Capítulo 17

Este avance del enemigo le había parecido al muchacho una caza en la que no se daba cuartel al perseguido. Empezó a arder de rabia y desesperación. Golpeó el suelo con el pie y frunció el ceño mirando con odio los remolinos de humo que se iban acercando a ellos como una inundación fantasma. Había una cualidad enloquecedora en esta aparente decisión del enemigo de no dejarles descansar, de no dejarle a él tiempo para sentarse a pensar. El día anterior había luchado y había huido rápidamente. Le habían sucedido muchas aventuras. Sintió ahora que se había ganado para el día presente la oportunidad de alcanzar un reposo contemplativo. Hubiera podido disfrutar esbozando ante oyentes no iniciados varias escenas de las cuales había sido testigo, o discutiendo hábilmente los procesos de la guerra con otros hombres avezados. Era también otra cosa muy importante que se le diera el tiempo necesario para recuperarse físicamente. Se sentía con el cuerpo dolorido y entumecido después de sus experiencias. Había recibido su medida colmada con respecto a todo esfuerzo, y deseaba descansar.

Pero aquellos otros hombres no parecían cansarse nunca; seguían luchando con la misma rapidez con que anteriormente lo hicieran. Sintió un odio salvaje hacia aquel enemigo incansable. El día anterior, cuando se había imaginado que el universo entero se hallaba contra él, había odiado a ese universo entero, pequeños y grandes dioses; ahora odiaba al ejército del enemigo con el mismo inmenso odio. No iban a lograr arrancarle la vida a golpes, como a un gato perseguido por chiquillos, se dijo. No era conveniente llevar a los hombres a posiciones desesperadas, porque en aquellos momentos todos podían sacar repentinamente dientes y garras.

Se inclinó y habló al oído de su amigo, amenazando a los bosques con un gesto:

—Si siguen persiguiéndonos, ¡por Dios!, será mejor que tengan cuidado. No me siento capaz de aguantar mucho más.

El amigo volvió la cabeza y pronunció una serena respuesta:

—Si siguen persiguiéndonos, nos harán caer al río.

Ante estas palabras el muchacho lanzó una salvaje exclamación. Se agazapó detrás de un pequeño árbol con los ojos ardientes de odio y los dientes crispados en un rictus salvaje. Llevaba aún aquella venda improvisada alrededor de la cabeza y, sobre la herida, había una mancha de sangre seca. Tenía el pelo enormemente revuelto y sobre la tela del vendaje y hacia su frente colgaban algunos mechones sueltos y movedizos. La chaqueta y la camisa, que llevaba abiertas en la garganta, exponían su juvenil cuello bronceado. Podían verse, en su garganta, estremecimientos espasmódicos.

Sus dedos se agarrotaron nerviosamente alrededor del fusil. Hubiera deseado que se transformara en un artefacto de poder aniquilador. Sintió que él y sus compañeros eran atormentados y ridiculizados, porque el enemigo tenía la sincera convicción de que eran débiles y miserables. Reconocer que era impotente para vengar esta idea hizo que su furia se convirtiera en un espectro oscuro y tormentoso que lo poseía y le hacía soñar con la ejecución de abominables crueldades. Los atormentadores eran como moscas que sorbieran insolentemente su sangre, y pensó que hubiera dado su vida a cambio de poder vengarse, cuando vio la expresión de sus caras en una situación sin esperanza.

Los vientos de batalla habían seguido soplando sobre todo el regimiento hasta que un fusil, instantáneamente seguido por otros varios, llameó al frente. Un momento después el regimiento rugió una súbita y valerosa respuesta. Una densa muralla de humo fue descendiendo, posándose lentamente. Era sin cesar desgarrada y abierta furiosamente por las cuchilladas de fuego de los fusiles.

Al muchacho los luchadores le parecían animales que hubieran sido arrojados al fondo de un oscuro pozo para batirse hasta la muerte. Tenía la sensación de que él y sus acosados compañeros estaban rechazando sin cesar los ataques de criaturas viscosas que se deslizaban entre sus dedos. Las rojas llamaradas lanzadas por ellos parecían no tocar los cuerpos de los enemigos; éstos parecían evitarlos con facilidad y atravesarlos y pasarles por encima, y a su alrededor, y entre ellos, con habilidad inigualada.

Cuando al muchacho le pareció, como si lo viera en un sueño, que su fusil no era más que un impotente bastón, perdió el sentido de todo lo que no fuera su odio, su deseo de aplastar hasta convertir en pulpa la brillante sonrisa de victoria que podía sentir en las caras de sus enemigos.

La línea azul, rodeada por el humo, se curvaba y se encogía como una serpiente a la que alguien ha pisado. Agitaba sus extremos hacia adelante y hacia atrás en una constante agonía de miedo y rabia.

El muchacho no se dio cuenta de que se había erguido sobre sus pies. No sabía siquiera en qué dirección se hallaba el suelo. En realidad perdió incluso una vez el hábito del equilibrio y cayó pesadamente. Se levantó de nuevo, inmediatamente. En aquel momento una idea atravesó el caos de su cerebro. Se preguntó si habría caído porque le habían alcanzado con un disparo; pero la sospecha se desvaneció al momento. Y no pensó más en ello.

Cuando había tomado su primera posición detrás del pequeño árbol, fue con la firme determinación de defenderla ante el mundo entero. No había creído en la posibilidad de que su ejército pudiera triunfar aquel día, y por esto sintió que tenía suficiente habilidad para luchar más denodadamente. Pero la muchedumbre había surgido por todas partes hasta que él perdió todo sentido de direcciones y colocaciones, excepto que sabía bien dónde se hallaba el enemigo.

Sintió que las llamas le mordían y que el humo ardiente asaba su piel. El cañón de su fusil se calentó hasta tal punto que normalmente no hubiera sido posible para sus manos sostenerlo; pero siguió llenándolo de cartuchos y empujándolos con su baqueta flexible y tintineante. Si apuntaba a una figura cambiante a través del humo, apretaba el gatillo con un fiero gruñido, como si le estuviera asestando un puñetazo con toda su fuerza.

Cuando el enemigo pareció retroceder ante él y sus compañeros, se adelantó instantáneamente, como el perro que, al ver que sus enemigos se debilitan, se revuelve e insiste en ser perseguido. Y cuando se vio obligado a retirarse una vez más, lo hizo lenta, resentidamente, con pasos de airada desesperación.

Una vez, llevado por su intenso odio, se encontró casi solo y disparando cuando todos los demás que estaban cerca de él habían dejado de hacerlo. Se hallaba tan enfrascado en su ocupación, que no se dio cuenta de que les habían sido concedidos unos pocos minutos de descanso.

Una risa ronca y unas palabras que llegaron hasta sus oídos, pronunciadas por una voz llena de asombro y burla, le obligaron a volver en sí:

—¡Tú, maldito loco! ¿No sabes parar cuando no hay nadie contra quien disparar? ¡Santo Dios!

Entonces dio media vuelta y, descansando con el fusil colocado a medias en posición, observó la línea azul de sus camaradas. Durante este momento de descanso todos parecían hallarse ocupados en mirarle a él con asombro. Se habían convertido en espectadores. Una vez más se volvió hacia el frente y, bajo el humo que iba elevándose, vio un terreno completamente abandonado.

Se quedó contemplándolo por unos momentos asombrado. Luego, en la vacuidad vítrea de sus ojos, brilló repentinamente un destello diamantino de inteligencia.

—¡Oh! —exclamó, comprendiendo.

Volvió a colocarse junto a sus camaradas y se echó en el suelo. Se dejó caer tendido, como un hombre al que le hubieran dado de latigazos. Le parecía que su carne estaba ardiendo y que los sonidos de la batalla continuaban llenándole los oídos. Ciegamente tanteó con las manos en busca de su cantimplora.

El teniente parecía estallar de satisfacción. Daba la impresión de hallarse borracho de lucha. Le gritó al muchacho:

—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Si tuviera diez mil gatos salvajes como tú, podría arrancarle las tripas a esta guerra en menos de una semana!

Y al decir esto, hinchó el pecho con majestuosidad.

Algunos hombres hablaron en voz baja y miraron al muchacho con un aspecto lleno de respetuoso asombro. Era evidente que, a pesar de haber continuado cargando y disparando y maldiciendo sin ninguna interrupción, habían encontrado algunos momentos libres para contemplarlo. Y ahora lo consideraban un demonio lleno de espíritu guerrero.

El amigo se le acercó, tambaleándose. Había en su voz algo de temor y ansiosa preocupación.

—¿Estás bien, Fleming? ¿Te sientes completamente bien? No te pasa nada, ¿verdad que no, Henry?

—No —dijo el muchacho con dificultad.

Le parecía que tenía la garganta llena de nudos y de extraños obstáculos.

Al muchacho todos estos incidentes le hicieron meditar. Descubrió que había actuado como un bárbaro, como una bestia. Había luchado como un pagano en defensa de su fe. Y al reflexionar, se dio cuenta de que esto era noble, era salvaje y, en cierto modo, era muy fácil. No había la menor duda de que su figura había sido tremenda. A causa de esta lucha, había vencido obstáculos que antes había admitido que eran verdaderas montañas. Aquéllos habían caído ante él como si fueran castillos de naipes, y ahora él era lo que él mismo llamaba un héroe. Y ni siquiera se había dado cuenta del proceso. Era como si se hubiera dormido y, al despertar, se hubiera encontrado armado caballero.[15]

Se tendió en el suelo y se complació en las miradas que de vez en cuando le dirigían sus camaradas. Las caras de éstos ostentaban diversos grados de suciedad a causa de la pólvora quemada. Algunas estaban completamente tiznadas. Estaban, además, empapados en sudor y exhalaban el aliento dura y ruidosamente. Y, desde estas manchadas extensiones, lo contemplaban.

—¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! —gritó el teniente febrilmente.

Andaba arriba y abajo, incansable y ávidamente. A veces podía escucharse su voz o algo como una risa que sonaba salvaje e incomprensible.

Cuando se le ocurría un pensamiento particularmente profundo sobre la ciencia de la guerra, se dirigía siempre, inconscientemente, al muchacho.

Entre los hombres se había extendido una especie de macabro regocijo.

—¡Por todos los diablos! Me apuesto lo que quieras a que este ejército no va a ver nunca más un regimiento nuevo que sea como el nuestro.

—¡Claro que no!

—Ya sabes lo que dice la copla:

«El perro, el nogal y la mujer,

cuanto más le golpeas, mejor es»,

y esto mismo nos pasa a nosotros.

—Han perdido un montón de hombres, de veras. Si pasara una vieja barriendo los bosques, podría llenar un barreño entero.

—Y si volviera a pasar dentro de una hora, podría llevarse otro montón.

El bosque seguía soportando su carga de estruendos. Desde una parte alejada, situada bajo los árboles, llegó rodando el estallido de los fusiles. Cada uno de los lejanos matorrales parecía un extraño erizo con púas de llamas. Una nube de humo oscuro, como surgiendo de ruinas ardientes, subió hacia el sol, que ahora aparecía, brillante y alegre, en un cielo esmaltado de azul.