17
Exagente especial Roger Liu
Iglesia mariana
Lola y yo vamos de camino a la iglesia mariana. Estaba previsto que esto fuera simplemente un detonador del plan. Entrar. Preguntar por Velada. Encontrarnos con Velada. Comunicarle que Lisa está preparada para que la secuestren. Sin embargo, esta visita nuestra a la iglesia mariana tiene por objeto preguntar por Velada, sí, pero después abortar todo el plan. Si hemos entendido bien qué papel secreto desempeña Velada en el Círculo Central, ya debería saber que a Lisa la han secuestrado. Ella nos ha dicho que estaba trabajando en esto desde dentro, como una agente doble.
Ahora que el plan se ha puesto en marcha antes de lo previsto, nuestra visita a la iglesia mariana podría ser una trampa. Lola y yo estamos en guardia. Tal vez siempre haya sido una trampa.
La iglesia mariana es la típica iglesia de Boston. Antigua y construida con granito. El templo original en sí tiene un tamaño diminuto, más o menos el doble de una vivienda urbana de tres pisos. Pero en conjunto, con los elementos dispares que se le han ido agregando y los edificios adyacentes, resulta gigantesco. Está la iglesia de granito, un edificio que así, en solitario, uno podría encontrárselo en un prado de Irlanda. Luego está el anexo, un bloque independiente de construcción más moderna ubicado en una planta que está por debajo del nivel del suelo y a la que se baja por una escalera exterior de piedra. Como telón de fondo, hay un alto edificio de apartamentos de pared de ladrillo con balcones de madera volados. Y el elemento arquitectónico más extraño en esta mezcolanza de piedra, ladrillo y madera lo forma una especie de canal o acequia que discurre por debajo de la parte delantera de la iglesia, paralelo a la acera.
Nos encaminamos hacia el sótano y bajamos los escalones de piedra. El anexo constituye un albergue de día para los sin techo. Todo esto lo sabemos desde hace un mes, cuando nos proporcionaron esta localización para que nos reuniéramos con Velada. Lola y yo hemos estado vigilando desde hace unas semanas y hemos investigado un poco. No ha habido nada que se saliera de lo normal, que nosotros hayamos visto.
El albergue es un espacio en el sótano del estilo de una cafetería, con el techo bajo, amueblado con mesas plegables. Las personas sin techo vienen aquí a jugar a las cartas con barajas muy manoseadas, a hojear anuncios de empleo o de alquileres, o bien a sentarse con abogados de oficio especializados en temas de vivienda y de discapacidad. Lola con su pantalón gris y su americana gris, y yo con traje gris, camisa blanca y corbata, no pegamos nada con los abogados, los cuales, más avispados, visten de manera informal, y tampoco encajamos con los sin techo.
Nos sale al paso una monja ataviada al estilo tradicional: hábito, velo, cofia y toca, que deja ver únicamente la parte frontal y adimensional del rostro.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —nos pregunta. Es una mujer minúscula, como un ratoncillo, tanto que sus facciones parecen más bien puntitos y bultitos. Busco una nariz que resulte discernible… sí, ahí está, con dos puntos que deben de ser las fosas nasales, pero casi imperceptibles. Podría medir… no sé… quizá un metro y medio, pero como camina encorvada parece todavía más bajita.
—Estamos buscando a Velada —digo yo.
La religiosa baja la cabeza y se mira los pies. Ahora, su rostro nos queda totalmente oculto por el velo que le cae alrededor de la cabeza formando un volante.
Lola la observa entornando los ojos. Por su expresión, yo diría que ha notado algo. ¿En esta monja? ¿En esta mujer propia de una casita de muñecas? Cuando la monja no está mirando, me vuelvo hacia Lola con el ceño fruncido.
—No es monja —me contesta Lola moviendo los labios.
Sacudo la cabeza en un gesto de negación.
En ese momento la monja levanta la vista hacia nosotros.
—Vamos a pasar a la zona de la capilla —nos dice.
Caminando detrás de ella, Lola me agarra de la mano y me indica que le mire las manos. Se señala la muñeca para indicarme que me fije en la muñeca de la monja.
Cuando la religiosa abre una puerta que conduce a una capilla del sótano, alcanzo a vislumbrar brevemente su mano izquierda, pero no veo nada sospechoso.
Le lanzo a Lola una expresión interrogante. Ella me taladra con los ojos y los vuelve hacia la mano de la monja, para instarme a que mire de nuevo.
La monja camina por delante de nosotros con las manos entrelazadas al frente, tal como suelen hacer las religiosas en sagrada contemplación.
—Esta capilla se utiliza para que vengan a rezar las personas sin techo, y también para celebrar actos de la comunidad —nos explica.
Frente a nosotros se yergue una estatua a tamaño real de Jesucristo en una cruz construida con traviesas de ferrocarril. Ese Cristo en sus traviesas de ferrocarril domina la pared posterior del escenario. La estancia está llena de sillas plegables de un color pardo dispuestas en filas, todas con marcas de desgaste en forma de mellas en el revestimiento de metal. A lo largo de una pared exterior hay varios confesionarios, y pasados estos se ve otra estatua de tamaño real, en este caso la de un santo anónimo que descansa durmiente en un ataúd abierto.
De pronto me estremezco al sentir una ráfaga de aire que me da en la cara, temiendo que se trate de un murciélago, pero descubro que proviene de un ventilador montado en la pared que en su rotación se ha girado hacia mí. Observo las sombras de los rincones, las telarañas que cuelgan por encima del ventilador, y me pregunto si no será una inmadurez por mi parte andar imaginando demonios y fantasmas en un lugar sagrado.
La monja se vuelve hacia nosotros con las manos todavía entrelazadas, los dedos trabados con fuerza y medio escondidos bajo el hábito negro. Lola está haciendo un gesto que es típico de ella: meter la punta de la lengua en los incisivos inferiores. Es una señal. Huele alta traición. Voy a tener que poner fin a esto rápidamente.
—Y bien, ¿está aquí Velada? —pregunto con una sonrisa.
La monja me devuelve otra sonrisa.
Vuelvo a preguntárselo. Lola, sin sacarse la lengua de los dientes, comienza a acorralarla.
La monja emite una risita y se mira los zapatos.
—Hermana, perdone, pero ¿qué es lo que le hace tanta gracia? —le pregunto.
—Oh, cielos, su amiga me recuerda a una chica fugada de casa, muy agresiva, a la que socorrimos hace muchos años.
—Muy agresiva —repite Lola en tono de sorna.
La monja se vuelve hacia ella entornando sus ojos de párpados caídos y marcados por la edad.
Lola guarda silencio y observa sin disimulo a la monja, y luego mira la estatua del santo que descansa dentro del ataúd, como si le estuvieran entrando ganas de meterla allí a ella.
—¿Qué pasa con Velada? —dice al tiempo que se planta a un costado de la religiosa.
—Velada lleva todo el día sin venir por aquí —responde la monja.
Nos dijeron que, contra viento y marea, Velada iba a estar en este lugar todos los días de esta semana, entre las nueve y las cinco, sin falta, específicamente porque, según ella, íbamos a necesitar de su ayuda para salvar a Lisa a tiempo.
—Hermana, ¿sabe usted dónde podemos encontrarla? —le pregunto manteniendo la sonrisa a duras penas. Lola se inclina hacia ella y le olfatea el cuello. La monja se aparta.
—Discúlpeme —le dice a Lola.
—Lleva usted un perfume que se llama Crabs in Trees. Lo usa una amiga mía —dice Lola.
«¿Una amiga? Además, se llama Crabtree & Evelyn».
—A mí, personalmente, no me gusta demasiado. Huele demasiado a talco y a rancio para mi gusto —sigue diciendo Lola—. Como si te hubieras metido en la vagina un paño impregnado de polvos de talco y de merengue y llevaras dos días con él dentro.
«Ay, Dios».
La religiosa da un paso atrás con el ceño fruncido y arruga la nariz con el mismo gesto que hace Lola al olfatear. Cierro los ojos y hundo los hombros.
Lola se interpone entre la monja y yo, para mirarla cara a cara.
—Es curioso, porque nunca he conocido a una monja que use ese perfume. ¿Cuándo tomó usted los votos, hermana?
—Al cumplir la mayoría de edad —se apresura a responder la monja—. He sido religiosa toda mi vida. Pero eso no es asunto suyo. Es usted una persona maleducada y sin ninguna delicadeza. No tengo por qué aguantar esto.
—¿Dónde está Velada? —dice Lola.
Yo voy yendo hacia un costado, atento a la fila de sillas plegables que tengo más cerca.
La monja endereza la espalda y separa las manos. Y en ese momento es cuando veo lo que tenía tan nerviosa a Lola. Por debajo del dobladillo de la amplia manga, que se le levanta cuando hace el gesto de soltar las manos, lleva un tatuaje en la muñeca que representa tres letras A superpuestas en el interior de un círculo. La manga vuelve a caer rápidamente donde estaba, pero yo ya me he percatado del tatuaje. La monja tira de la manga para colocársela sin darse cuenta de que yo lo he visto. Le hago un gesto con la cabeza a Lola, y ella me responde con otro.
Al instante comprendo quién debe de ser esta mujer, o más bien de qué ha formado parte. Me viene a la memoria un catálogo de tatuajes que Lola y yo hemos tenido que referenciar en varias ocasiones a lo largo de todos los años que llevamos investigando los secuestros destinados al tráfico de seres humanos. En la cárcel de mujeres de Eastern Tennessee, las tres letras A dentro de un círculo eran la marca distintiva de un grupo de gente que se dedicaba al tráfico de seres humanos dentro de dicha prisión. Todos los viernes por la mañana, durante el desayuno, las reclusas proxenetas subastaban a las internas nuevas para que las internas antiguas hicieran uso de ellas durante el fin de semana. Llevar tatuada aquella marca distintiva significaba que era uno de los jefes.
Esta mujer fue, y sospecho que sigue siendo, uno de los jefes del tráfico de seres humanos. Lo más probable es que represente la pantomima de la monja los días que viene a esta iglesia disfrazada de ese modo a reclutar a chicas fugitivas y sin hogar. Un plan de lo más singular, pero en lo relativo a estratagemas para atraer a las personas fugitivas y marginadas a la trata de seres humanos he visto casi de todo, de modo que no pienso tratar a esta tipa como si fuera un osito de peluche.
—«Anna Adora el Amor», la triple A, la tríada, el distintivo de la banda de la que usted formaba parte en prisión —le digo—. Usted era uno de los jefes.
Le sonrío a Lola, y ella me sonríe a mí.
Acorralamos a la monja, la cual sonríe de oreja a oreja como diciendo: «Vale, me habéis pillado, ¿y qué?». Estas personas saben manipular los archivos y meterse en iglesias que cuentan con presupuestos muy ajustados. Falseamientos de identidad como estos ocurren en todas partes; dicen que acaban de mudarse, lo que sea con tal de superar un escrutinio inicial. Y una vez que están dentro, están dentro.
—Velada no se encuentra aquí —repite, esta vez en tono gélido.
Lola invade el espacio personal de la falsa monja, y yo sé lo que se propone hacer. Se propone empujarla hacia el exterior de la capilla, obligarla a salir por una puerta lateral a la que no deja de lanzar miradas, y hacerla hablar. Pero justo en el momento en que Lola levanta los brazos para aferrar a su presa, y yo no muevo un dedo para impedírselo, entra un sacerdote y grita:
—¡Qué está ocurriendo aquí!
—Padre, estas personas me están acosando. Por favor, dígales que se marchen —exclama la monja, encorvando de nuevo los hombros y poniendo voz de débil anciana.
Sospecho que ese sacerdote no está en el ajo y que es efectivamente un sacerdote. Pero como no podemos poner fin a esta farsa y descubrir el farol de la monja, damos un paso atrás.
—No hay ningún problema, padre. Es que nos está costando un poco asimilar una mala noticia que nos ha dado aquí la hermana. ¿A que sí, hermana? —dice Lola.
La falsa monja asiente. No le queda otra que asentir. No le conviene que se descubra su falsa identidad.
—Nos vamos ya. Perdón por las molestias —me disculpo. Imagino que Lola cubrirá la parte delantera de la iglesia, yo cubriré la trasera, y esperaremos a que salga la monja.
Atravesamos la cafetería y vamos dejando atrás todas esas mesas en las que la gente sin techo está rellenando impresos o jugando a las cartas. Salimos por la puerta lateral del sótano, y ya estamos a punto de empezar a subir los escalones de piedra para salir a la acera y a la calle cuando, tanto Lola como yo, girando simultáneamente la cabeza hacia la derecha, nos fijamos en el extraño canal que discurre por debajo de la iglesia de granito y paralelo a la acera. Dicho canal, cloaca o lo que sea, no es simplemente un desagüe, sino también un pasaje por el que se puede andar, lo bastante profundo como para caminar sin necesidad de agacharse. Continúa a lo largo de varias manzanas pasando por debajo de casas y edificios y desemboca en descampados al aire libre en los que hay postes de la luz.
Aproximadamente a unos doce metros de donde estamos nosotros, dentro del canal, vemos a un individuo que está hablando en susurros con nuestra monja en la puerta del mamparo del sótano. Es un tipo flaco y con pinta de espantapájaros, vestido con una camisa de franela a cuadros rojos y negros y unos vaqueros sucios que le quedan unas tres tallas grandes. Cuando se percata de que lo hemos visto, da media vuelta y echa a correr por el canal. Lola y yo nos lanzamos en pos de él, yo por el interior del canal y ella por la acera que discurre paralela. Hacía mucho que Lola y yo no dábamos caza a alguien en tándem.
Voy camino de los sesenta, pero estoy en forma, de modo que esta persecución no va a hacerme sudar demasiado. El tipo ese esquelético no tardará en quedarse sin resuello. Pero hemos de rezar para que no se nos escape por algún atajo o alguna salida sin que nosotros lo veamos. De momento lo tengo en una línea visual sin obstáculos, veo cómo se va subiendo los vaqueros mientras corre. Lola lo sigue por la acera, a nuestra izquierda. Cuando llego a la altura de nuestra monja, situada en la puerta del mamparo, imagino que abrirá la puerta para bloquear el canal y cerrarme el paso a mí, así que impido el vaivén de la puerta con ambas manos, empujo a la monja al interior de la capilla y sigo corriendo.
Me encuentro en una hondonada que pasa junto al sótano de varias viviendas y atraviesa zonas con montículos de tierra en las que no hay nada construido. Y justo cuando empiezo a emocionarme al ver que estoy acortando la distancia con mi presa, esta dobla a la izquierda, hacia la acera, y a continuación oigo nítidamente un porrazo.
No necesito ver que Lola acaba de cazar a nuestro ratón para saber que Lola acaba de cazar a nuestro ratón. El tipo ha girado a la izquierda, hacia la acera; no le quedaba más remedio, ya que el canal se termina y girar a la derecha es imposible porque hay una casa. Lola debía de estar allí, con los brazos extendidos, esperando para agarrarlo por el cuello, porque así es como los he encontrado a los dos.
—¿Dónde está Velada? —le está chillando.
El otro gorgotea y escupe, quedándose sin aire, quedándose sin respiración.
—Lola, suéltalo —le digo.
Lo tiene levantado del suelo y agarrado por el cuello. Finalmente lo suelta, y su descarnado culo se estrella contra el suelo.
Ambos nos inclinamos sobre él, quienquiera que sea.
—¿Dónde está Velada? —le grito.
Él se cubre la cabeza con unos brazos escuálidos, para protegerse.
—Vale, vale. Oye, tío, yo soy solamente un conductor. No sé nada. No conozco a ninguna Velada.
Lola se agacha y le mete la pistola entre las costillas. Acto seguido, con calma, se sienta a horcajadas sobre él forzando las costuras de su pantalón gris, como si pretendiera torturarlo. En un tono tranquilo y teniéndolo así aprisionado contra el suelo, sin apartarle la pistola de las costillas, le dice:
—Voy a reventarte de un tiro esos pulmones negros que tienes, aquí y ahora —canturrea con un soniquete—. La verdad es que me da igual. Si no nos dices qué es lo que te traes entre manos con esa falsa monjita, y dónde está Velada, ahora mismo, ya puedes despedirte, mister Gangy.
No tengo ni idea de lo que significa «mister Gangy», pero seguro que es un término despectivo.
—Vale, vale —dice, y Lola aprieta otro poco más—. De todas formas ya estoy jodido. La monja se va a enterar de que he hablado con ustedes. Oigan, yo solo soy un conductor, ¿vale? Creía que hoy me tendrían preparado un cargamento, pero no lo tienen. No sé quién es Velada. Solo soy un conductor. A mí no me cuentan nada. Ni siquiera tenía previsto venir hoy, pero es que necesitaba dinero.
—¿Un conductor para qué? —le pregunto yo.
Él saca el mentón y abre mucho los ojos, como queriendo decir que somos idiotas por preguntarle qué es lo que transporta.
—Chicas —contesta, y prácticamente añade: «tonto»—. Transporto chicas en uno de los camiones de gallinas. Me pagan por cabeza. El camión principal lo llevan otros tíos. Es que yo soy nuevo. ¡No soy más que un conductor, tío!
Lola, todavía sentada encima de «mister Gangy», se vuelve hacia mí, frunce los labios, sacude la cabeza en un gesto negativo y, por último, abre y cierra los ojos con lentitud. Me siento transportado a la época en que estábamos buscando a Dorothy M. Salucci, a la que habían secuestrado estando embarazada, y nos topamos con un testigo fundamental, un granjero que criaba gallinas, así que no me sorprendo en absoluto cuando Lola da un paso más, igual que el que he dado yo, y dice:
—Camiones de gallinas. Siempre hay por medio un puto hombre de las gallinas, Liu. Putos tíos que tienen que ver con gallinas.
—¿Y adónde llevas a las chicas?
—A uno de los lugares de espera. Depende del día.
—¿Cuál era el lugar de espera de hoy?
—Ni idea, tía.
—No vuelvas a llamarme tía, mister Gangy.
Mister Gangy se vuelve hacia mí, pero yo no le ofrezco ningún gesto de compasión. No siento hacia él nada más que desprecio.
—¿No tienes ni idea de dónde se encuentra el lugar de detención de hoy? ¿Cómo es posible?
—Ya le digo que va cambiando todo el tiempo. Retienen allí a las chicas y más tarde las trasladan a algún otro sitio. No lo sé.
Lola, todavía sentada encima de él, le grita a la cara:
—¿Adónde? ¿Adónde las trasladan?
—Mire, señora, lo único que sé es que nosotros las llevamos a un lugar donde las retienen provisionalmente y que luego alguien se las lleva a un lugar de Viebury para prepararlas.
—¿Una mansión de piedra, grande?
—Sí.
Lola me hace un gesto afirmativo. Yo le respondo con otro. Conocemos la mansión de piedra de Viebury; allí es donde se supone que va a tener lugar el evento de la Pecera de las Langostas dentro de dos días. Una vez más, esta última pista nos la ha facilitado Velada; se la dio a Lisa el mes pasado, y es un detalle que Lisa insiste en que debe «verificarse de forma independiente», aunque se niega a decir por qué. El hecho de que Lisa sea retenida durante un cierto período de tiempo en lugares de espera desconocidos tampoco es nuevo, y constituye una de las razones por las que tenemos que localizar a Velada para encontrar a Lisa antes de lo de la Pecera, y también para que yo pueda abortar todo este plan.
—¿Para prepararlas? ¿Se puede saber de qué estás hablando, mister Gangy? —dice Lola.
—No lo sé. Me parece… Me parece que las ponen guapas, ya sabe, cosas de tías.
—No sé qué significa «cosas de tías», imbécil.
Mister Gangy me señala a mí para explicarse, indicando que yo, el macho, debo de saber lo que significa «cosas de tías». Busca en mi expresión algo que lo ayude a hacer que esta mujer que tiene sentada encima le entienda.
—¿Te refieres a peinarlas y hacerles la manicura, esa clase de cosas? —pregunto.
—Sí, creo que sí. Cosas de tías. ¡Oiga, yo solo soy el conductor!
—Es igual —contesta Lola, y después desvía la cara hacia mí, como si se sintiera profundamente asqueada por toda esta conversación. Luego se vuelve otra vez hacia su presa y le dice—: Enséñanos ese camión de gallinas. Y después vas a llevarnos a todos esos lugares de espera. —Se levanta para dejar libre al conductor y le dice—: Arriba, papanatas.
De improviso, andando por esta callejuela, con Lola empujando a mister Gangy para que nos lleve hasta su camión de gallinas, me asalta un dolor de cabeza tan fuerte que el sol me ciega literalmente. Cierro los ojos, pestañeo, me apoyo contra una casa para hacer una pausa de dos segundos, preocupado de estar sufriendo un ictus, y respiro hondo. Una vez que la cosa se ha calmado y he conseguido que mis pies vuelvan a moverse, pruebo a abrir de nuevo los ojos y veo el rótulo que lleva el camión en un costado: GALLINAS DE RED, HUEVOS DE GALLINAS DE GRANJA, SALISBURY, MASSACHUSETTS. La cabina lleva empotrados unos habitáculos que se diría que son jaulas o compartimentos de forma rectangular para alojar a las gallinas, pero al inspeccionarlos más de cerca vemos que en realidad son ataúdes estrechos, confinados, para transportar cuerpos humanos, o más bien chicas vivas en tránsito. En un extremo tienen una ventanita con malla metálica para que entre aire. El conductor dice que el otro camión de gallinas es igual.
«De todas las contingencias desagradables que menos cabía esperar, precisamente tenemos que encontrarnos con la salvajada que supone este artilugio en forma de jaulas extrañas. Y encima de color rojo, como haciendo burla a las autoridades».