Capítulo 6

El muchacho volvió en sí lentamente.

Gradualmente volvió a colocarse en una posición desde la cual pudiera contemplarse a sí mismo. Durante unos minutos había estado examinando su propia persona con enorme asombro, como si no se hubiera visto antes. Luego cogió su gorra del suelo. Se agitó en su chaqueta para que se ajustara más cómodamente a su cuerpo y se apoyó en una rodilla para abrocharse el zapato. Pensativamente secó su cara empapada.

Así que, por fin, ¡había pasado todo! La prueba suprema estaba tras él. Las rojas y formidables dificultades de la guerra habían sido vencidas.

Se hundió en un éxtasis de autocomplacencia. Experimentó las sensaciones más deliciosas de su vida. Permaneciendo como aparte de sí mismo, examinó de nuevo aquella última escena y se dio cuenta de que el hombre que así había luchado era magnífico.

Sintió que era un hombre cabal. Se vio a sí mismo dotado de aquellas cualidades, incluso, que había considerado muy por encima de sí. Sonrió con honda satisfacción.

Derramó ternura y buena voluntad sobre sus compañeros:

—¡Uf! Hace calor, ¿verdad? —dijo a uno que se estaba frotando la cara chorreante con las mangas de su chaqueta.

—¡Y que lo digas! —dijo el otro, sonriendo amistosamente—. Nunca vi un calor más agobiante —y se tendió a la larga sobre el suelo, voluptuosamente—. ¡Demonios! Espero que no tengamos que volver a luchar hasta dentro de ocho días.

Hubo algunos apretones de mano y hondas palabras con hombres cuyos rasgos le eran conocidos, pero con los cuales el muchacho sentía ahora que le unían lazos de unión cordial. Ayudó a un camarada que andaba lanzando maldiciones a vendarse una herida en el tobillo.

Pero, súbitamente, se oyeron gritos de asombro a lo largo de las filas del nuevo regimiento:

—¡Aquí llegan de nuevo! ¡Aquí llegan de nuevo!

El hombre que se había tendido en el suelo saltó, gritando:

—¡Dios!

El muchacho volvió los ojos rápidamente hacia el campo. Percibió figuras que empezaban a fundirse en masas saliendo de un bosque distante. Vio de nuevo la bandera inclinada avanzando hacia adelante con rapidez.

Las granadas, que habían dejado de molestar al regimiento durante un tiempo, llegaron de nuevo en torbellino y explotaban en la hierba o entre las hojas de los árboles. Parecían extrañas flores de guerra estallando en fiera floración.

Los hombres gimieron. El brillo desapareció de sus ojos. Sus caras tiznadas expresaban ahora un profundo abatimiento. Movían sus cuerpos rígidos lentamente y contemplaban con humor sombrío el frenético aproximarse del enemigo. Los esclavos que servían en el templo de este dios empezaban a experimentar rebeldía ante sus duras órdenes.

Se agitaban y murmuraban sus quejas el uno al otro:

—Bueno, ¡esto ya es demasiado! ¿Por qué no puede alguien mandarnos ayuda?

No vamos a poder aguantar este segundo ataque. Yo no vine aquí para luchar contra todo el condenado ejército rebelde.

Hubo también uno que lanzó una doliente exclamación:

—¡Ojalá Bill Smithers me hubiera pisado a mí la mano en vez de pisársela yo a él!

Las articulaciones doloridas del regimiento crujían mientras penosamente se colocaban, vacilantes, en posición de contraataque.

El muchacho miraba atónito. Seguramente, pensó, este algo tan imposible no estaba a punto de suceder. Esperó, como si creyera que el enemigo iba a detenerse súbitamente, excusándose y retirándose con un saludo. Era todo un error.

Pero empezó el tiroteo en alguna parte de la línea del regimiento y se esparció, en oleadas, en ambas direcciones. Las ondas llameantes y niveladas producían grandes nubes de humo que rodaban y botaban en el viento suave, cerca del suelo, por un momento y luego pasaban resbalando por entre las filas como por una verja. Estas nubes estaban teñidas de un amarillo terroso a la luz del sol y en la sombra eran de un azul triste. La bandera era a veces devorada y perdida entre esta masa de vapor, pero más a menudo sobresalía, bañada por el sol, resplandeciente.

A los ojos del muchacho asomó la mirada que uno puede ver en las órbitas de un caballo acosado. Le temblaba el cuello con debilidad nerviosa y los músculos de sus brazos estaban entumecidos y faltos de sangre. También sus manos parecían enormes y torpes, como si estuvieran cubiertas con guantes de hierro. Y había gran inseguridad en las articulaciones de sus rodillas.

Las palabras que sus camaradas habían pronunciado antes del tiroteo empezaron a volver a su mente:

—¡Esto ya es demasiado! ¿Por quién nos toman?

¿Por qué no mandan refuerzos? ¡Yo no vine aquí para luchar contra todo el condenado ejército rebelde!

Empezó a exagerar la resistencia, la habilidad y el valor de los que llegaban. Sintiéndose tambalear de cansancio, experimentaba un asombro sin límites ante tal persistencia. Tenían que ser máquinas de acero. Era desalentador luchar contra tales artefactos, que quizá tuvieran cuerda suficiente para luchar hasta la puesta del sol.[12]

Levantó ligeramente el fusil y, echando un vistazo al ajetreado campo, disparó contra un grupo que avanzaba a largos pasos. Luego se detuvo e intentó ver cuanto pudiera a través del humo. Vio escenas cambiantes del suelo cubierto de hombres que corrían como diablos perseguidos y gritaban.

Para el muchacho era una amenaza hecha por temibles dragones. Se sintió como el hombre que ha perdido las piernas al acercársele el monstruo verde y rojo. Esperó en una especie de actitud horrorizada, atenta. Parecía cerrar los ojos y esperar ser devorado.

Un hombre que estaba cerca de él y que hasta ese momento había estado trabajando afanosamente con su fusil se detuvo súbitamente y salió corriendo y aullando. Aquél cuya cara había ostentado una expresión de exaltado valor, la majestad del que se atreve a dar su vida, en un instante había sido reducido a algo despreciable. El muchacho palideció como el que llega al borde de un abismo a medianoche y se da cuenta de ello repentinamente. El también arrojó al suelo su arma y huyó. No había vergüenza en su cara. Corría como un conejo.

Otros empezaron a dispersarse a través del humo. El muchacho volvió la cabeza, sacudido fuera del trance en que se hallaba por este movimiento, como si el regimiento lo dejara atrás. Vio unos cuantos que huían.

Entonces gritó aterrorizado y dio media vuelta. Por un momento, en medio de aquel gran clamor, quedó como un ave asustada. Perdió la dirección salvadora; la destrucción le amenazaba en todas direcciones.

Luego echó a correr hacia la retaguardia a grandes saltos. Había perdido la gorra y el fusil; su chaqueta desabrochada se hinchaba con el viento; la cubierta de su caja de cartuchos cabeceaba frenéticamente y la cantimplora, sujeta con una delgada cuerda, se balanceaba tras él. Tenía en la cara el horror de todo lo que imaginaba.

El teniente saltó hacia adelante, gritando. El muchacho vio sus rasgos rojos por la ira y lo vio intentar tocarle con la espada. Su único pensamiento sobre el incidente fue que el teniente era una criatura peculiar, si podía interesarse por tales cosas en una ocasión así.

Corría como si estuviera ciego. Dos o tres veces cayó al suelo. Una vez su hombro dio con tanta fuerza en el tronco de un árbol, que se cayó de cabeza.

Desde el momento en que se volvió de espaldas a la lucha, se intensificó su miedo: la muerte a punto de caer sobre sus hombros era muchísimo más horrible que la muerte a punto de darle entre los ojos. Cuando pensó en esto más tarde, nació en él la convicción de que es mejor contemplar lo horroroso que limitarse a oírlo solamente. Los ruidos de la batalla eran como piedras y él se creía a punto de ser aplastado.

Al correr, se mezcló con otros. Borrosamente veía hombres a su derecha y a su izquierda y oía pasos tras de sí y creyó que todo el regimiento huía perseguido por choques siniestros.

Durante su huida, el sonido de estos pasos que le seguían le proporcionó un débil consuelo. Sentía vagamente que la muerte tenía que elegir primero entre los hombres que se hallaban cerca de ella; aquellos que le seguían a él serían, entonces, los bocados iniciales de los dragones. Por lo tanto, desplegó el celo de un corredor enloquecido con la idea de mantenerlos a ellos detrás. Era una verdadera carrera.

Mientras marchaba a la cabeza, cruzó un pequeño campo y se halló en una región azotada por las granadas. Se lanzaban por encima de su cabeza con gritos prolongados y salvajes. Al oírlos imaginó que tenían hileras de crueles dientes que le sonreían. Una vez una de ellas cayó ante él y el relámpago lívido de la explosión le cerró con efectividad el camino en la dirección escogida. Se arrastró por el suelo y luego, irguiéndose de un salto, marchó a todo correr a través de unos matorrales.

Experimentó un estremecimiento de asombro al llegar a un punto en que podía ver una batería en acción. Aquellos hombres parecían ostentar una actitud convencional, completamente ajenos a la inminente aniquilación. La batería se hallaba argumentando con un lejano antagonista y los tiradores parecían envueltos en admiración ante sus propios disparos. Se inclinaban continuamente en actitudes alentadoras sobre los cañones y parecían felicitarlos con unos golpecitos en la espalda y animarlos con palabras. Los cañones, impasibles y sin miedo, hablaban con insistente valentía.

Los precisos tiradores estaban serenamente entusiasmados. Siempre que podían levantaban los ojos a la colina coronada de humo desde donde la batería enemiga se dirigía a ellos. El muchacho los compadeció mientras corría. ¡Idiotas metódicos!

¡Locos mecánicos! La refinada alegría de andar lanzando granadas en el centro de la formación de otra batería iba a ser poca cosa cuando la infantería surgiera del bosque barriéndolo todo ante ella.

La cara de un jinete juvenil, tirando de las riendas de un caballo frenético con el mismo negligente abandono que podría desplegar en un plácido corral, quedó grabada en su mente. Sabía que estaba mirando a un hombre que iba a morir en muy breve tiempo.

Sintió también piedad por los cañones, que permanecían en atrevida línea, como seis buenos camaradas.

Vio a una brigada que iba en ayuda de algunos de sus perseguidos miembros. Trepó hasta una pequeña colina y la observó, avanzando con precisión, guardando la formación en lugares difíciles. El azul de la línea estaba incrustado de reflejos de acero y de ella surgían las brillantes banderas. Los oficiales gritaban.

Esta escena le llenó de admiración. La brigada se apresuraba enérgicamente para ser devorada por las bocas infernales del dios de la guerra. ¿Qué clase de hombres eran aquéllos entonces? ¡Eran una raza asombrosa! O bien, no comprendían nada, los imbéciles.

Una orden furiosa causó conmoción entre la artillería. Un oficial sobre un caballo hacía gestos frenéticos con los brazos. Los equipos surgieron vacilantes desde atrás, se dio la vuelta a los cañones y la batería se alejó velozmente.

Los cañones, con sus bocas inclinadas lateralmente hacia el suelo, gruñían y refunfuñaban como hombres corpulentos, valientes, pero enemigos de darse prisa.

El muchacho siguió adelante, moderando su velocidad, puesto que se había alejado ya del lugar ruidoso.

Más tarde llegó junto a un general de división montado en un caballo que erguía las orejas de modo interesado hacia la batalla. Había grandes cantidades de amarillo reluciente y de cuero pulido en la silla y en la brida. Sobre tan espléndido corcel el silencioso jinete parecía de color de ratón.

Su estado mayor, tintineante, galopaba de aquí para allá. A veces el general se hallaba completamente solo; parecía estar muy preocupado. Tenía el aspecto de un hombre de negocios cuyas acciones no cesan de subir y bajar.

El muchacho pasó escabulléndose por aquel lugar. Pasó tan cerca como se atrevió tratando de oír palabras. Quizá el general, incapaz de comprender el caos, le llamaría para pedirle información. Y él podía dársela. El lo sabía todo. Era innegable que el ejército se hallaba en una situación difícil y cualquier necio podía ver que si no se retiraban mientras tenían oportunidad de hacerlo… bueno…

Sintió que le gustaría azotar al general o, al menos, acercarse a él y decirle con palabras claras lo que pensaba exactamente de él. Era criminal quedarse tranquilo en un lugar y no hacer esfuerzo alguno para detener la destrucción. Hizo su paso algo más lento, lleno de febril ansiedad, para que el jefe de la división se dirigiera a él.

Mientras se movía cansadamente por allí oyó que el general exclamaba irritado:

—Tompkins, acérquese a Taylor y dígale que no se dé tan condenada prisa; dígale que pare su brigada en el borde del bosque; dígale que mande un regimiento…, diga que creo que el centro cederá si no le ayudamos algo. Que se dé prisa.

Un joven delgado, montado en un hermoso caballo castaño, cogió estas palabras de boca de su superior. Hizo que su caballo pasara casi repentinamente del paso de paseo al galope en su prisa por llevar a cabo su misión. Hubo una nube de polvo.

Un momento después, el muchacho vio al general saltar nerviosamente en la silla.

—Sí; ¡válgame Dios!, ¡lo han hecho! —El oficial, inclinado hacia adelante, tenía la cara roja de emoción—. Sí, por todos los diablos; ¡lo han detenido!, ¡lo han detenido!

Empezó a rugir alegremente a sus hombres:

—¡Vamos a aplastarlo! ¡Ahora, vamos a aplastarlo! ¡Lo tenemos cogido!

Se volvió de repente a un ayudante y le dijo:

—Jones…, deprisa…, corra hacia Tompkins…, vea a Taylor…, dígale que entre en fuego… incesantemente…, con fuerza…, como le parezca.

Mientras otro oficial espoleaba su caballo en la misma dirección que había tomado el primer mensajero, el general irradiaba su complacencia sobre la tierra, como un nuevo sol. Se veía en sus ojos el deseo de entonar un himno de alabanza. Seguía repitiendo:

—¡Los han detenido! ¡Por los clavos de Cristo!

Su excitación hizo que su caballo se encabritara, y él, alegremente, lo golpeó y le amonestó. Parecía montar el caballo de un carrusel.