.

Nos sentamos a la mesa.

—La señora a mi derecha, el caballero a mi izquierda —indicó, haciendo un gesto a cada uno con la cabeza al tiempo que él se sentaba enfrente. Vistos de cerca, sus ojos estaban totalmente ciegos, de modo que a saber lo que le informaban sus sentidos acerca de nosotros.

—No hemos venido para ninguna prueba —dije.

Aquel ciego ni siquiera intentó ocultar su negocio ilegal, lo cual significaba que conocía los sucios secretos de las autoridades o que las autoridades aceptaban sobornos. O las dos cosas.

No se inmutó.

—¿Y para qué, entonces? ¿Van a mandarme con mi creador? —Rio. Le calculé unos ochenta y cinco años, pero una seguridad en sí mismo de unos mil quinientos.

—No, señor, no hemos venido para mandarlo con su creador —repliqué—. Queremos saber lo que significa la pintada que hay en la pared del callejón.

De pronto dejó de sonreír, se levantó más derecho que un palo de escoba y empujó la silla para dar dos pasos atrás.

—Márchense. Ahora mismo —ordenó.

Lola dio un golpe en la mesa, y el estruendo metálico reverberó por toda la estancia.

—Si no vuelve a sentarse y habla con nosotros, le cierro este puto garito para siempre —le advirtió—. Siéntese.

El ciego regresó a su silla, muy despacio.

—¿Qué es lo que quieren saber? —preguntó—. ¿Qué significa para ustedes ese dragón? ¿Pertenecen al Círculo Central?

«Bingo».

—Puede ser —contesté.

Me alegré de que aquel tipo estuviera ciego, porque me temblaban las manos. En todos nuestros años de investigaciones, no nos habíamos topado con nadie que admitiera saber nada de un «Círculo Central», tal como se lo contó Velada a Lisa.

—Si son del Círculo Central, entonces ya lo saben. No necesitan que se lo diga yo.

—Díganoslo de todas formas —ordenó Lola.

—¿Cómo se llama usted? —pregunté yo.

—Reno.

—Ese no es un nombre real —se burló Lola.

—¡Importa una puñetera mierda cómo me llame! Llámeme Reno y ya está.

—De acuerdo, Reno —dije yo en un forzado tono conciliador—. Solo queremos saber lo que significa el dragón que está pintado en la pared. Por qué lleva incluido el número veinte en mandarín y a quién representa.

—Si se lo digo, él me hará cosas peores. Ya me dejó ciego, ese cabrón me dejó ciego la última vez que vino por aquí. Hace doce años. Llevo doce años sin ver. ¿De qué modo van a protegerme ustedes? Necios. No pueden protegerme. Ni siquiera sé quiénes son.

—Nadie sabrá que nos ha dicho nada. Pertenecemos a las autoridades.

A aquellas alturas yo ya no trabajaba para los federales, y no quería decir el nombre de la agencia de Lola. De modo que generalicé, con la esperanza de que el ciego no me pidiera detalles específicos.

—¿Las autoridades? ¡Ja! —dijo riendo—. Esa ha sido buena.

—Por favor, usted parece una buena persona, he visto cómo cuida de esos peces. Nuestro deseo es ayudar a otras personas y protegerlas de quienquiera que sea ese hombre.

Reno cerró la boca, bajó la cabeza y se sumió en sus pensamientos. Nosotros guardamos silencio.

Cuando volvió a levantar la cabeza, dijo:

—Nadie, en todos esos años, nadie ha venido aquí preguntando por esa pintada. Nunca. La mayor parte del tiempo está tapada por el contenedor. —Rio para sí mismo, calló unos momentos y luego bajó la cabeza de nuevo, esta vez con un leve balanceo. Yo apoyé una mano en el hombro de Lola para indicarle que no debía decir nada, a fin de darle tiempo a Reno para pensar. Pasado un buen rato, el ciego levantó la cabeza y soltó otra carcajada—. Me estoy muriendo. El médico me ha dicho que tengo cáncer de pulmón. Tres meses. Mala suerte para mí, pero supongo que para ustedes es su día de suerte, quienesquiera que sean. De modo que a la mierda. Él volverá dentro de ocho años. Vuelve cada veinte años. Yo no tengo ni idea de lo que hace el Círculo Central. Hace doce años, mandó pintar en mi pared ese dragón con el número veinte en mandarín para «marcar su sitio», eso dijo. Afirmó que ahora mi restaurante era su sitio, que tenía a gente comprada en la policía y que si me resistía me cerraría el negocio de póquer. Así que tuve que dejarle entrar a jugar unas partidas de póquer. Después, una noche, como le digo, me dejó ciego. Creo que fue porque pensó que le había visto la cara, pero no era cierto. Me echó lejía en los ojos mientras sus compinches me sujetaban. Me advirtió que no dijera nada mientras él estaba en Shangai, que los policías a los que pagaba me espiarían hasta que volviera. También me dijo que la próxima vez que viniera más me valía estar aquí y que ese dragón siguiera estando en la pared. Ese hombre es un puto enfermo. Está loco. Es cruel. Me desmayé, y cuando recuperé el conocimiento se habían ido todos. Es el hombre al que ustedes están buscando, lo de ahí fuera es su símbolo. Busquen en Shangai a un hombre obsesionado con el número veinte. Eso es todo lo que sé. Ahora váyanse. No puedo describírselo físicamente. Cuando entró en mi restaurante llevaba una máscara negra. Él es el jefe, el jefe de todos. Lo acompañaban dos o tres hombres, nada más. En todas las visitas.

—¿Quién más vino con él? ¿Recuerda algún nombre? —le pregunté.

—Váyanse de una vez. Ya no sé más.

—Podríamos reclamar cintas de vídeo como prueba, ¿sabe? Seguro que tiene cámaras en este garito —dijo Lola, lo cual era un farol teniendo en cuenta que intentábamos operar por debajo del radar para no poner sobre aviso a los que estaban conectados.

Reno lanzó una carcajada.

—Pues que tenga buena suerte, señora. Yo soy muy antiguo, no tengo cámara de vídeo. Como todos los de esta manzana. Conocemos el juego. Lárguense de aquí.

Después de salir del restaurante de Reno, reiniciamos la investigación desde cero, esta vez buscando a un nombre llamado «Eminencia» que vivía en Shangai y estaba obsesionado con el número veinte, tanto en inglés como en mandarín. Conseguimos unas cuantas pistas que no dieron resultado por culpa de la distancia y de las suspicacias, y cuando intentamos obtener visados surgieron tensiones en la diplomacia internacional, dados nuestros cargos pasados y presentes en el gobierno o en la consultoría privada. Le rogué a Lisa que hiciera intervenir a la unidad encubierta de Lola, pero ella me recordó la necesidad de no desvelar el asunto a nadie, para así poder atrapar de una vez por todas a los ricachones y a los espectadores relacionados y pillar a los clientes con las manos en la masa. Me recordó de manera muy convincente que aquellos capullos con poder llevaban siglos haciendo cosas espantosas y difíciles de creer, y que por mucho que las autoridades llevaran años esforzándose en hacer grandes redadas, los peces gordos por lo general escapaban impunes de los siniestros crímenes que habían cometido. Me recordó que las leyendas urbanas, por muy horrorosas o estrambóticas que fueran, tenían todas un fondo de verdad. Y que si queríamos tener alguna vez la oportunidad de sacar a la luz las más extrañas de ellas y capturar a unos cuantos peces gordos, teníamos que hacer algo distinto y trabajar en un equipo reducido. Ocultar nuestro plan a todos. De lo contrario, fracasaríamos igual que suelen fracasar ellos.

Sin conocer la identidad de los Espectadores ni de los integrantes del Círculo Central, resultaba imposible determinar alrededor de quién debíamos gravitar. Lisa tenía razón. Y en aquel momento, hace ocho años, todavía no habíamos descubierto dónde se encontraba la Pecera de las Langostas. Estábamos tan ciegos como Reno.