Capítulo 13

El muchacho se dirigió lentamente hacia la hoguera que le había indicado su amigo al marcharse. Mientras andaba vacilante, pensó en la bienvenida que sus camaradas iban a darle. Tenía la convicción de que pronto iba a sentir en su corazón lastimado los agudos dardos del ridículo. No tenía fuerzas para inventar excusa alguna; iba a ser una presa fácil.

Planeó vagamente marcharse hasta la más profunda oscuridad y ocultarse, pero todos sus planes fueron destruidos por las voces de cansancio y dolor de su cuerpo. Sus sufrimientos, gritando, le forzaban a buscar un lugar donde comer y descansar a cualquier precio.

Se volvió, vacilante, hacia la hoguera. Podía ver las figuras de los hombres que lanzaban negras sombras a la luz roja, y cuando se acercó supo, de algún modo, que el terreno estaba lleno de hombres dormidos.

De repente se le enfrentó una figura negra y monstruosa. El cañón de un fusil cogió algunos rayos centelleantes.

—¡Alto!, ¡alto!

Se desanimó por un instante, pero de repente creyó reconocer la voz nerviosa. Mientras permanecía inseguro ante el cañón del fusil, gritó:

—¡Cómo! Wilson, hola, tú…, ¿tú estás aquí?

El fusil bajó hasta una posición de alerta y el soldado jactancioso se adelantó lentamente. Miró de cerca la cara del muchacho.

—¿Eres tú, Henry?

—Sí, soy yo…, soy yo.

—Bueno, bueno, chaval —dijo el otro—, por Dios que me alegro de verte. Te di por perdido. Creí que estabas muerto, seguro.

Había una ronca emoción en su voz.

El muchacho descubrió que ahora apenas podía mantenerse sobre sus pies. Hubo un repentino fallo de sus fuerzas. Pensó que tenía que apresurarse a presentar su excusa para que le protegiera de los dardos que ya debían de hallarse en los labios de sus temibles camaradas. Por esto, tambaleándose ante el soldado jactancioso, empezó:

—Sí, sí…, he…, lo he pasado muy mal. He estado por todas partes. Allá lejos, a la derecha. Una terrible lucha allí. Lo pasé muy mal. Me encontré separado del regimiento. Allá, a la derecha, me hirieron. En la cabeza. Nunca vi lucha igual. Fue terrible. No sé cómo pude separarme del regimiento. Me hirieron también.

Su amigo había avanzado rápidamente.

—¿Qué? ¿Te hirieron? ¿Por qué no me lo has dicho al momento? Pobre viejo, tenemos que…; espera un minuto… ¿Qué estoy haciendo? Voy a llamar a Simpson.

Otra figura se elevó en la penumbra en aquel instante. Pudieron ver que era el cabo.

—¿Con quién hablas, Wilson? —preguntó con voz irritada—. ¿Con quién hablas? Eres el más condenado centinela… Vaya, hola, Henry, ¿tú aquí? ¡Vaya, te creí muerto hace cuatro horas! ¡Gran Jerusalén, cada diez minutos aparece uno! Al hacer un recuento, pensamos que habíamos perdido cuarenta y dos hombres, pero si siguen apareciendo así vamos a tener la compañía completa por la mañana. ¿Dónde estuviste?

—Allí, a la derecha. Me encontré separado… —empezó el muchacho con bastante ligereza.

Pero su amigo le interrumpió, apresuradamente:

—Sí, y le hirieron en la cabeza, y está mal, y tenemos que atenderle al momento.

Descansó el fusil en el hueco de su brazo izquierdo y colocó el brazo derecho alrededor del hombro del muchacho.

—¡Demonios, debe dolerte como un rayo!

El muchacho se apoyó pesadamente sobre su amigo.

—Sí, me duele…, me duele mucho —replicó con un fallo en la voz.

—¡Oh! —dijo el cabo. Enlazó su brazo con el del muchacho y le llevó hacia adelante—. Ven, Henry, yo me cuidaré de ti.

Mientras avanzaban juntos, el soldado jactancioso les gritó:

—Ponle a dormir en mi manta, Simpson… Y espera un minuto… Aquí está mi cantimplora. Está llena de café. Mírale la cabeza junto al fuego para ver cómo está. Quizá esté muy mal. Cuando me releven, en un par de minutos iré a verlo.

Los sentidos del muchacho se hallaban tan embotados, que la voz de su amigo sonaba muy a lo lejos y apenas podía sentir la presión del brazo del cabo. Se sometió pasivamente a la fuerza directora de este último. La cabeza le colgaba como antes sobre el pecho. Las rodillas se le doblaban.

El cabo lo llevó hasta el fuego del campamento.

—Ahora, Henry —le dijo—, déjame ver tu pobre cabeza.

El muchacho se sentó obedientemente y el cabo, dejando su fusil a un lado, empezó a buscar en el pelo enmarañado de su camarada. Se vio obligado a volverle la cabeza para que todo el brillo del fuego cayera sobre él. Frunció los labios con aire crítico, encanutándolos luego, y silbó entre dientes cuando sus dedos entraron en contacto con la sangre derramada y la herida abierta.

—Ah, aquí está —dijo, y torpemente siguió investigando—. Tal como lo pensé —añadió, al cabo de un momento—. Te ha rozado una bala. Te ha producido una extraña hinchazón, como si algún tipo te hubiera dado en la cabeza con una maza. Dejó de sangrar hace ya rato. Lo peor de esto es que por la mañana te parecerá que ni un sombrero de talla diez te serviría. Y la cabeza la sentirás ardiente y seca como tocino quemado. Y quizá te den otros dolores de cabeza por la mañana. Uno nunca sabe. De todos modos, no lo creo. Es sólo un buen golpe en la cabeza, y nada más. Ahora siéntate aquí y no te muevas mientras voy a buscar el relevo. Luego te mandaré a Wilson para que se cuide de ti.

El cabo se alejó. El muchacho permaneció en el suelo como un paquete. Se quedó mirando al fuego con ojos vacíos.

Al cabo de poco rato sacudió a medias su estupor y las cosas empezaron a tomar forma a su alrededor. Vio que el terreno que se hallaba en la sombra más densa estaba lleno de hombres tendidos, en todas las posturas imaginables. Mirando atentamente hacia la oscuridad más distante, cogió de vez en cuando vislumbres de caras que surgían, pálidas y fantasmales, iluminadas con brillo fosforescente. Estas caras expresaban en sus líneas el hondo estupor de soldados agotados. Les daban el aspecto que podrían tener hombres completamente borrachos de vino, y toda esta parte del bosque podría parecer, a ojos de un paseante etéreo, como una escena resultado de alguna terrible orgía.

Al otro lado del fuego vio el muchacho a un oficial dormido, sentado con la erguida espalda apoyada contra un árbol. Había algo peligroso en su posición. Atormentado por sueños, quizá, se agitaba con repentinos y pequeños botes y sobresaltos, como un viejo abuelo sentado en un rincón de la chimenea después de haber bebido demasiado. Tenía en la cara polvo y manchas. La mandíbula inferior le colgaba como si le faltaran fuerzas para adoptar su posición normal. Era la imagen de un soldado exhausto después de un festín de guerra.

Evidentemente se había quedado dormido con la espada apoyada en sus brazos. Estos se habían dormido abrazándola, pero a la espada se le había permitido, más tarde, caer descuidada al suelo. La empuñadura montada en bronce estaba en contacto con el borde de la hoguera.

Dentro del brillo de color rosa y naranja de los troncos ardientes había otros soldados roncando y jadeando, o yaciendo como muertos en su sueño. Unos cuantos pares de piernas aparecían extendidos, rígidos y rectos. Las suelas mostraban el barro o el polvo de las marchas, y fragmentos circulares de pantalones que surgían de las mantas mostraban desgarrones y rotos procedentes de los apresurados deslizamientos a través de los espesos matorrales.

El fuego chisporroteaba musicalmente. De él se elevaba un humo ligero y, encima de él, el follaje se movía suavemente. Las hojas, con sus haces vueltos hacia la llama, eran tonalidades de plata de color movedizo, a menudo bordeadas en rojo. A lo lejos, hacia la derecha, a través de una abertura en el bosque, podía verse un puñado de estrellas posadas, como grava brillante, sobre la negra extensión de la noche.

De vez en cuando, en este vestíbulo de bajas arcadas, un soldado se despertaba para colocar su cuerpo en una nueva posición, después de haber llegado a la conclusión, a través de la experiencia del sueño, de que el suelo que estaba bajo él se hallaba lleno de desniveles desagradables. O quizá se erguía hasta quedar sentado, parpadeaba al fuego durante un minuto de incomprensión, lanzaba una rápida mirada a su postrado compañero y luego se arrebujaba de nuevo con un gruñido de soñolienta satisfacción.

El muchacho permaneció sentado, en lastimoso montón, hasta que su amigo, el joven soldado jactancioso, llegó, balanceando dos cantimploras en sus delgadas cuerdas.

—Vamos a ver, Henry, vamos a dejarte como nuevo en un minuto, chaval.

Tenía los modales ajetreados de un enfermero aficionado. Anduvo atareado en el fuego y avivó los troncos hasta que lanzaron brillantes rayos. Hizo beber a su paciente abundantemente de la cantimplora que contenía café. Para el muchacho fue un elixir delicioso. Inclinó la cabeza hacia atrás y mantuvo la cantimplora en sus labios por largo rato. La mezcla fría pasó acariciadoramente por su garganta reseca. Al acabar, suspiró con cómodo deleite.

El joven soldado jactancioso observaba a su camarada con aire de satisfacción. Después sacó un amplio pañuelo de su bolsillo, lo dobló a manera de venda y lo empapó en el centro con agua de la otra cantimplora. Ató este rudimentario vendaje sobre la cabeza del muchacho, sujetando los cabos en la nuca con un curioso nudo.

—Ea —dijo apartándose y contemplando su obra—, pareces un payaso, pero estoy seguro de que te sientes mejor.

El muchacho contempló a su amigo con ojos agradecidos. Sobre su cabeza doliente e hinchada, el lienzo frío era como la tierna mano de una mujer.

—Tú ni gritas ni dices nada —observó su amigo con aprobación—. Ya sé que tengo manos de herrero para cuidar de gente enferma, y sin embargo no has dicho ni pío. Eres un buen chaval, Henry. La mayoría de los hombres se hubieran ido al hospital hace rato. Un tiro en la cabeza no es cosa de broma.

El muchacho no replicó, pero empezó a manosear los botones de la chaqueta.

—Bueno, vamos. Ven aquí —continuó su amigo—, ven aquí; tengo que llevarte a tu cama y ver que puedas tener un buen descanso esta noche.

El otro se irguió cuidadosamente, y el joven soldado jactancioso lo llevó por entre las figuras dormidas que yacían en grupos y en hileras. Al poco rato se paró y cogió sus mantas. Extendió la de goma sobre el suelo y colocó la de lana sobre los hombros del muchacho.

—Toma —le dijo—, tiéndete y duerme.

El muchacho, con su aire de obediencia perruna, se colocó cuidadosamente en el suelo, inclinándose como un anciano. Estiró sus músculos con un murmullo de descanso y tranquilidad. El suelo le parecía la más blanda de las camas.

Pero de repente exclamó:

—Espera un minuto, ¿dónde vas a dormir tú?

Su amigo agitó impacientemente la mano.

—Aquí mismo, junto a ti.

Bueno, pero espera un minuto —continuó el muchacho—, ¿en qué vas a dormir tú? Yo tengo tus…

El joven soldado jactancioso gruñó:

—Cállate y duerme. No empieces a hacer el imbécil añadió, mirándole severamente.

Después de esta amonestación, el muchacho no dijo más. Una exquisita somnolencia se extendía por su cuerpo. El cálido abrigo de la manta lo envolvía y le producía una suave dejadez. Dejó caer la cabeza hacia adelante, sobre su brazo doblado, y sus pesados párpados le taparon los ojos. Al oír a lo lejos un estallido de fusiles, se preguntó indiferentemente si aquellos hombres dormían alguna vez. Lanzó un hondo suspiro, se arrebujó en su manta y al cabo de un momento estaba como sus camaradas.