Capítulo 15
El regimiento estaba de pie y en formación al lado de un sendero, esperando la orden de marcha, cuando súbitamente el muchacho recordó el pequeño paquete envuelto en un descolorido sobre amarillento que el joven soldado jactancioso le había confiado con lúgubres palabras. El pensamiento lo sobresaltó. Lanzó una exclamación y se volvió hacia su camarada.
—¡Wilson!
—¿Qué?
Su amigo, a su lado en las filas, estaba mirando pensativamente la carretera. Por alguna razón su expresión en ese instante era muy suave. El muchacho, observándolo con el rabillo del ojo, se sintió impulsado a cambiar de idea.
—Nada —le dijo.
Su amigo volvió la cabeza, algo sorprendido.
—¿Por qué? ¿Qué ibas a decir?
—Nada —repitió el muchacho.
Resolvió no asestarle el pequeño golpe. Era bastante que el hecho le alegrara a él. No era necesario golpear a su amigo en la cabeza con el desdichado paquete.
Había sentido mucho miedo de su amigo, porque vio cuán fácilmente las preguntas podían abrir brechas en sus sentimientos. Últimamente se había asegurado de que su camarada, tan cambiado, no le atormentaría con una curiosidad persistente, pero estaba seguro de que durante el primer período de calma su amigo le pediría que le contara sus aventuras del día anterior.
Ahora se regocijaba por tener en sus manos una pequeña arma con la cual podía postrar a su camarada a las primeras señales de interrogación. El era el amo. Iba a ser él ahora quien se reiría y lanzaría los primeros dardos ridiculizadores.
El amigo, en un momento de debilidad, había hablado con sollozos sobre su propia muerte. Había pronunciado un melancólico discurso antes de su funeral y había mandado varios recuerdos a sus parientes en el paquete de cartas. Pero no había muerto, y así se había entregado en las manos del joven.
Éste se sintió inmensamente superior a su amigo, pero inclinado a la condescendencia. Adoptó hacia él un aire protector de buen humor.
Su propia estimación se había restablecido enteramente. A la sombra de su floreciente crecimiento, permanecía con piernas erguidas y confiadas en sí mismas, y puesto que ahora no podía descubrirse nada, no evitaba la mirada de sus jueces y no permitía que ninguno de sus pensamientos se interpusiera en su actitud varonil. Había llevado a cabo todos sus actos en la oscuridad, y por tanto era aún un hombre.
En realidad, cuando recordó todas las incidencias del día anterior y las observó a distancia, empezó a ver algo bueno en ellas. Se permitía sentirse pomposo y veterano.
A las jadeantes agonías del pasado las alejó de su vista.
Se dijo que, en el momento presente, sólo los sentenciados y condenados rugían con sinceridad ante las circunstancias. Pocos lo hacían excepto éstos. Un hombre con el estómago lleno y el respeto de sus semejantes no tenía por qué hacerse reproches sobre algo que le pareciera equivocado según las leyes del universo o incluso según las de la sociedad. Que se desgañitaran los infortunados; los demás podían jugar a los bolos.
No pensó mucho en las batallas que estaban directamente ante él. No era esencial planear sus actos con respecto a ellas. Se le había enseñado que, en una vida, muchos deberes eran fácilmente soslayados. Las lecciones de ayer habían sido que la retribución era perezosa y ciega. Con estos hechos ante él, no le parecía necesario preocuparse febrilmente sobre las posibilidades de las próximas veinticuatro horas. Podía dejar mucho a la suerte. Además, había surgido ante él, secretamente, la fe en sí mismo. Había una pequeña flor de confianza que crecía en él. Era ahora un hombre de experiencia. Se había encontrado en el exterior, entre los dragones, se dijo, y se convenció de que no eran tan odiosos como los había imaginado. Además, tenían muy poca puntería; no clavaban su aguijón con precisión. Un corazón valiente muy a menudo les presentaba desafío y, al desafiar, escapaba.
Y, además, ¿cómo podían matarle a él, que era el escogido de los dioses y destinado a la gloria?
Recordó cómo algunos de los hombres habían escapado de la lucha. Y al recordar sus caras aterrorizadas, sintió desprecio hacia ellos. Seguramente habían sido más precipitados y habían estado más enloquecidos de lo que era estrictamente necesario. Eran débiles mortales. En cuanto a sí mismo, él había huido con discreción y dignidad.
Lo sacó de este ensueño su amigo, que, después de moverse nerviosamente y de parpadear hacia los árboles un rato, tosió de repente, a modo de preámbulo, y dijo:
—¡Fleming!
—¿Qué?
El amigo se llevó la mano a la boca y tosió de nuevo. Manoseó su chaqueta.
—Bueno —dijo, finalmente, de un tirón—, me parece que podrías devolverme las cartas.
Un rubor ardiente y oscuro le había cubierto las mejillas y la frente.
—De acuerdo, Wilson —dijo el muchacho.
Se desabrochó dos botones de la chaqueta, metió la mano y sacó el paquete.
Al tendérselo a su amigo, la cara de éste estaba vuelta hacia el otro lado.
Había actuado lentamente, al sacar el paquete, porque durante el acto había tratado de pensar en alguna observación notable sobre todo el asunto. No se le ocurrió nada suficientemente punzante. Se vio obligado a dejar que su amigo escapara sin molestias con su paquete. Y por esto se felicitó a sí mismo. Era algo generoso.
A su lado, su amigo parecía estar sufriendo una gran vergüenza. El muchacho al contemplarlo sintió que su corazón iba haciéndose más fuerte y valeroso. El nunca se había visto obligado a ruborizarse de ese modo por sus actos. El era un individuo de extraordinaria virtud.
Reflexionó con piedad condescendiente: «¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Pobre diablo! ¡Esto le hace sentirse muy mal!».
Después de este incidente, y mientras revivía las escenas de guerra que había visto, se sintió completamente capaz de volver a su casa y hacer que los corazones de la gente ardieran con sus narraciones guerreras. Podía verse a sí mismo en una habitación de cálidos colores contando historias a sus oyentes. Podía exhibir laureles. Eran insignificantes; pero, de todos modos, en una región donde los laureles eran poco frecuentes, podrían brillar.
Vio mentalmente a su público con la boca abierta creyéndole la figura central en escenas llameantes. E imaginó la consternación y las exclamaciones de su madre y de la jovencita morena de la escuela mientras absorbían su relato. La vaga fórmula femenina para que los bienamados llevaran a cabo sus gestas en los campos de batalla sin exponer su vida iba a ser destruida.