Capítulo 8

Los árboles empezaron a cantar, suavemente, un himno al crepúsculo. El sol se hundió hasta que sus oblicuos rayos broncíneos cayeron sobre el bosque. Hubo una disminución de los ruidos de insectos, como si hubieran inclinado la cabeza en devota pausa. Todo era silencio, excepto el coro salmodiante de los árboles.

Entonces, en esta quietud, estalló súbitamente un tremendo estrépito de sonidos. Un rugido sordo llegó de la lejanía.

El muchacho se paró Se hallaba traspasado por aquella terrorífica mezcla de todos los sonidos. Era como si se estuviera desgarrando el universo. Había el sonido lacerante de la fusilería y el estallido demoledor de la artillería.

Su mente voló en todas direcciones. Se imaginó a los dos ejércitos uno sobre otro, a manera de panteras. Escuchó unos minutos. Luego empezó a correr en dirección a la batalla.

Vio que era irónico que corriera así hacia algo que se había tomado tanto trabajo en evitar. Pero se dijo, en resumen, que, si la tierra y la luna estuvieran a punto de chocar, muchas personas intentarían, sin duda, subirse a los tejados para ser testigos del encuentro.

Mientras corría, se dio cuenta de que el bosque había cesado en su música, como si finalmente hubiera adquirido la capacidad de percibir sonidos extraños fuera de sí mismo. Los árboles, callados, permanecían inmóviles. Todo parecía escuchar atentamente el crujido y el estruendo y el trueno, capaces de destrozar los tímpanos. El coro tañía sobre la tierra silenciosa.

Súbitamente se le ocurrió al muchacho que la lucha en la que él había tomado parte no había sido, después de todo, más que un tiroteo preliminar. Ahora, al oír el estruendo, dudaba de haber visto ninguna escena real de la batalla. Este clamor era prueba de una lucha celestial; eran hordas desbocadas luchando en el aire.

Meditando sobre ello, vio algo humorístico en su propio punto de vista y el de sus compañeros durante el pasado encuentro. Se habían tomado a sí mismos y al enemigo muy en serio y habían imaginado que estaban decidiendo la guerra. Cada individuo debía haber supuesto que estaba grabando las letras de su nombre, profundamente, en eternas placas de bronce o alcanzando fama eterna en el corazón de sus compatriotas, mientras, en realidad, todo el encuentro aparecería en las noticias impresas bajo un débil y poco importante título. Pero vio que esto era bueno, porque, en otro caso, se dijo, en una batalla cada uno trataría seguramente de escapar, excepto los que habían perdido toda esperanza y otros cuantos como ellos.

Avanzó rápidamente. Deseaba llegar al borde del bosque para poder observar el exterior.

Mientras se apresuraba, pasaron a través de su mente representaciones de magníficas luchas. Los pensamientos que había acumulado sobre tales temas acostumbraban a formar escenas. El ruido era como la voz de un ser elocuente que iba describiéndolas.

A veces las zarzas formaban cadenas y trataban de retenerlo. Los árboles, enfrentándosele, alargaban los brazos y le prohibían el paso. Después de la hostilidad que anteriormente le habían mostrado, esta nueva resistencia del bosque le llenó de amargura. Le parecía que la naturaleza no podía estar nunca completamente dispuesta a ayudarle.

Pero, obstinadamente, avanzó buscando atajos, y al poco tiempo llegó al punto desde el cual podía ver largas paredes grises de vapor donde se hallaban las líneas de batalla. Las voces del cañón le estremecieron. Los fusiles sonaban en largos estallidos irregulares que le destrozaban los oídos. Permaneció un momento ensimismado. Sus ojos tenían una expresión enajenada. Miró boquiabierto hacia la lucha.

Reanudó en seguida su marcha hacia adelante; la batalla era para él como la pulverización producida por una inmensa y terrible máquina. Sus complejidades y poderes, sus sombríos procesos, le fascinaban. Tenía que acercarse y ver cómo producía cadáveres.

Llegó a una valla y trepó sobre ella. Al otro lado el terreno se hallaba lleno de ropas y armas esparcidas sobre su superficie. Un periódico, doblado, yacía en el barro. Un soldado muerto yacía con la cara oculta bajo el brazo. Más lejos había un grupo de cuatro o cinco cadáveres acompañándose tristemente unos a otros. Un sol ardiente había lanzado sus llamas sobre aquel lugar.

Aquí el muchacho sintió que era un intruso. Esta parte olvidada del campo de batalla era propiedad de los hombres muertos, y se apresuró con el vago temor de que una de las figuras hinchadas pudiera erguirse y ordenarle que se fuera.

Finalmente llegó a una carretera desde la cual podía ver a distancia cuerpos de ejército oscuros y agitados, enmarcados por el humo. En el camino se hallaba un grupo numeroso, ensangrentando, que se dirigía a retaguardia. Los hombres renegaban, se quejaban y gemían. En el aire había constantemente un poderoso surgir de sonido que parecía capaz de aplastar la tierra. Con las palabras valerosas de la artillería y las frases insultantes de los fusiles se mezclaban los rojos vítores. Y de esta región de sonidos llegaba una corriente constante de mutilados.

Un herido tenía uno de los zapatos repleto de sangre. Andaba a la pata coja, como un chiquillo jugando en la escuela. Y se reía histéricamente.

Otro juraba que le habían herido en el brazo a causa de las equivocaciones que el comandante en jefe cometía al dirigir el ejército. Otro marchaba con un aire que parecía imitar un sublime primer tambor en el ejército; sobre su cara había una extraña mezcla de alegría y agonía, y mientras andaba, cantaba un fragmento de una copla burlesca con voz estridente y temblorosa:

«Canta un himno de victoria,

un puñado de balas,

veinticinco hombres muertos

al horno en una… tarta».

En varios lugares de la procesión los hombres cojeaban y tropezaban al compás de esta canción.

Había otro que llevaba ya el sello gris de la muerte sobre su cara. Tenía los labios crispados en duras líneas y los dientes apretados. Tenía las manos ensangrentadas por haberlas apretado sobre su herida. Parecía esperar el momento en que podría dejarse caer pesadamente. Andaba con aire majestuoso, como el espectro de un soldado, los ojos ardiendo con el poder de una mirada fija en lo desconocido.

Había algunos que avanzaban ceñudos, llenos de ira por sus heridas y dispuestos a caer sobre cualquier cosa que pudiera ser causa oscura de ellas.

Un oficial era transportado por dos soldados y refunfuñaba constantemente:

—¡No te muevas tanto, Johnson, imbécil! —gritó—. ¿Crees que tengo la pierna de hierro? Si no puedes llevarme decentemente, déjame en el suelo y otro lo hará.

Gritó irritado al grupo tambaleante, que bloqueaba la rápida marcha de los que lo llevaban:

—¡Vamos, dejad paso! ¿Es que no podéis? ¡Dejad paso, por todos los demonios!

Los otros se apartaron, resentidos, y se pusieron a los lados del camino. Y mientras iba pasando, le lanzaban burlonas palabras. Cuando él les contestó enfurecido y les amenazó, lo mandaron al cuerno.

El hombro de uno de los que lo llevaban chocó pesadamente con el soldado espectral, que seguía con la vista fija en lo desconocido.

El muchacho se unió a este grupo y marchó con ellos. Los cuerpos destrozados eran expresión de la terrible maquinaria con la que los hombres se habían enfrentado.

De vez en cuando mensajeros y ordenanzas rompían la fila de la carretera, esparciendo a los heridos a derecha e izquierda, y continuaban galopando perseguidos por alaridos. La melancólica marcha era continuamente interrumpida por estos mensajeros y, a veces, por diligentes baterías que llegaban balanceándose y con gran traqueteo mientras los oficiales gritaban órdenes de abrir paso.

Había un hombre andrajoso, tiznado por el polvo, la sangre y las manchas de pólvora de pies a cabeza, que marchaba fatigosa y silenciosamente al lado del muchacho. Estaba escuchando con avidez y mucha humildad las violentas descripciones de un sargento barbudo. Sus rasgos afilados tenían una expresión de respeto y admiración. Era como el que escucha en la tienda del pueblo historias maravillosas contadas entre sacos de azúcar. Miraba al narrador con inefable maravilla y tenía la boca entreabierta, a la manera de un rústico.

El sargento, al darse cuenta, paró un momento en su elaborada narración para lanzar un sarcástico comentario:

—Si no tienes cuidado, cariño —le dijo—, vas a tragarte una mosca.

El hombre andrajoso se encogió hacia atrás, avergonzado.

Al cabo de un momento empezó a acercarse al muchacho y trató de trabar amistad con él de diferente modo. Tenía la voz suave como la de una muchacha y los ojos suplicantes. El muchacho vio con sorpresa que el soldado tenía dos heridas, una en la cabeza, vendada con un harapo empapado en sangre, y otra en el brazo, haciendo que este miembro colgara como una rama rota.

Después que hubieron andado juntos un rato, el hombre andrajoso reunió el valor suficiente para dirigirle la palabra.

—Fue una buena pelea, ¿verdad? —dijo tímidamente.

El muchacho, hundido en sus pensamientos, lanzó una mirada a la figura ensangrentada y terrible, de ojos inocentes.

—¿Qué?

—Fue una buena pelea, ¿verdad?

—Sí —dijo el muchacho, secamente, y aligeró el paso.

Pero el otro cojeó afanosamente tras él. Había una expresión de disculpa en sus modales, pero era evidente que creía que, si podía hablarle, aunque fuera solamente por unos minutos, el muchacho se daría cuenta de que él era un buen hombre.

—Fue una buena pelea, ¿verdad? —volvió a empezar con voz tímida, y luego adquirió fuerzas suficientes para continuar—. ¡Maldito si antes vi a los muchachos luchando así! ¡Demonio, y cómo lucharon! No sabía cómo serían los chicos una vez se encontraran metidos en el lío. Los chavales no habían tenido ocasión hasta ahora, pero esta vez demostraron cómo eran. Sabía que iba a suceder así. No se puede con ellos, ¡no, señor! Son luchadores, ¡vaya que sí!

Aspiró hondamente, con humilde admiración. Varias veces había mirado al muchacho en busca de aliento. No recibió ninguno, pero pareció absorberse gradualmente en el tema.

—Una vez, mientras estaba de guardia, hablé a través de las líneas con un rapaz de Georgia, y aquél va y me dice: «Vuestros chavales correrán como liebres, cuando oigan sonar los disparos», me dijo. «Quizá lo hagan», dije yo, «pero no lo creo», le dije, y «¡centellas!», le respondí, «quizá sean vuestros chavales los que corran como liebres, cuando oigan sonar los disparos», le dije. El se echó a reír. Bueno, pues hoy no corrieron, ¿verdad? ¡No, señor! Lucharon, y lucharon, y lucharon.

Por su cara vulgar se esparció una luz de amor hacia el ejército, que representaba para él todas las cosas hermosas y fuertes.

Al cabo de un rato se volvió hacia el muchacho:

—¿Dónde te hirieron a ti, viejo? —le preguntó en tono amistoso.

El muchacho sintió un momento de pánico ante esta pregunta, aunque al principio no comprendió toda su importancia.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Dónde te hirieron? —repitió el hombre.

—Bueno —empezó el joven—, yo…, yo…, es decir…, bueno…, yo…

Dio la vuelta de repente y se deslizó entre la muchedumbre. Estaba profundamente ruborizado y apretaba nerviosamente con los dedos uno de sus botones. Inclinó la cabeza y fijó los ojos en el botón, como si éste fuera un pequeño problema.

El hombre andrajoso lo vio marchar, lleno de asombro.