Capítulo 14
Cuando el muchacho despertó, tuvo la sensación de que había dormido durante mil años, y se sintió seguro de que abría los ojos a un mundo inesperado. Las nieblas grises flotaban lentamente entre los primeros esfuerzos de los rayos del sol. Al este podía verse en el cielo un incipiente esplendor. Un rocío helado le había enfriado la cara, e inmediatamente después de despertarse se hundió más profundamente en las mantas. Miró fijamente unos momentos las hojas que estaban encima de él, moviéndose al viento, heraldo del día.
La distancia estaba estallando y resonando con el ruido de la lucha. Había en este ruido una expresión de persistencia mortal, como si nunca hubiera empezado y nunca fuera a acabar.
Cerca de él había filas y grupos de hombres a los que apenas había visto la noche anterior. Estaban apurando su último trago de sueño antes de despertar. Los rasgos afilados, macilentos, y las figuras polvorientas eran evidentes en esta extraña luz del amanecer, pero ésta teñía también la piel de los hombres con tonalidades de cadáver y hacía que las mezcladas extremidades aparecieran sin pulso y muertas. El muchacho se sobresaltó con una sorda exclamación cuando sus ojos se posaron por primera vez sobre esta masa inmóvil de hombres, apretadamente esparcidos sobre el terreno, pálidos y con extrañas posturas. Creyó por un instante que se hallaba en la casa de los muertos, y no se atrevió a moverse por miedo a que los cadáveres se irguieran, graznando y chillando. Al cabo de un momento, sin embargo, su mente volvió a la normalidad. Se dirigió a sí mismo una complicada imprecación. Vio que este cuadro sombrío no era un hecho del presente, sino una mera profecía.
Oyó entonces el ruido de la hoguera chisporroteando vivamente en el frío ambiente y, volviendo la cabeza, vio a su amigo que se afanaba junto a una pequeña llama. Unas cuantas figuras más se movían en la niebla y oyó el duro chasquido de los hachazos.
De repente se oyó un hueco sonar de tambores. Una corneta lejana cantó débilmente. Sonidos similares, de intensidad variable, llegaban del bosque, de puntos cercanos y alejados. Las cornetas se llamaban unas a otras como atrevidos gallos de pelea. Retumbó el trueno cercano de los tambores del regimiento.
El cuerpo de hombres en los bosques se agitó. Hubo un levantamiento general de cabezas. Un murmullo de voces se rompió en el aire. Había en él el contrabajo de los reniegos refunfuñantes y se apostrofaba a extraños dioses condenando las tempranas horas necesarias para una guerra regulada. El tenor sonó perentorio en la voz de un oficial y avivó el movimiento rígido de los tambores. Las extremidades mezcladas se ordenaron. Las caras con tintes cadavéricos se escondieron tras puños que frotaban las cuencas de los ojos, revolviéndose lentamente.
El muchacho se sentó y profirió un enorme bostezo.
—¡Demonios! —exclamó petulantemente. Se restregó los ojos, y luego, levantando la mano, tocó cuidadosamente el vendaje que tenía sobre la herida. Su amigo, viéndolo despierto, se le acercó desde el fuego.
—Bueno, Henry, ¿cómo te sientes esta mañana, viejo? —le preguntó.
El muchacho bostezó de nuevo. Después frunció los labios en un leve gesto. En verdad, la cabeza la sentía precisamente como un melón y había una desagradable sensación en su estómago.
—¡Oh Dios, me siento muy mal! —dijo.
—¡Demonios! —exclamó el otro—. Esperaba que te encontrarías bien esta mañana. Déjame ver el vendaje…; me parece que ha resbalado… —y empezó a manosear la herida de manera bastante torpe, hasta que el muchacho explotó:
—¡Por todos los demonios! —exclamó con aguda irritación—. Eres el hombre más desmañado que conozco. Tienes las manos como mazas. ¿Por qué demonios no tienes más cuidado? Preferiría que te apartaras y me echaras los cañones encima. Ahora ve despacio y no hagas como si estuvieras clavando clavos en una alfombra.
Miró con insolente autoridad a su amigo; pero éste le respondió apaciguadoramente:
—Vamos, vamos, ven a comer algo —le dijo—. Entonces quizá te sentirás mejor.
Junto al fuego, el joven soldado jactancioso se cuidaba de atender a su amigo con preocupación y ternura. Se hallaba muy ocupado dirigiendo el tráfico de las pequeñas tazas vagabundas de negra hojalata y vertiendo en ellas la humeante mezcla de color de hierro que sacaba de una pequeña vasija de tiznado latón. Tenía un poco de carne fresca, que asó apresuradamente en el extremo de un palo. Luego se sentó y contempló el apetito del muchacho con alegría.
El joven se dio cuenta de que había un notable cambio en su camarada desde aquellos días de vida de campamento a la orilla del río. No parecía estar ya considerando continuamente las proporciones de sus proezas personales. No se sentía furioso ante pequeñas palabras que hirieran su orgullo. Ya no era un joven soldado jactancioso. Había ahora en él una noble seguridad. Mostraba una callada fe en su propósito y en su habilidad. Y esta íntima confianza, evidentemente, le permitía mostrarse indiferente a las pequeñas palabras que otros hombres le dirigían.
El muchacho reflexionó. Se había acostumbrado a considerar a su camarada como un chiquillo vocinglero, lleno de audacia procedente de su inexperiencia, irreflexivo, testarudo, celoso y lleno de valor superficial. Un chiquillo fanfarrón, acostumbrado a gallear en el patio de su casa. El muchacho se preguntó de dónde habían salido estos nuevos ojos; en qué momento había hecho su camarada el descubrimiento de que había muchos hombres que rehusarían ser dominados por él. Aparentemente, el otro había alcanzado ahora una cumbre de sabiduría desde la cual podía verse a sí mismo como algo diminuto. Y el muchacho vio que, en adelante, iba a ser más fácil vivir junto a su amigo.
Su camarada balanceó su taza negra sobre la rodilla.
—Bueno, Henry —dijo—, ¿qué te parece que haremos? ¿Les atizaremos de lo lindo?
El muchacho pensó unos momentos.
—Anteayer —le replicó finalmente, con atrevimiento— habrías apostado a que tú solo podías con todos ellos.
Su amigo pareció levemente sorprendido.
—¿De veras? —contestó—. Sí, quizás lo habría dicho —decidió al fin, y miró al fuego fijamente, con humildad.
El muchacho se sintió completamente desconcertado ante este sorprendente modo de recibir sus palabras.
—Oh, no; no lo habrías hecho —dijo, tratando apresuradamente de volver sobre lo dicho.
Pero el otro hizo un gesto de indiferencia.
—No le des importancia, Henry —dijo—. Creo que yo era bastante estúpido en aquellos días.
Y hablaba como si hubiesen pasado años.
Hubo una pequeña pausa.
—Todos los oficiales dicen que tenemos a los rebeldes en un apretado cerco —dijo el amigo, aclarándose la garganta con aire indiferente— y todos parecen creer que los tenemos exactamente donde queremos.
—De esto no sé nada —replicó el muchacho—. Lo que vi allá, a la derecha, me hace pensar que es completamente al revés. Desde donde yo estaba parecía que estábamos recibiendo una paliza ayer.
—¿De veras? —preguntó el amigo—. A mí me pareció que les dimos un buen vapuleo.
—De ningún modo —dijo el muchacho—. Pero, hombre, si tú no viste nada de la lucha. ¡Vaya! —entonces un súbito pensamiento acudió a su mente, y añadió—. ¡Oh!, Jim Conklin ha muerto.
Su amigo se sobresaltó.
—¿Qué? ¿De veras? ¿Jim Conklin?
El muchacho habló lentamente.
—Sí. Ha muerto. Le destrozaron el costado.
—No puedo creerlo. Jim Conklin… ¡Pobre chaval!
A su alrededor había otras pequeñas hogueras, rodeadas por hombres que sostenían tazas negras. En una de las que estaban más cerca de ellos se oyeron súbitamente voces agudas elevadas en una disputa. Parecía que dos soldados de pies ligeros habían estado gastando bromas a un hombre corpulento y barbudo y le habían hecho derramar café sobre sus rodillas enfundadas de azul. El hombre había montado en cólera y les había insultado exhaustivamente. Picados por sus palabras, sus atormentadores se habían vuelto inmediatamente contra él con una gran demostración de ofensa y resentimiento. Era posible que se desarrollara una pelea.
El amigo se levantó y se dirigió hacia ellos, haciendo movimientos pacificadores con los brazos.
—Vamos, vamos, muchachos, ¿de qué sirve eso? —les dijo—. Vamos a tenérnoslas con los rebeldes en menos de una hora. ¿De qué sirve luchar entre nosotros?
Uno de los de pies ligeros se volvió hacia él, enrojecido y violento.
—No tienes por qué venir por aquí predicando. Supongo que no apruebas las peleas desde que Charley Morgan te venció; pero no sé qué demonios te importa esto a ti o a cualquier otro.
—Bueno, no es que me importe —dijo el amigo suavemente—, pero de todos modos no me gusta ver… Hubo una irritada discusión.
—Bueno, él… —dijeron los dos, indicando a su contrincante con dedos acusadores.
El soldado corpulento estaba completamente morado de rabia. Señaló a los dos soldados con su enorme mano, extendida como una garra.
—Bueno, ellos…
Pero durante la discusión el deseo de liarse a golpes pareció pasar, aunque se dijeron muchas cosas unos a otros. Finalmente, el amigo volvió a su antiguo lugar. Al poco rato se pudo ver a los tres antagonistas sentados juntos en amistoso grupo.
—Bueno, ellos…
Pero durante la discusión el deseo de liarse a golpes pareció pasar, aunque se dijeron muchas cosas unos a otros. Finalmente, el amigo volvió a su antiguo lugar. Al poco rato se pudo ver a los tres antagonistas sentados juntos en amistoso grupo.
—Jimmie Rogers dice que tendré que habérmelas con él después de la batalla de hoy —anunció el amigo mientras se sentaba—. Dice que no permite que nadie se mezcle en sus cosas. Me disgustaba ver a los chicos luchando entre sí.
El muchacho se rió.
—Has cambiado mucho. No eres como antes. Recuerdo bien cuando tú y aquel rapaz irlandés… —se detuvo y se rió de nuevo.
—No, no era así —dijo su amigo pensativamente—. Esto es la pura verdad.
—Bueno, no quise decir… —empezó el muchacho.
El amigo hizo un gesto.
—Oh, no te preocupes, Henry.
Hubo otra pequeña pausa.
—El regimiento perdió más de la mitad de los hombres ayer —dijo el amigo finalmente—. Yo creí, desde luego, que habían muerto; pero ¡demonios!, siguieron apareciendo anoche hasta que, después de todo, parece que no perdimos más que a unos pocos. Se habían esparcido por todas partes, perdidos en los bosques, luchando en otros regimientos y mil cosas así. Exactamente como tú hiciste.
—¿De veras? —dijo el muchacho.