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Una nueva condición para Lisa Yyland
Edad: 34 años
En este momento me cuestiono quién soy, si estoy de pie, si estoy volando, si me desmorono. Me pregunto si no soy nada, tal vez solo luz o sonido, algo desconectado de lo que me ata al suelo. Pero esto no explicaría cómo sé que la estoy sosteniendo, de modo que intento concentrarme. Intento desactivar los sentimientos que se activaron por sí solos con la conmoción.
Su sangre gotea de mis dedos y forma telarañas en los huecos de las articulaciones. Acabo de retirar las manos del charco que nació de ella, que le brotó de la espalda cuando salió la bala sin hacer ruido.
La tierra está alfombrada de hojas: rojas, anaranjadas, tostadas, amarillas; los mismos colores que se ven en las copas de los árboles, todavía frondosas. Estamos en el momento de mayor esplendor del otoño, la estación de los admiradores de las hojas. Reina un calor típico del veranillo de San Miguel, pero quizá la temperatura que siento yo se deba a nuestra carrera, la que quedó interrumpida cuando el coche, similar a todos los demás vehículos de lujo que circulan por este pueblo costero de Massachusetts, dobló el recodo.
Reconstruyo con detalle microscópico lo que sucedió en el minuto anterior: un SUV de color negro salió de Harbor Lane y se incorporó a Beach Street; la ventanilla trasera, la del lado del conductor, con lunas tintadas, descendió y miré a la mujer que corría conmigo, la que ahora se halla tendida en el suelo pero que hace un minuto estaba de pie y corriendo: estaba manipulando una lista de canciones en su iPhone. En el simple gesto de girar la cabeza hacia ella y bajar los ojos hacia la pantalla de su iPhone, debí de perderme la boquilla de una pistola que apuntaba en su dirección desde la ventanilla bajada del coche. Acto seguido, sin ningún sonido asociado a ninguna causa, mi compañera se derrumbó de costado y hacia atrás, igual que una jirafa moribunda. Conforme el coche aceleraba hacia la salida del pueblo, el iPhone salió rodando y ahora estará debajo de un arbusto de hortensias sin flores que, casualmente, en este momento me está arañando el talón de Aquiles. Yo había establecido en tres minutos el modo de seguridad del iPhone cuando se lo regalé las Navidades pasadas, lo cual quiere decir que pasan tres minutos hasta que se hace necesario introducir una contraseña. Ya han transcurrido dos minutos desde la última vez que apretó un botón, suponiendo que yo, en mi estado de shock, haya calibrado correctamente el paso del tiempo.
Necesito ese teléfono. No puedo permitir que ni la policía ni nadie se haga con él cuando llegue.
Se me pasó apuntar la matrícula del asesino. Un error imperdonable. «¿Iban a ser tan idiotas como para llevar una matrícula que se pudiera rastrear? A lo mejor no me he perdido nada».
En la parte delantera del cuerpo no hay signos de balazos. Están en la parte de atrás. La parte de atrás, que está en contacto con la grava de este sendero. Hace solo dos minutos, me hinqué de rodillas, la puse de costado, vi piedrecillas en la herida, y la acuné en mis brazos, hiperventilando hasta entrar en un estado de confusión que literalmente me dejó sin aliento. Casi todos los interruptores emocionales de mi mente se encendieron espontáneamente, sin que yo les diera permiso. «¿Quién está gritando?». Me parece que soy yo.
El puerto está detrás. Las campanas de las embarcaciones y el tráfico marítimo siguen su curso. Los patos de la ensenada, que ahora está con la marea baja, se dirigen hacia la tupida vegetación de la marisma salada, como si el mundo no hubiera dejado de girar, como si el infierno no hubiera invadido el pueblo y no hubiera arrojado sobre mí puñados de terror y de maldad inclemente. Mi madre está agonizando en el suelo con piedras incrustadas en la carne, fragmentos de tierra colándose en su columna vertebral. He de desactivar todo sentimiento y dominar mi mente, controlar esta situación.
Quizá oigo sirenas. Quizá una mujer, que también estaba corriendo, viene hacia mí a toda velocidad. Me parece que lleva una falda de tenis de color rosa. Ahora está más cerca, me coge la cara. La visera blanca que lleva encima de su cabello blanco dice SALEO COUNTRY CLUB. Me está gritando que me tranquilice, lo cual no surte ningún efecto, sino que más bien consigue lo contrario, que me enfurezca. «Tranquilízate —me dice otra vez—. Tranquilízate». Por el modo en que lo dice, con ese acento de Boston, alargando las vocales, hace que mis párpados se cierren y las aletas de mi nariz se ensanchen. La visera del Saleo Country Club le oculta las gafas de sol negras.
«Saleo exige a sus miembros vestir solamente de blanco, y ella va de rosa».
El Saleo Country Club se encuentra a diez minutos de aquí, lejos de Fry Rock Beach, que era adonde nos dirigíamos nosotras. Saleo, adonde acuden a jugar al golf los presidentes ejecutivos, los directivos de empresas, los jueces, determinados políticos y los aduladores. Así es como describe mi madre ese club, riéndose con adjetivos ridiculizantes. Así es como lo describía.
Necesito concentrarme. Necesito no sentir esto. Necesito desactivar los sentimientos. Necesito dejar a mi madre en el suelo y buscar su teléfono sin que me vea nadie.
Los coches se acumulan frenando a mi izquierda. Un Mercedes antiguo. Un BMW nuevo. Varios Volvos y SUV. Un Audi viejo que me recuerda a mi hijo Vantaggio. Vanty se encuentra fuera, en su primer año de universidad, a salvo en Princeton con Sarge, el hombre al que pago para que lo proteja. El Audi de Vanty está en el aparcamiento de la universidad.
«Llamaré a Vanty… No, llamaré a Lenny, le pediré que vea si nuestro Vanty se encuentra bien».
Wedding Park, con su circuito para corredores bordeado de árboles, su sendero de piedras, su cancha de béisbol, su edificio blanco y redondo y su parque infantil, limita con el puerto a mi derecha. En ese lado se congregan las niñeras que hace unos momentos estaban cotilleando en los bancos mientras los niños se lanzaban por los toboganes, grupos de corredores a la moda y una clase entera de yoga. Ruidos, murmullos y gritos se confunden con el colorido follaje formando un caleidoscopio de sensaciones borrosas.
Centro la mirada en una nube. No es la primera vez que sufro un trauma. Soy capaz de mantenerme fría. «Mantente fría». Empiezo a contar los bultos y los jirones: hay once nódulos de cúmulos, ni un solo punto oscuro, ni un solo nubarrón de tormenta. Podría pintar esa nube, primero con una panza rechoncha y luego añadiendo contornos en forma de pinceladas blancas y grises de un tono muy claro, y acaso con un toque infinitesimal de azul. Al estudiar los píxeles de colores vivos que me rodean, lucho contra todos los interruptores que se han activado espontáneamente en mi interior. Miedo: lo aparto de mí. Ira, le cierro la puerta de golpe. Odio, tristeza, dolor, incredulidad, todos fuera. Me quedo insensible. Muerta por dentro. No puedo sentirme así por mi madre.
Todo esto no debería estar sucediendo. Todo esto no formaba parte del plan. Esto supone una desviación tremenda.
Siento un tirón en la sudadera que me hace bajar de nuevo a la tierra, así que me inclino hacia la boca de mi madre, donde la sangre ha manchado su dentadura blanca y perfecta. Cuando mi oído llega ahí, oigo cómo gorgotea y se ahoga en la pérdida de viscosidad de la vida.
—Juez Rasper… —susurra mi madre entre ahogos.
—¿Qué? ¿Quién? —le pregunto, aunque lo que ha dicho está tan nítido en mi cabeza como si lo hubiera dicho yo misma. Quiero confirmación, porque noto que en mi interior está naciendo un estado nuevo.
Noto que el plan está modificándose para añadir una capa adicional. Mi plan lleva dieciocho años tomando forma: es un plan destinado a sacar a la luz a aquellas personas que fueron cruciales para lo que me ocurrió hace dieciocho años. Y ahora tengo la seguridad de que mi madre estuvo fisgoneando, quedó atrapada en mi red, y por ello va a morir.
—Juez Rasper —repite mi madre—. Guarda relación con tu secuestro. —Pone los ojos en blanco y enseguida su cabeza se desploma sobre mi antebrazo. Ya no está. Se ha ido.
De nuevo me envuelve una tormenta de sentimientos. No veo nada más que un color blanco, y la garganta y los pulmones me arden a causa de la privación de oxígeno. He de luchar contra mí misma, no puedo caer en espiral. Me concentro en pintar la nube. «La nube, la nube es mi ancla». Acciono todas las palancas emocionales, otra vez. Y otra. Hay un sentimiento que es el más difícil de todos, pero consigo dominarlo haciendo un gran esfuerzo: la culpa. La desactivo. Que mi madre se haya ido es culpa mía. Ya están todos los sentimientos desactivados.
La deposito en el suelo.
Cojo su iPhone con un floreo típico de un mago.
La mujer de la falda rosa pone mucha atención en mirar cómo me lo guardo en el bolsillo de mi sudadera.