13

Lisa Yyland: Shangai parte I

El método científico

Según un artículo sobre el método científico del Oakton Community College, con los derechos reservados por William K. Tong: «Es posible que se necesiten muchos años de reñidos debates para resolver un problema, lo cual dará como resultado la adopción, la modificación o el rechazo de una teoría nueva […]. Existen raros ejemplos de teorías científicas que han logrado sobrevivir durante mucho tiempo a todos los ataques conocidos; se conocen como leyes científicas, como la ley de gravitación universal de Newton».

En resumidas cuentas, al emplear el método científico para desarrollar mi plan a lo largo de los años, a medida que se iban verificando, cambiando o invalidando datos y suposiciones, me vi obligada, como científica, a ir ajustando mi método, mi plan. No estaba tratando con una ley científica inamovible, como la de la gravedad; estaba tratando con la idiosincrática forma de tortura de un psicópata que utilizaba un cutre recipiente de fabricación casera lleno de lejía.

Antes de que Liu interrogase a Reno, lo único que Velada había revelado era que Eminencia «vino de Asia». Asia tiene una superficie de cuarenta y cinco millones de kilómetros cuadrados y abarca cuarenta y ocho países, cada uno con un laberinto de leyes bizantinas. En toda Asia se hablan 2200 lenguas, de las cuales nacen una multitud de dialectos locales. La población alcanza los cuatro mil millones de habitantes. Hay billones de escondrijos, tugurios y rascacielos, campos, granjas y selvas de bambú, en los que se esconden los traficantes de seres humanos. Las leyes de la eficiencia, el pragmatismo, las barreras lingüísticas y la realidad que supone la corrupción de una multitud de gobiernos extranjeros me llevó a no malgastar el tiempo con «Asia».

Pero en eso apareció Reno con la pista de Shangai. Una ciudad concreta, un punto diminuto en contraste con la totalidad de Asia, igual que el centro de una diana.

Las investigaciones que llevaron a cabo Liu y Lola en Shangai resultaron infructuosas.

Pero las mías, no.

Yo había averiguado más que ellos acerca de aquel vídeo de la Langosta Quemada. En el año 1994, después de que Lola nos mostrara la cinta, mientras esperaba a que finalizase el proceso de copiarla en el MIT, y mientras Liu y Lola se iban a la cafetería del MIT a comerse unas hamburguesas, reparé en un detalle y corté cuatro segundos cruciales de una copia que hice creer a Liu que era el original de Lola (fácil, dada la gran cantidad de cinta que se fabricaba y estaba disponible y dado que los números de serie se borraban). En pocas palabras, les oculté una pista a Liu y a Lola para protegerlos a ambos. En aquella época ya había trazado un plan de captura y venganza. Liu solo quería captura.

La cinta auténtica contenía en realidad un par de pistas ocultas acerca de una de las chicas. Y si se sumaban dichas pistas a la de que Eminencia se encontraba en Shangai, era posible sacar estratégicamente las antenas y encontrar una pista válida. Me llevó tres años de trabajo en los rincones más recónditos de la recóndita red, pero finalmente descubrí una posibilidad seria que investigar, sobre el terreno, en Shangai.

—Liu, Lola —les dije un día mientras estábamos trabajando en un caso de la sede de 15/33 que no guardaba relación con este, un día en el que Lola había venido de visita desde su «Agencia Beta» y aprovechando un momento en el que Sandra, la mujer de Liu, había salido al huerto que tenía yo en mi vivienda de Indiana a recoger una cesta de manzanas. Vanty estaba en el colegio, y Lenny se encontraba de gira promocionando su último libro de poemas—. Voy a viajar a Shangai con motivo de una patente —anuncié—. Estaré fuera una semana. Y Nana vendrá aquí para ocuparse de llevar a Vanty al colegio y al baloncesto.

Liu, al igual que Nana, siempre me pilla cuando digo una mentira, de modo que dejó sus gafas de leer sobre la mesa y me miró con el ceño fruncido.

—Así que Shangai. ¿De verdad, Lisa? ¿Por un asunto de una patente? ¿Te crees que soy idiota? Es insultante.

Miré a Lola buscando ayuda; ella enarcó las cejas. Lola sabe que no los considero idiotas en absoluto, sino tan solo personas limitadas por sus sentimientos, así que mi siguiente frase se la dirigí a ella:

—¿Conoces a alguien en Shangai que pueda servirme de chófer? —le pregunté—. Ya sabes, alguien de tu agencia.

—Sinceramente, Lisa —dijo Liu interponiéndose en la pregunta que le había hecho yo a Lola—. A veces eres verdaderamente transparente e insultante. Como si no fuéramos a darnos cuenta de que estás siguiéndole la pista a Eminencia. Por el amor de Dios, no vas a ir a Shangai. Y si tuvieras que ir, desde luego que no te irías sola. —Empujó hacia atrás su silla de oficina con ruedas y se reclinó contra ella con los brazos cruzados.

—Me voy dentro de dos días. Liu, tú no tienes visado y está clarísimo que no vas a obtenerlo a tiempo. Tu jefe, que soy yo, no va a respaldarte diciendo que se trata de una emergencia de trabajo. No puedes venir conmigo. Imposible. Y Lola causaría un incidente internacional si intentara venir.

Lola lanzó un resoplido, se levantó y se puso a pasear de un lado a otro. Es lo que hace cuando está enfadada, me comentó que le sirve para eliminar la tensión. Pero Lola suele dirigir toda su furia, con independencia de quién se la haya provocado, contra Liu. Así que no me sorprendió que estallara.

—Joder, Liu. ¿Se puede saber qué cojones te pasa con Lisa? Siempre le estás permitiendo que haga las cosas sin pensarlas bien del todo. Yo creo que quiere que la asesinen.

—Sí, también lo creo yo —repuso Liu. Empezó a masticar como si estuviera mascando un chicle, cosa que hace siempre que se enfada, lo sé porque ya le he preguntado alguna vez por esa extraña forma de actuar.

Miré al uno y al otro calculando el modo de llevar la conversación por donde debía ir. Pensaba marcharme a Shangai con el consentimiento de ellos o sin él, pero lo cierto era que no me vendría mal que Lola me ayudase con un contacto local de fiar que me hiciera de «chófer». Y ella sabía a lo que me refería con dicho término; ya me había ayudado en otras ocasiones, en privado, con «chóferes».

—¿Qué es lo que has descubierto, Lisa? ¿Qué es lo que piensas que vas a investigar? —me preguntó Lola con los dientes apretados.

Era importante que yo fuera un paso por delante de Liu y Lola, que supiera más que ellos, de ese modo el plan se ejecutaría tal como era mi intención, ellos quedarían protegidos y yo podría atrapar a todos aquellos capullos y vengarme.

Miré fijamente a Liu.

—¿Lisa? —insistió Lola.

—Liu, tú puedes encargarte de la agencia mientras yo estoy fuera. Voy a ocuparme de una patente.

Cuando salí de la sala, oí como Lola propinaba un puntapié a un armario metálico.

Aquella noche, Lola llamó al timbre de la habitación de la pecera y me interrumpió en los ensayos, coreografiados al son del Nocturno en do sostenido menor de Chopin. Metida en una de las peceras (la otra estaba siendo sometida a importantes mejoras) vi su rostro cuadrado en el monitor situado junto a la puerta. En la pared donde colgaba el monitor, el bosque de abedules que había estado pintando ya estaba terminado; en aquel momento solo me quedaba terminar la pared de enfrente.

De momento mi pecera de entrenamiento aún no tenía panel frontal, porque yo estaba ensayando los saltos. Además, aunque pronto iba a empezar a ensayar desnuda, estaba entrenando vestida con el traje de baño que usaba para el surf, uno azul y verde de una sola pieza, de manga larga y con cremallera en el pecho, porque aquel entrenamiento me servía también como ejercicio cardiovascular. Me bajé de la pecera de un salto y aterricé sobre una cama individual, una réplica de la que había en el vídeo de la Langosta Quemada, de tal modo que caí ocho centímetros desviada hacia la derecha. Era imperativo que clavase el aterrizaje y me flexionase con sumo control a fin de encorvar totalmente la espalda, así que hice una mueca de disgusto por mi falta de equilibrio. Bajé de la cama descalza, en aquella época todavía con todos los dedos de los pies sensibles al tacto, apagué la música de Chopin con el mando situado a un lado del monitor, abrí la puerta y salí de la habitación sin permitir a Lola que entrara.

Lola me puso en la mano un papel y un diminuto mando, al tiempo que invadía mi espacio personal hasta tal punto que me hizo retroceder hacia la pared. Traía los ojos fuera de las órbitas y no parpadeaba. Y tampoco hizo ninguno de sus habituales comentarios «sarcásticos», como los denomina ella, acerca de mi traje de baño.

—Lisa, no se te ocurra volver a mentirme nunca.

Hice ademán de corregirla, pero ella levantó una mano.

—No. No digas nada. Escúchame. Ya sé que tú crees que no me has mentido directamente, lo entiendo. Sé cómo funciona tu cerebro —añadió tocándose la sien—. Lo entiendo. Lo entiendo perfectamente. A tu manera, pidiéndome un chófer, has intentado decirme qué cojones te propones hacer. Pero en cierto modo me estabas mintiendo. No se te ocurra volver a mentirme.

—No te mentiré, Lola, a menos que sea para salvarte la vida.

Lola dio un puñetazo en la pared. Fue un golpe tan fuerte que me hizo dar un respingo.

—¡No! Respuesta incorrecta. No vas a mentirme nunca más. Ya me encargaré yo misma de decidir cómo salvar el pellejo. ¿Entendido? ¿Qué te parecería que yo decidiera cuándo decirte la verdad, que tuviera poder de decisión sobre lo que debes saber y lo que no, que fuera yo quien decidiera, en exclusiva, cómo salvarte la vida?

Al reflexionar sobre aquellas hipótesis sentí una vaga sensación de hormigueo en el cerebro que parecía empujarme a activar la cólera. Cerré el ojo izquierdo para bloquear un calor que estaba subiéndome por el cuerpo. Lola retrocedió hasta el centro del pasillo; yo permanecí inmóvil en el sitio.

—¿Y bien? ¿Qué te parecería eso, Lisa?

—Creo que me enfurecería.

—Pues entonces es muy fácil. No vuelvas a mentirme, y ninguna de las dos se enfadará. Sencillo. ¿De acuerdo? ¿Trato hecho?

Estaba claro que negarme a su propuesta no iba a resultar nada beneficioso para mí y para mis objetivos. Y si Lola, furiosa conmigo, salía de mi vida, yo ya no podría protegerla.

—Trato hecho —mentí.

Lola hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y me miró de arriba abajo, observando mi traje de surfera.

—No hay problema —me dijo al tiempo que formaba con la mano derecha la típica señal de shaka, la que nos enseñaron Vanty y mi instructor de surf durante unas vacaciones que pasamos en Maui.

Se marchó riendo para sí misma. Dos veces hizo un alto para colocar los brazos como si fuera a coger una ola a la vez que decía cosas extrañas del estilo de: «los nazis del surf deben morir» y «putos cowabunga». Finalmente desapareció pasillo abajo.

El papel que me había puesto en la mano llevaba escrita la dirección de una página web desconocida y cuatro frases contraseña que servirían para identificarme ante un «chófer» de Shangai y para identificarlo a él ante mí. Posteriormente dicho «chófer», al que llamé Dan, y yo establecimos una comunicación en clave en nuestros ordenadores encriptados para acceder a un canal restringido mediante cuatro niveles de encriptación cuyas claves se cambiaban constantemente, pero a las que se podía acceder por medio del diminuto mando que Lola me había puesto en la mano.


A veces se da el caso de que algunas personas viven su existencia esperando la muerte. Otras están esperando a decir algo concreto, otras a ver a una persona concreta. A enmendar un error. A expiar un delito. Su momento llegó y se fue hace mucho tiempo, ya no deberían estar en este mundo con la misma forma que tomaron al nacer. Deberían ser polvo. Y aun así, persisten igual que una alarma que aguarda latente en una torre cerrada con llave, esperando a sonar. Estas son las cosas que aprendí corrigiendo las elegías escritas por Lenny, inspiradas en la historia, y leyéndole a Vanty originales cuentos de hadas, y ese era el estado de la chica que encontré en Shangai.

El error que cometió Liu al seguir la pista que le dio Reno respecto de que Eminencia se encontraba en Shangai consistió en que Liu tan solo le preguntó por Eminencia. Había llegado a la conclusión, como todo el mundo, de que la chica quemada en el vídeo había muerto.

En los cuatro últimos segundos de la cinta original se veía que la chica que sacaron a rastras de la pecera y metieron en la habitación estaba respirando, porque se apreciaba cómo su pecho subía y bajaba. Era una respiración lenta y superficial, casi indetectable, y, por consiguiente, resultaría muy fácil no verla si uno no examinase el vídeo a velocidad superlenta y no añadiese una remasterización de alta resolución del pixelado llevado a cabo por un aliado del MIT que contara con un laboratorio de audiovisuales suyo particular y superavanzado.

Fuera como fuese, la chica estaba respirando. Cuando vi que, tal como sospechaba, había sobrevivido, tracé la teoría de que la chica de la pecera había sido devuelta a cualquiera que fuese la pequeña célula que dirigía Eminencia en Asia. Las directrices que daba Eminencia en el vídeo revelaban su extraña psicología, una retorcida percepción de que aquella pecera era un regalo para las chicas, el regalo de sobrevivir, obviamente, pero también el regalo de tener la oportunidad de «vivir en Eminencia». Era como si le regalase a la superviviente la oportunidad de estar cerca de él o de ser especial para él. Así lo interpreté yo, esa era una de las teorías que me propuse validar.

Liu y Lola continuaron ordenando a sus contactos que buscaran a un hombre llamado «Eminencia» que estaba obsesionado con el número veinte. Pero nadie informó que supiera nada; por lo visto, Eminencia tenía a todos los que estaban en su lado del mundo mudos, con los labios sellados. Y, una vez más, tal como nos había dicho Velada y también Reno de manera implícita, aquel negocio era pequeño, solo contaba con dos o tres hombres en todo Estados Unidos. Que el Círculo Central era pequeño parecía ser un hecho verificado. Teniendo en cuenta el secretismo que rodeaba a la Pecera de las Langostas y el hecho de que prácticamente nadie supiera de su existencia, y a la vista de la arcaica construcción de la pecera que aparecía en el vídeo, llegué al convencimiento de que, efectivamente, el negocio de Eminencia era pequeño. Tal vez los clientes estuvieran más repartidos, pero el negocio era pequeño, quienes lo dirigían constituían un número muy reducido y la información se distribuía en momentos muy estratégicos.


Tras aterrizar, me dirigí a un hotel de cinco estrellas situado en el centro, el Puli, y por el camino mi «chófer» Dan, un individuo alto, delgado y de pocas palabras, me llevó a través de un bosque de rascacielos formado por centenares de bloques de apartamentos vacíos. Las fotos que aparecían en internet no hacían justicia a la realidad. Los bloques de apartamentos de Nueva York o de Chicago tendrían que multiplicarse por varios cientos, y toda la parafernalia que indica la presencia humana, como las cortinas en las ventanas o la ropa colgada en los balcones, tendría que borrarse para recrear aquel bosque de rascacielos vacíos que no se acababa nunca. Un verdadero apocalipsis. Para pintar Shangai yo emplearía colores sombríos y el gris en todos sus matices, y mezclaría barro con barniz para representar la impresión que me causó el tamaño de las partículas que formaban el aire. Dos cosas de las que nunca se libra uno cuando está en Shangai son la contaminación constante y el aire quemado.

Me tapé la nariz y la boca con un respirador N95, que no es la endeble mascarilla que utilizan los turistas comunes. El N95 es capaz de filtrar el 95 por ciento de partículas de hasta 0,03 micras, y yo lo necesitaba porque, cuando estuve consultando las estadísticas de vertidos industriales y los informes de calidad del aire, ya preví que la contaminación de Shangai iba a ser peor de lo que decían las recomendaciones de viaje, y así fue. A salvo con mi cara de robot, contemplé la profecía de la destrucción de la humanidad a lo largo del trayecto. Estaba deseando encontrar a la chica quemada, interrogarla, intentar rescatarla y marcharme de allí.

Llegué al Puli, confirmé los planes con Dan, me registré en la lujosa habitación que había reservado, tal como me había enseñado mi madre, y a continuación procedí a hacer todo lo que recomendaban los médicos para superar el desfase horario: ducha, masaje en el spa, dormir doce horas, beber mucha agua y hacer ejercicio, y volví como nueva con Dan, callado como un muerto, que hacía de chófer, traductor y guardaespaldas. Me había aconsejado que viajara llevando encima en todo momento mi pequeña bolsa de viaje y mi visado, y que no dejara nada en el hotel, de modo que metí todo eso en el maletero de su coche. Él y yo protegeríamos mi cuerpo por fuera, y el N95 protegería el color rosado de mis pulmones.

No me sorprendió que Dan volviera a tomar la autopista y que volviéramos a pasar por aquel paisaje apocalíptico. Y tampoco me sorprendió que saliera de la autopista y empezara a maniobrar entre dos docenas de bloques de pisos vacíos, porque le había proporcionado las coordenadas que obtuve de la pista. Y tampoco me supuso ninguna sorpresa que se metiera en un grupo de cinco edificios vacíos y que llegáramos a un viejo poblado formado por pequeñas chabolas, que sobrevivían literalmente a la sombra de los gigantescos rascacielos igual que piedras en un erial.

Algunas de ellas tenían techos de paja, y todas eran un cuadrado o un rectángulo de arcilla que estaba desmoronándose. En el centro se elevaba un único edificio de hormigón, de cuatro pisos, al que mentalmente denominé «edificio jefe». No me sorprendió, pero no me esperaba aquel escenario de un puñado de viviendas antiguas y ruinosas en medio de los bloques de pisos modernos. Allí había signos de vida. Ropa tendida, una lavadora sacada a la calle, diversos colchones a los lados del camino sin asfaltar, uno de ellos en lo alto de un tejado, varios perros sin dueño, dos niños descalzos y con camisetas de Pokemon jugando al fútbol.

Mi chófer me señaló una puerta delgada y de color negro que había al pie del edificio jefe. Las pocas palabras que cruzamos fueron para confirmar el plan que habíamos acordado.

—Esta es la base de prostitutas que identificó usted. Llevo tres días vigilándola. Solo he visto entrar y salir a mujeres. Voy a decirles que usted está buscando a una chica quemada que nos han comentado, para un empresario americano que tiene una obsesión sexual con esas cosas —dijo Dan.

—Sí.

Subimos por una estrecha escalera protegida por un tejadillo muy inclinado. Dan llamó a una puerta de madera pintada de verde del último rellano; unos colgantes largos y rojos, terminados en punta, me rozaron el cuero cabelludo. Espanté dos moscas que me zumbaban junto al brazo. Los colgantes oscilaron por encima de nosotros cuando se abrió la puerta y se disipó el aire estancado. El olor que salió por ella podría ser de un guiso de carne, pero como lo único que vi fue polvo y suciedad, el olor que percibió mi cerebro fue el del barro seco. En el tramo de pared que quedaba entre el marco de la puerta y un rincón lleno de telarañas se veía pintado el símbolo ニナ que en mandarín representa el número veinte, formando los ojos de un dragón.

Por la puerta entreabierta se asomó una mujer de mentón débil que llevaba un raído vestido de color rojo, me observó con sus ojos saltones y a continuación soltó un acalorado torrente de preguntas en mandarín dirigidas a mi chófer. Mi chófer contestó, le entregó un abultado fajo de billetes y la puerta se abrió del todo para dejarnos pasar. Después, la mujeruca cerró de nuevo y dio tres vueltas a la llave; una precaución inútil de seguridad imaginaria, porque lo único que tenía era una cadena de las que se compran en cualquier ferretería. Cualquier idiota podría entrar en aquel erial con solo arrearle una patada.

Cuando la mujeruca hubo desaparecido por un pasillo blanco provisto de habitaciones a ambos lados entre las que colgaban fotografías torcidas en las que se veía a gatos en el campo, nos llegó un eco de voces que susurraban en mandarín desde alguna estancia ubicada al fondo, a oscuras. En aquella vivienda no había ninguna luz encendida; sin embargo, mi chófer y yo disponíamos de cierta claridad, pues estábamos al lado de una ventana que nunca se había limpiado, en un cuarto amueblado con un sofá de color amarillo orín y un mosaico de veinte alfombras, esas fueron las que conté. Estoy segura de que el suelo estaba infestado de piojos y chinches, así que encogí los dedos de los pies, los verdaderos, dentro de los zapatos. La banda de color carne que llevaba sujeta a la rodilla se tensó cuando estiré las piernas, y el capacitador que iba conectado a ella, que en aquel momento tenía el tamaño de una uva, se me clavó en el muslo por debajo del pantalón de senderismo que llevaba. Mi máscara de robot emitía un tenue zumbido.

De las tinieblas que había al fondo de aquel pasillo lleno de habitaciones y gatos torcidos surgió la joven que yo consideraba la superviviente de la pecera, ahora convertida en una mujer adulta. Se aproximó caminando encorvada y arrastrando lentamente los pies, igual que una geisha molida a palos. Nos miró entre los mechones del flequillo negro que le rozaba los ojos, nos saludó con un gesto de cabeza, como clientes suyos que éramos, y acto seguido me hizo a mí una seña con el dedo para que la acompañara a las entrañas de sus aposentos. En aquel momento me acordé de los consejos que me había dado Nana acerca de cómo debía comportarme y me quité el N95, porque la chica de la pecera no llevaba ninguna mascarilla.

Reprimí una tos y observé con mirada borrosa las anodinas cortinas azul marino que hacían las veces de puertas en todo el pasillo y que eran más bien una banda que colgaba en el medio, porque eran más estrechas que el marco. Veinte cortinas que daban paso a veinte celdas diminutas, diez a cada lado del pasillo. La mayoría de ellas se hallaban vacías, excepto dos, ocupadas cada una por una mujer tumbada en una esterilla colocada en el suelo. Conté veinte fotografías de gatos en los espacios que separaban una celda de otra.

La joven y yo entramos en un cuarto situado al fondo que tenía una puerta de verdad. Cerró, me señaló uno de los dos muebles que había, una cama con somier, y empezó a desvestirse. Me senté donde ella me había indicado. Detrás del cabecero de la cama había veinte soles pintados. Mi traductor le había dicho a la mujer de mentón débil que yo iba a necesitar que la chica quemada se desnudara ante mí, para confirmar que tenía cicatrices suficientes para el cliente que me la había encargado, un tipo nauseabundo que tenía aquella horrible obsesión sexual. Cuando se hubo sacado la primera manga le dije que parase, que ya había visto bastante. Estaba casi segura de que era la chica del vídeo de la Langosta Quemada. Su piel presentaba parches rojizos, manchas negras, fruncimientos, relieve desigual; todo ello era congruente con quemaduras ocasionadas por sustancias químicas.

—Hablo inglés —dijo cuando le indiqué con una seña que se sirviera de Dan para traducir el resto de la conversación.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—¿Candy? —respondió a modo de pregunta, lo que sugería que yo podía aceptar aquel nombre o no. No lo acepté.

—No, tu nombre verdadero.

—Nunca he tenido nombre. Una vez mi familia me llamó Cubo. Hace mucho tiempo. Mis clientes me llaman como quieren.

Seguramente debería haber sufrido unas cuantas bromas ineficaces, siguiendo las instrucciones de Nana de cómo conviene entrar en una conversación seria.

—Estuviste en América, metida en una pecera que iban llenando con lejía, ¿es correcto?

La joven enderezó la espalda, se estremeció y me perforó con la mirada como si yo fuera el pánico personificado. Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero yo se lo impedí.

—He venido a ayudarte, por favor, siéntate —le dije—. Necesito conocer todos los detalles del día que pasaste dentro de aquella pecera.

Hizo falta hablar mucho, necesité recurrir a todas las habilidades que había estado ensayando y estudiando en el arte de la negociación con rehenes. Para mí, la psicología de la negociación con rehenes era la misma que la que se empleaba para calmar a una persona cautiva. Cuando ya llevaba una hora jugando a aquel juego de ganarme la confianza de la joven, asomé la cabeza por la puerta y le dije a mi chófer multiuso que pagase otra hora de trabajo de «Melanie». Melanie era el nombre que se había asignado ella misma, una brusca despedida de sus años de jovencita en los que se llamaba Cubo.

—Sí, aquella pecera. Me quemaron —terminó reconociendo con la cabeza gacha y en postura sentada, pero encogida sobre sí misma. Sus pies descalzos aparecían salpicados de parches desiguales de color rojo.

Yo tenía ganas de formularle las varias docenas de preguntas que tenía pensadas, para poder conocer a fondo los detalles de todo lo que sucedió aquel día hasta que la metieron en la pecera. Necesitaba un relato pormenorizado, paso a paso, y necesitaba validación por medio de una fuente independiente de los datos que me había proporcionado Velada. Pero Melanie levantó un dedo para decirme que esperase, se levantó y fue hasta el otro mueble que había en la habitación, una cómoda de tres cajones. Se agachó, y el fino vestido amarillo que llevaba se extendió sobre el suelo de hormigón. Del cajón de abajo sacó un paño negro, hizo una bola con él en la mano, se incorporó y volvió conmigo.

Por el modo en que alargó el puño cerrado hacia mí sin decir nada, comprendí que quería que abriera las manos, y cuando obedecí dejó caer el paño negro en ellas. Yo lo estiré a modo de lenta metamorfosis, extendiendo las fibras de nailon.

Lo que tenía ante mí era una máscara de tela fina y negra, como la que Eminencia llevaba puesta en el vídeo. De inmediato sentí el impulso instintivo de mirar la parte interior. Como el tejido de nailon es como un cedazo, vi varios cabellos retenidos en él.

—Esto es del hombre que te quemó, ¿verdad?

—Se pone muchos como este. Este lo dejó aquí para cuando viene.

—¿Viene aquí?

—Sí.

—¿Dónde vive?

—No lo sé.

—¿Y cuándo viene?

—Cuando le apetece.

—¿Todas sus máscaras son de este nailon, de esta tela?

—Creo que sí.

La froté y noté que era de un tejido sintético barato. Estudié la posibilidad de probar cómo era de inflamable en mi laboratorio de Indiana.

—¿Podría presentarse aquí ahora mismo, sin más? —pregunté.

—Sí.

—Tienes que venir conmigo. Yo puedo esconderte en algún lugar de este país, conseguirte un abogado de inmigración, protegerte. Lo que tú prefieras. Debemos irnos ya.

Todavía tenía la máscara en la mano. La chica no respondió.

—¿Para qué necesitas saber los detalles del día que estuve dentro de la pecera? —me preguntó, bajando la mirada y jugueteando con los dedos. Volvió a sentarse en la cama, esta vez en el borde y con la cabeza gacha.

—Si conociera hasta el último detalle que recuerdes de ese día, podría salvar a otras chicas —le contesté.

Levantó el rostro hacia mí y me miró fijamente. Dejó de juguetear con los dedos.

—Él se hace llamar Eminencia, ¿verdad?

—Dice que es un hombre eminente, el ser más superior.

—Podemos continuar hablando en un lugar más seguro. Recoge tus cosas.

Le temblaron los labios y musitó unas pocas palabras. Y yo pensé que ya estaba a punto de aceptar marcharse cuando de repente Dan aporreó la puerta y me exigió que la abriera.

—Tenemos que irnos ahora mismo. Está a punto de venir el dueño de esta casa. Le ha llamado la mujer que nos abrió la puerta y le ha dicho que usted estaba haciendo preguntas a su «Tesoro», así la llamó. He oído que lo decía por teléfono. No he podido impedírselo.

—Tienes que irte —dijo Melanie al tiempo que se levantaba de la cama y se apresuraba a salir—. Te encerrarán en una cárcel china y no saldrás nunca. Eminencia conoce a policías corruptos. La embajada no te ayudará. ¡Vete! No puedo ir contigo, si me voy matarán a todas las chicas que hay aquí. Yo soy la que él llama su Tesoro, la que mantiene esta casa en marcha. Está loco.

—Melanie, solo he visto a otras dos chicas en las habitaciones del pasillo. Podemos llevárnoslas con nosotros.

—No lo entiendes. En esta casa hay veinte chicas además de mí y de la bruja que abre la puerta. Las veinte van rotando, todos los días van a la ciudad, hacen sexo en los hoteles. Para empresarios americanos que trabajan en oficinas de fábricas. Son clientes fijos. Si esta noche no estoy aquí para enviar vídeo de todas ellas contando el dinero que han ganado, viene y las mata a todas. Son las reglas. Las dos que están aquí tienen el día libre.

Aspiré todo el oxígeno que pude, miré fijamente a Melanie y decidí que no me quedaban más alternativas.

—Voy a volver, Melanie. Voy a sacarte de aquí, y tenemos que hablar.

Melanie fue la primera en salir de la habitación, detrás fuimos Dan y yo. Cuando íbamos por el pasillo, Melanie tocó en el marco de las habitaciones de las dos chicas, supuestamente para indicarles que no se moviesen. Las cortinas azul marino ondearon a nuestro paso y dejaron entrever que estaban inmóviles en sus esterillas. De pronto Melanie se puso a dar voces en mandarín a la mujer que había telefoneado a Eminencia, a amenazarla con el puño y chillarle. La mujeruca se encogió y me parece que respondió una y otra vez «Lo siento» en mandarín.

—Es mujer tonta. Le diré a Eminencia que es una bruja que se confunde. Que ha espantado a un buen cliente. No sabrá que habéis estado aquí. Ahora debéis marcharos.