Capítulo 16
El chisporroteo de los fusiles era constante. Más tarde la voz del cañón había entrado en la discusión. En el aire saturado de niebla sus voces tenían un sordo sonido. Las reverberaciones continuaban. Esta parte del mundo llevaba una existencia extraña y belicosa.
El regimiento del muchacho iba a relevar a una unidad que había permanecido durante largo tiempo en húmedas trincheras. Los hombres tomaron posiciones tras una línea curva de hoyos defensivos, que había surgido como un amplio surco a lo largo de la línea del bosque. Ante ellos había un espacio raso, lleno de tocones bajos y deformes. De los bosques que se hallaban a su espalda llegaban las explosiones sordas de los escaramuzadores y de los piquetes, disparando en la niebla. De su derecha les llegaba el estruendo de un encuentro terrible.
Los hombres se acurrucaron detrás del pequeño reborde y se sentaron en actitudes cómodas, esperando su turno. Muchos volvían la espalda al tiroteo. El amigo del muchacho se tendió, ocultó la cara en los brazos y, casi instantáneamente, al parecer, se hundió en un profundo sueño.
El muchacho apoyó el pecho sobre la tierra parda y miró hacia los bosques y observó toda la línea, de arriba abajo. Había cortinas de árboles que se interponían en su línea de visión. Podía ver la larga hilera de cuerpos oscuros con unas cuantas cabezas surgiendo curiosamente sobre la cima.
El ruido de los escaramuzadores llegaba constantemente de los bosques del frente y de la izquierda, y el estruendo de la derecha había crecido hasta adquirir terribles proporciones. Los cañones rugían sin dejar ni siquiera un momento de descanso para respirar. Se tenía la impresión de que las armas habían llegado de todas partes y de que se hallaban ahora enzarzadas en una estupenda lucha. Era imposible hacerse oír.
El muchacho deseaba gastar una broma, citar irónicamente unas palabras de los periódicos. Deseaba decir: «Todo en calma y sin novedad en el Rappahannock»[14], pero los cañones no querían permitir ni siquiera un comentario sobre su estruendo. No logró nunca acabar la frase. Al fin, sin embargo, los cañones pararon y otra vez los rumores, como pájaros, volaron entre los hombres que se hallaban en los hoyos; pero estos pájaros eran ahora en su mayoría negras criaturas que agitaban sus alas temerosamente cerca del suelo y rehusaban elevarse en ningún vuelo de esperanza. Las caras de los hombres fueron adquiriendo una expresión lastimosa a fuerza de interpretar presagios. Llegaban a sus oídos narraciones de vacilación e incertidumbre de parte de aquellos que se hallaban elevados en posición y en responsabilidad. Historias de desastres eran grabadas en sus mentes con multitud de pruebas. Este estruendo de fusiles a su derecha, creciente como un genio del sonido recién liberado, expresaba y acentuaba la situación peligrosa del ejército.
Los hombres se hallaban descorazonados y empezaron a murmurar. Hacían gestos con los que expresaban la frase:
—¿Qué más podemos hacer?
Y siempre podía verse que se hallaban aturdidos por las noticias que llegaban sin confirmación alguna y no podían aceptar completamente la idea de una derrota.
Antes de que las nieblas grises hubieran sido borradas totalmente por los rayos del sol, el regimiento se hallaba marchando en una extendida columna, que iba retirándose cuidadosamente a través del bosque. Las líneas desordenadas y apresuradas del enemigo podían verse a veces a través de arboledas y pequeños campos. Iban gritando estridentes y triunfantes.
Ante este espectáculo el muchacho olvidó muchos problemas personales y se sintió enormemente enfurecido. Explotó en irritadas frases.
—¡Por todos los demonios, estamos siendo dirigidos por un montón de cabezas de serrín!
—Más de uno ha dicho esto mismo hoy —observó uno de los hombres.
Su amigo, que había despertado hacía poco rato, estaba aún soñoliento. Miró tras él hasta que su mente comprendió el significado del movimiento. Entonces suspiró.
—Bueno, supongo que nos apalearán —dijo tristemente.
Al muchacho se le ocurrió que no era decente que él condenara libremente a otros. Trató de contenerse, pero las palabras que se agolpaban a sus labios eran amargas. Al poco rato, empezó a desarrollar una larga y complicada acusación dirigida al jefe de las fuerzas.
—Quizá no sea todo culpa suya, al menos no del todo —dijo su amigo en tono cansado.
Iba andando pesadamente, con los hombros inclinados y los ojos vacilantes, como un hombre que ha sido maltratado y apaleado.
—¿Por qué? ¿No luchamos como demonios? ¿No hacemos todo lo que un hombre es capaz de hacer? —preguntó el muchacho a gritos.
Secretamente se sintió atónito ante este sentimiento en el momento en que surgió de sus labios. Por unos instantes su cara perdió su aire de valentía y miró a su alrededor con sensación de culpabilidad. Pero nadie dudó de su derecho a usar semejantes palabras y, en breve, recobró su aire de valor. Siguió hablando, repitiendo algo que había oído y que pasaba de grupo en grupo en el campamento aquella mañana.
—El brigadier dijo que nunca había visto a un regimiento nuevo luchar tal como lo hicimos ayer, ¿no es cierto? Y no lo hicimos mejor que cualquier otro regimiento, ¿verdad? Bien, entonces no puedes decir que es culpa del ejército, ¿no?
Al responderle, la voz del amigo era severa.
—Claro que no —dijo—. Nadie osará decir que no luchamos como demonios. Nadie se atreverá a decirlo. Los muchachos luchan como gallos de pelea… Sin embargo, no tenemos suerte.
—Bueno, entonces, si luchamos como demonios y nunca tomamos la delantera, tiene que ser culpa del general —dijo el muchacho, con aire grandilocuente y decidido—. Y no veo que tenga ningún sentido luchar, y luchar, y luchar y que, a pesar de todo, siempre perdamos por culpa de la condenada cabeza de corcho de un general.
Un hombre sarcástico que iba andando al lado del muchacho habló entonces perezosamente:
—Quizá crees que toda la batalla de ayer la hiciste tú solo, Fleming.
Estas palabras traspasaron al muchacho. Interiormente se sintió reducido a una abyecta pulpa por estas casuales palabras. Lanzó una mirada atemorizada al hombre sarcástico.
—¡Cómo! ¡Claro que no! —se apresuró a decir en tono apaciguador—. No creo ser yo el único que luché ayer.
Pero el otro parecía inocente de cualquier hondo significado. Aparentemente no tenía información alguna. Era solamente su modo de hablar.
—¡Oh! —replicó, con el mismo tono de calma burlona.
El muchacho, sin embargo, percibió una amenaza. Su mente se encogió ante la idea de acercarse más al peligro y permaneció en silencio desde entonces. El significado de las palabras del hombre sarcástico lo arrancó de todo humor crítico que le hiciera aparecer prominente. De repente se convirtió en una persona modesta.
Entre las tropas se llevaban a cabo las conversaciones en tono bajo. Los oficiales estaban impacientes e irritados y tenían la cara sombría por las noticias de nuevos infortunios. Las tropas, pasando a través del bosque, se sentían desalentadas. En la compañía del muchacho se elevó, una vez, la carcajada de un hombre. Y una docena de soldados volvieron rápidamente la cabeza hacia él y fruncieron el ceño con vago desagrado.
El ruido del tiroteo iba pegado a sus pisadas. A veces parecía alejarse un poco, pero siempre volvía con creciente insolencia. Los hombres murmuraban y renegaban, lanzando negras miradas en aquella dirección.
En el espacio raso se dio, finalmente, el alto a las tropas. Regimientos y brigadas, rotos y separados por sus encuentros con los matorrales espesos, se reunieron de nuevo y las líneas se encararon con el ladrido perseguidor de la infantería enemiga.
Este ruido, siguiéndoles a la manera de gritos de perros cazadores ansiosos y metálicos, aumentó hasta un elevado y gozoso estallido, y luego, mientras el sol se elevaba serenamente en el cielo, lanzando rayos de luz sobre los oscuros matorrales, resonó en tañidos prolongados. Los bosques empezaron entonces a crujir, como si estuvieran en llamas.
—¡Anda, morena! —dijo uno de los hombres—. ¡Ahí va eso! Todos a luchar. ¡A brazo partido!
—Estaba seguro de que atacarían tan pronto como el sol hubiera salido —aseguró salvajemente el teniente que mandaba la compañía del muchacho. Tiraba sin piedad de su delgado bigote. Andaba arriba y abajo, con oscura dignidad, a la retaguardia de sus hombres, que se hallaban tendidos detrás de toda protección, de cualquier clase que fuera, que hubieran podido prepararse.
Una batería se había encajado en posición a la espalda de ellos y estaba cuidadosamente disparando granadas a lo lejos. El regimiento, que no había sido aún atacado, esperaba el momento en que las grises sombras de los bosques que estaban ante ellos se vieran traspasadas por líneas de llamas, como a cuchilladas. Había una gran cantidad de gruñidos y maldiciones.
—¡Santo Dios! —gimió el muchacho—. Siempre nos llevan de una parte a otra, ¡perseguidos como ratas! Me da asco. Nadie parece saber a dónde vamos o por qué vamos. Nos van lanzando disparos de una parte a otra, y nos aplastan aquí y nos aplastan allá, y nadie parece saber por qué sucede esto. En conjunto, le hace a uno sentirse como si fuera un gato metido en un saco. Me gustaría saber ahora, ¡por todos los diablos!, por qué nos hicieron entrar en estos bosques, a menos que fuera para dar a los rebeldes una mejor posibilidad de disparar. Llegamos aquí y nos enredamos las piernas en estos malditos brezos y entonces empezamos a luchar, y a los rebeldes les es muy fácil. No me digas que es sólo mala suerte. Sé bien lo que es. Es este condenado…
El amigo parecía agotado, pero interrumpió a su camarada con una voz llena de serena confianza:
—Al final va a resultar todo bien —le dijo.
—¡Oh, qué demonio! Siempre hablas como un condenado párroco. ¡No me digas! Yo sé…
En este momento hubo una interrupción causada por el teniente enfurecido, que no tenía otra alternativa que airear parte de su íntimo disgusto sobre las espaldas de sus hombres.
—¡Vosotros, muchachos, a callar! No hay absolutamente ninguna necesidad de gastar el aliento en largas discusiones sobre esto y aquello y lo de más allá. Estáis charloteando por aquí como gallinas viejas. Todo lo que tenéis que hacer es pelear, y esto vais a tenerlo en abundancia en unos diez minutos. Muchas menos palabras y muchos más golpes es lo mejor que podéis hacer. Nunca en mi vida vi unos micos tan charlatanes como vosotros.
Se detuvo, dispuesto a lanzarse sobre cualquiera que tuviera la temeridad de contestarle. Al no escucharse palabra alguna, reanudó su digna manera de andar.
—Se da demasiado movimiento a la lengua y se lucha muy poco en esta guerra, de todos modos —les dijo, volviendo la cabeza para lanzar la frase final.
El día había ido tomándose más blanco, hasta que el sol lanzó toda su luz sobre el bosque, repleto hasta los topes. Una especie de ráfaga de batalla llegó, avasalladora, hasta la parte de la línea en la que se encontraba el regimiento del muchacho. El frente se movió lentamente para encararse con ella por completo. Hubo una espera. En esa parte del campo los momentos intensos que preceden a la tempestad se sucedían lentamente.
Un fusil aislado relampagueó en un matorral delante del regimiento. Al instante se le reunieron otros muchos. Pudo oírse una poderosa canción de estallidos y estruendos que pasaron avasallando a través de los bosques. Los cañones que se hallaban en la retaguardia, excitados y enardecidos por las granadas que les habían sido lanzadas, a la manera de arandelas, se enzarzaron de repente en un odioso altercado con otro grupo de cañones. El rugido de la batalla se convirtió en un trueno retumbante, que formaba una sola y prolongada explosión.
En el regimiento había una clase peculiar de vacilación, que podía verse en las actitudes de los hombres. Estaban cansados, exhaustos; habían dormido poco y se habían esforzado mucho. Volvieron los ojos hacia la batalla, siempre avanzando, mientras permanecían esperando el choque. Algunos se encogieron y se estremecieron. Permanecían inmóviles, como hombres atados a la estaca.