Capítulo 24
Los rugidos, que antes se habían ido extendiendo en una larga línea de sonido a través del bosque, empezaron ahora a ser intermitentes y a debilitarse. Los discursos estentóreos y poderosos de la artillería continuaron oyéndose en algún encuentro distante, pero los estallidos de los fusiles habían ya casi cesado completamente. El muchacho y su amigo levantaron los ojos súbitamente, sintiendo casi una especie de vacío, de molesto embotamiento ante la desaparición de todos estos ruidos que habían llegado a ser parte de su misma vida. Pudieron ver entonces que se estaban efectuando cambios entre las tropas; había marchas en muchas direcciones, por aquí y por allá, y una batería empezaba a rodar despacio. En la cima de una colina apareció el espeso y reluciente brillo de muchos fusiles que se alejaban.
El muchacho se levantó.
—Bueno, ¿y ahora qué?, me pregunto —dijo.
Por su tono parecía que se estaba preparando para resistir alguna nueva monstruosidad en cuanto a estruendos y destrucciones. Con su mano tiznada puesta ante la frente se hizo sombra a los ojos y miró hacia el campo.
Su amigo se levantó también para mirar.
—Te apuesto lo que quieras a que vamos a salir de aquí para volver hacia el río —dijo.
—Bueno, ¡por vida de!… —dijo el muchacho.
Esperaron mientras continuaban observando. Al cabo de muy poco tiempo el regimiento recibió órdenes de disponerse a volver sobre sus pasos. Los hombres se levantaron gruñendo de la hierba, en continuas lamentaciones por tener que abandonar el suave reposo. Irguieron sus piernas entumecidas y se desperezaron, alzando los brazos por encima de su cabeza. Uno de ellos lanzó una maldición mientras se frotaba cansadamente los ojos. Todos gimieron:
—¡Oh, Dios!
Todos sentían tantas objeciones hacia este cambio ordenado, como las hubieran tenido ante la aparición de una nueva ocasión de librar una batalla.
De vuelta, anduvieron lentamente por el campo, a través del cual habían corrido poco antes en su loca escapada.
El regimiento continuó su marcha hasta reunirse con sus compañeros; allí volvieron a formar la brigada, en columna, para dirigirse, a través del bosque, hacia la carretera. A los pocos instantes se hallaron en medio de una masa de tropa cubierta de polvo y empezaron a andar fatigosamente, siguiendo un camino paralelo a las líneas enemigas, según éstas habían sido determinadas poco antes durante el conflicto sostenido con ellas.
Pasaron durante su camino frente a una casa, blanca e impasible, y vieron ante ella varios grupos de sus camaradas que yacían a la sombra detrás de un cuidado terraplén. Una hilera de cañones seguía disparando sin cesar a un enemigo lejano. Las granadas que les eran lanzadas como respuesta levantaban nubes de polvo y astillas. Algunos jinetes pasaban rápidamente a lo largo de la línea de las trincheras.
Cuando alcanzaron este punto en su marcha, la división trazó una curva, alejándose del campo, y empezó a dirigirse sinuosamente en dirección al río. Cuando el significado de este movimiento se hizo claro en la mente del muchacho, volvió la cabeza y miró, por encima de su hombro, hacia el terreno pisoteado y sembrado por todas partes de destrucción.
Lanzó un suspiro de satisfacción íntima. Luego tocó a su amigo en el codo.
—Bueno, ya se acabó —le dijo.
Su amigo miró hacia atrás.
—¡Válgame Dios! Es verdad —contestó. Ambos callaron, reflexionando.
Por algún tiempo el muchacho se vio obligado a meditar de modo asombrado y algo incierto. Sabía que su mente estaba sufriendo un sutil cambio y tardó en abandonar su humor batallador y a volver a adaptarse a su acostumbrada manera de pensar. Gradualmente sintió que su cerebro emergía de entre todas las agolpadas nubes que lo envolvían y por fin pudo contemplar y abarcarse a sí mismo y a las circunstancias con más exactitud.
Comprendió entonces claramente que la existencia de disparos y contradisparos era ya cosa del pasado. Se había encontrado en una tierra de extrañas y furiosas revueltas y había salido adelante. Se había hallado en un lugar donde se mezclaban el rojo de la sangre y el negro de la pasión, y había escapado. Su primer pensamiento fue alegrarse de que esto hubiera sucedido así.
Después empezó a examinar sus propias acciones, sus fracasos y sus triunfos. Y así, cuando acababa de abandonar aquellas escenas, en las cuales muchos de sus acostumbrados resortes de reflexión habían permanecido inactivos, y de las cuales, obedientemente, había salido, se esforzó por reunir hasta donde le fuera posible todos sus actos.
Por fin los tuvo todos ante sí con claridad. Desde el punto de vista en el cual se hallaba ahora, le era posible mirarlos como un espectador y criticarlos con bastante acierto, porque su nueva condición había ya derrotado por completo ciertas compasiones anteriores.
Mirando esta procesión de recuerdos, se sintió lleno de gozo y sin pesar alguno, porque en ella sus actos públicos aparecían con grande y brillante prominencia. Las actuaciones que habían sido observadas por sus compañeros aparecían ahora ante él envueltas en púrpura y oro, con varias desviaciones. Marchaban alegremente, como al compás de la música. Era un placer contemplarlas. Pasó varios y deliciosos minutos observando las doradas imágenes del recuerdo.
Comprendió que valía. Recordó, con un estremecimiento de alegría, los comentarios respetuosos y admirados de sus camaradas hacia su conducta.
Y, sin embargo, el fantasma de su huida del primer encuentro seguía apareciendo ante él y danzaba. Sintió que su cerebro lanzaba pequeños gritos por esto y, por un instante, enrojeció y la luz de su espíritu pareció parpadear avergonzada.
Hasta él llegó un espectro lleno de reproche. Allí se erguía el recuerdo obstinado del soldado andrajoso, de aquel que, perforado por las balas y debilitado por la pérdida de sangre, se había preocupado por la herida imaginada en otro; de aquel que había prestado sus últimas fuerzas y su inteligencia al soldado alto; de aquel que, ciego por el cansancio y el dolor, había sido abandonado en el campo.
Por un momento se sintió empapado por un angustioso sudor frío al imaginar que podían descubrirlo en esto. Y como permanecía insistentemente ante sus ojos, lanzó un grito de aguda irritación y agonía.
Su amigo se volvió hacia él.
—¿Qué te pasa, Henry? —le preguntó.
El muchacho lanzó, como respuesta, un estallido de rojas maldiciones.
Mientras seguía marchando a lo largo del estrecho camino, bajo las ramas de los árboles y entre sus charlatanes compañeros, esta visión de crueldad pasó ante él. Permanecía siempre pegada a él, con obstinación, y oscurecía la imagen de aquellos otros actos de púrpura y oro. Fuera el que fuera el lugar al que se volvieran sus pensamientos, eran al momento seguidos por el fantasma de aquel abandono en el campo. Miró a escondidas, de soslayo, a sus compañeros, seguro de que les sería fácil descubrir en su cara pruebas de esta persecución. Pero aquéllos seguían avanzando pesadamente, formando filas desiguales, discutiendo con frases y palabras rápidas lo sucedido en la última batalla.
—Oh, si alguien me preguntara, yo diría que hemos recibido una buena paliza.
—¿Paliza? ¡Y que lo creas! No estamos derrotados, hijitos. Vamos a dar la vuelta por aquí, torcer, y llegarles por detrás.
—¡Oh, cállate ya con tu llegarles por detrás! Ya he visto todo lo que deseo ver de este asunto. No me digas que vamos a salirle por detrás…
—Bill Smithers dice que prefiere estar en mil batallas a permanecer en aquel infernal hospital. Dice que hubo tiroteo durante la noche y que las granadas cayeron en medio del hospital. Dice que nunca oyó un griterío igual.
—¿Hasbrouck? Es, sin duda, el mejor oficial del regimiento. Tiene agallas.
—¿No te dije que íbamos a salirles por detrás? ¿No te lo dije? Vamos a…
—¡Oh, cállate la boca de una vez!
Durante largo rato el recuerdo constante del hombre andrajoso apagó la alegría que se había esparcido por las venas del muchacho. Comprendió su enorme error y temió que estaría para siempre ante él, durante toda su vida. No pudo tomar parte alguna en la charla de sus camaradas, ni los miró, ni parecía reconocerlos, excepto cuando le asaltaba la súbita sospecha de que les era posible contemplar sus propios pensamientos y estaban, quizá, examinando detalladamente la escena en la que él se había hallado con el soldado andrajoso.
Sin embargo, gradualmente, fue reuniendo fuerzas para lograr colocar su pecado a distancia. Y por fin sus ojos parecieron abrirse a nuevos horizontes. Entonces vio que podía contemplar la pompa y ampulosidad de sus antiguas creencias y verlas exactamente tal y como eran. Y se sintió invadir por el gozo cuando descubrió que ahora en verdad las despreciaba.
Junto con esta convicción llegó hasta él una enorme seguridad. Sintió que poseía una silenciosa virilidad, que no era exigente, pero que estaba dotada de sangre fuerte y sana. Supo claramente que ya no iba nunca más a perder el valor ante su destino, donde quiera que apuntaran las flechas indicadoras del camino a seguir. Había llegado a acercarse hasta tocar a la gran muerte, y había visto que, después de todo, no era más que la gran muerte. El era un hombre.
Y así acaeció que, mientras se alejaba lentamente del lugar de la sangre y de la ira, su alma cambió. Pasó de arados ardientes[16] a visiones de pacífico césped, y era como si los ardientes y llameantes arados no existieran. Sus cicatrices cayeron mustias y sin vida, como hacen las flores.
Llovía. La procesión lenta de soldados cansados se convirtió en un cortejo sucio, quejoso y murmurante, que marchaba con el esfuerzo que se exigiría de un batidor mecánico a través de una balsa de barro líquido, de un tono castaño oscuro, bajo un cielo cargado y desapacible. Sin embargo, el muchacho sonreía porque vio entonces que el mundo era verdaderamente un mundo para él, aunque muchos otros descubrieran que estaba compuesto solamente de palos y maldiciones. Se había librado completa y totalmente de la enfermedad roja de la batalla. Aquella sofocante pesadilla era ya algo que pertenecía al pasado. Había sido un animal llagado y sudoroso, que se ahogaba en el ardor y la angustia de la guerra. Y ahora se volvía, con el ansia y la sed del enamorado, hacia imágenes de cielos tranquilos y sonrientes, de frescos prados y de fríos arroyos… Una existencia de paz, dulce y eterna.
A lo lejos, desde el otro lado del río, avanzaba la flecha dorada de un rayo de sol a través de las huestes de nubes plomizas, cargadas de lluvia.[17]
FIN