Capítulo 11
Se dio cuenta de que el ruido de la forja de la batalla iba aumentando en intensidad. Grandes nubes pardas habían flotado hasta las quietas cimas de aire que se hallaban ante él. El ruido, también, se estaba acercando. Los bosques dejaban escapar hombres, y los campos, poco a poco, parecieron punteados.
Al dar la vuelta a un otero, vio que la carretera era ahora una masa estridente de vagones, equipos y hombres. De la pesada mezcla surgían exhortaciones, órdenes, imprecaciones. El miedo lo arrastraba todo. Los látigos crujientes mordían y los caballos se lanzaban y arrastraban. Los vagones con cubiertas blancas se esforzaban y tropezaban en sus intentos como gruesos corderos.
El muchacho se sintió en cierto modo confortado por esta escena. Todos estaban retirándose. Quizá, entonces, él no era tan malo, después de todo. Se sentó y observó a los vagones aterrorizados. Huían como animales blandos y sin gracia. Todos aquellos que rugían y agitaban el látigo le servían para ayudarle a engrandecer el peligro y los horrores del encuentro, para que pudiera intentar probarse a sí mismo que aquello de lo cual los hombres podrían acusarle era, en verdad, un acto simétrico. Había una cierta cantidad de placer en contemplar la enloquecida marcha de esta justificación.
Al poco tiempo, la cabeza serena de una columna de infantería que avanzaba apareció en la carretera. Avanzaba rápidamente. El tratar de evitar las obstrucciones le daba los sinuosos movimientos de una serpiente. Los hombres que iban en cabeza golpeaban a las mulas con las culatas de los fusiles. Azuzaban a los caballos del equipo indiferentes a todos los gritos. Se abrieron camino a través de la densa masa a pura fuerza. La cabeza roma de la columna empujaba. Los rabiosos conductores de los caballos lanzaban extraños juramentos.
Las órdenes de abrir paso tenían un eco de gran importancia. Los hombres avanzaban hacia el corazón del estruendo. Iban a enfrentarse con el ávido ataque del enemigo. Sentían el orgullo de un movimiento de avance cuando el resto del ejército parecía tratar de deslizarse carretera abajo. Empujaban a los equipos a su paso con un noble sentimiento de que nada valía la pena mientras su columna llegara al frente a tiempo. Esta importancia daba a sus caras un aire austero y grave. Y las espaldas de los oficiales se hallaban rígidas.
Mientras el muchacho los miraba, el peso negro de su desolación volvió a caer sobre él. Sintió que estaba observando una procesión de seres escogidos. La separación era tan grande para él como si hubieran marchado con armas hechas de llamas y banderas de rayos de sol. Nunca podría ser como ellos. Lleno de añoranza, hubiera podido llorar.
Rebuscó en su mente para hallar una maldición adecuada a la causa indefinida, aquello sobre lo cual los hombres hacen recaer las palabras de la culpa final. Aquello, fuera lo que fuera, era responsable por él, se dijo. Aquello tenía la culpa.
La prisa de la columna para llegar a la batalla le parecía al desolado muchacho que era algo mucho más noble que luchar obstinadamente. Los héroes, pensó, podrían hallar excusas en aquel largo e hirviente sendero. Podrían retirarse con perfecta dignidad y excusarse con las estrellas.
Se preguntó qué cosa habrían comido aquellos hombres para tener tanta prisa en forzar su camino hacia severas probabilidades de muerte. Mientras observaba, su envidia creció hasta que pensó que le gustaría cambiar su vida por la de uno de ellos. Le hubiera gustado poder usar una fuerza tremenda, se dijo, poder salir de sí mismo y hacerse otro, mejor. Rápidas imágenes de sí mismo, aparte de él, y, sin embargo, de él, se le aparecieron; una desesperada figura azul dirigiendo violentas cargas con una rodilla adelantada y la espada rota en alto; una figura azul y determinada, de pie ante un asalto rojo y acero, muriendo serenamente en un lugar elevado ante los ojos de todos. Pensó en el patetismo magnífico de su cuerpo muerto.
Estos pensamientos le elevaron. Sintió el temblor del deseo de guerra. En los oídos sentía el repicar de la victoria. Conoció el frenesí de una rápida carga triunfal; la música de los pies en marcha, las voces agudas, las armas entrechocantes de la columna que pasaba cerca de él le hicieron elevarse en las rojas alas de la guerra. Por unos momentos se sintió sublime.
Pensó que estaba a punto de dirigirse al frente. En realidad, vio una imagen de sí mismo, lleno de polvo, macilento, jadeando, volando hacia el frente en el momento oportuno para agarrar y estrangular a la bruja oscura y maliciosa de la catástrofe.
Entonces las dificultades que había en ello empezaron a llevarle hacia atrás. Vaciló, balanceándose torpemente sobre una pierna.
No tenía fusil; no podía luchar con las manos, dijo a sus planes con resentimiento. Bueno, fusiles podían obtenerse con sólo recogerlos. Eran extraordinariamente abundantes.
Además, continuó, iba a ser un milagro poder encontrar a su regimiento. Bueno, podía luchar con cualquier otro.
Empezó a adelantar lentamente. Colocaba los pies como si esperara caminar sobre algo explosivo. La lucha se desarrollaba entre él y sus dudas.
Iba a ser un verdadero gusano si alguno de sus camaradas le veía volver así, con los signos de su huida sobre él. A esto se respondió que los esforzados luchadores no se preocupaban por lo que sucedía en la retaguardia a no ser que aparecieran por allí bayonetas hostiles. En la confusión de la batalla, su cara iba a estar, en cierto modo, oculta, como la cara de un encapuchado.
Pero entonces, se dijo, era seguro que su infatigable destino atraería a un hombre que le pediría explicaciones tan pronto como la lucha cesara por unos instantes. Sintió en su imaginación el escrutinio de sus compañeros, mientras él elaboraba penosamente algunas mentiras.
Finalmente, su valor se agotó con estas objeciones. Los debates prolongados apagaron su ardor.
No se sintió desalentado, sin embargo, por esta derrota de sus planes, porque al estudiar cuidadosamente el asunto no pudo por menos de admitir que las objeciones eran formidables.
Además, empezó a experimentar molestias variadas. Con ellas presentes, no podía persistir en su elevado vuelo con alas belicosas; le hacían prácticamente incapaz de verse bajo una luz heroica; tambaleándose, vaciló.
Descubrió que tenía una sed ardiente. Tenía la cara tan seca y tiznada, que creyó que podía oír crujir su piel. Cada uno de los huesos de su cuerpo le dolía y parecía amenazar con romperse a cada movimiento. Sus pies los sentía como llenos de llagas; su cuerpo le pedía alimento. Esto era algo más poderoso que una sensación directa de hambre; era como si algo obtuso, pesado, gravitara sobre su estómago y, cuando trataba de andar, la cabeza le daba vueltas y vacilaba. No podía ver con claridad. Ante su vista flotaban pequeños fragmentos de niebla verde.
Mientras se había sentido agitado por tantas emociones, no se había dado cuenta de todas estas molestias; ahora le atacaban y surgían con clamor y, al final, se vio obligado a prestarles atención, y con ello, su capacidad para autoodiarse se multiplicó. Desesperado, se dijo que él no era como todos aquellos otros; era un estúpido cobarde; admitió que era imposible que llegara a convertirse alguna vez en héroe. Aquellas imágenes de gloria eran algo lastimoso. Gimió desde lo más profundo de su corazón y marchó tambaleándose.
Una cierta tendencia en su interior, parecida a la que debe sentir la mariposa atraída por la llama, le mantenía en las cercanías de la batalla. Tenía un enorme deseo de ver y de saber. Quería enterarse de quién era el vencedor.
Se dijo a sí mismo que, a pesar de sus sufrimientos sin precedentes, jamás había perdido sus ansias de victoria; sin embargo, añadió para sí, como excusándose con su conciencia, no podía dejar de reconocer que una derrota del ejército en este momento podría significar muchas cosas favorables para él. Los golpes del enemigo astillarían los regimientos, convirtiéndolos en fragmentos; como consecuencia, muchos hombres de valor, pensó, se verían obligados a desertar de la bandera y a escurrirse como conejos. El no sería más que uno de tantos. Todos serían hermanos entristecidos en la desgracia, y él podía llegar a creer fácilmente que no había corrido ni más lejos ni más rápidamente que los demás. Y si él mismo podía creer en su virtuosa perfección, imaginaba que habría poco trabajo en convencer al resto de los hombres.
Como una excusa por esta esperanza, se dijo que previamente el ejército había sufrido grandes derrotas y, en pocos meses, se había librado de toda la sangre y todo el recuerdo de ellas, surgiendo otra vez tan brillante y valeroso como si volviera a empezar de nuevo, apartando de sus ojos toda huella de desastre y apareciendo con el valor y la confianza de legiones invictas. Las voces penetrantes de la gente, en sus hogares, sonarían desanimadamente durante un cierto tiempo, pero varios generales se veían habitualmente obligados a escuchar tales cantinelas. El, desde luego, no sentía ningún remordimiento al proponerse a un general como víctima propiciatoria. No podía saber de antemano quiénes serían los elegidos para recibir todas las mordaces críticas; por tanto, no podía centrar ninguna simpatía directamente en ellos. La gente se hallaba lejos y él no creía que la opinión pública, a la larga y en conjunto, fuera acertada. Era muy probable que dieran con un hombre en el cual se equivocaran totalmente, y éste, una vez recobrado de su asombro, probablemente pasaría el resto de sus días escribiendo respuestas a las denuncias de su supuesto fracaso. Sería muy triste, desde luego, pero en este caso un general no tenía la menor importancia para el muchacho.
En una derrota habría una elaborada justificación de sí mismo. Pensó que, en cierto modo, probaría que él había huido de antemano a causa de sus poderes superiores de percepción. Un profeta verídico, al predecir una inundación, debería ser el primero de los hombres en subirse a un árbol. Esto demostraría que él era, en realidad, un vidente.
Una justificación moral era considerada por el muchacho una cosa muy importante. Sin su auxilio, pensó, no podría ostentar el doloroso emblema de su deshonor durante toda su vida. Mientras su corazón le siguiera asegurando continuamente que era despreciable, no podría existir sin que esto se hiciera patente a todos los hombres por medio de sus propias acciones.
Si el ejército hubiera continuado gloriosamente adelante, él estaría perdido. Si el estruendo significaba ahora que las banderas de su gente se inclinaban hacia adelante, él era un miserable condenado. Se vería obligado a sentenciarse a sí mismo al aislamiento; si los hombres avanzaban, iban aplastando con pies indiferentes todas las posibilidades que él tenía de llevar una vida venturosa.
Al mismo tiempo que estos pensamientos pasaban rápidamente a través de su mente, se volvía contra ellos y trataba de alejarlos. Se apostrofaba a sí mismo, llamándose villano; se decía que él era el hombre más indeciblemente egoísta que pudiera hallarse. Su mente dibujaba los soldados que colocarían sus cuerpos desafiantes ante la lanza del enemigo, que atacaba lanzando alaridos, y mientras veía sus cuerpos cayendo en un campo imaginario, se dijo que él era un asesino.
De nuevo pensó que deseaba estar muerto. Creyó que envidiaba a un cadáver. Pensando en los que habían caído, sintió una especie de enorme desprecio hacia alguno de ellos, como si fueran culpables de haber quedado privados de vida. Podía ser que los hubieran matado casualidades afortunadas, se dijo, antes de tener ocasión de huir o antes de que realmente se les hubiera puesto a prueba. Y, sin embargo, recibirían los laureles de la tradición. Amargamente se aseguró que sus coronas eran robadas y sus envolturas de memorias gloriosas eran imitaciones. Sin embargo, se repitió otra vez que era una gran lástima que él no se hallara entre ellos.
Una derrota del ejército se le había ocurrido como un medio de escape de las consecuencias de su caída. Ahora, sin embargo, consideraba que era inútil pensar en tal posibilidad. Sus convicciones previas le habían enseñado que el triunfo era algo completamente cierto para aquella poderosa máquina azul; que ésta iba a fabricar victorias del mismo modo que otra máquina hace botones. Al momento desechó todas sus especulaciones hacia cualquier otra dirección. Volvió a la fe compartida por todos los soldados.
Cuando de nuevo se convenció de que el ejército no era posible que fuera derrotado, trató de inventar una hermosa excusa para llevar a su regimiento y poder, con ella, desviar los dardos de desprecio que esperaba.
Pero como temía enormemente estos ataques, le fue imposible pensar en una excusa en la que pudiera tener plena confianza. Trató de preparar varios esquemas, pero los desechó uno a uno por faltarles base. Podía ver instantáneamente los puntos vulnerables de todos ellos.
Además tenía mucho miedo de que alguno de aquellos dardos desdeñosos le dejara mentalmente indefenso antes de haber podido fabricarse la protección necesaria con sus palabras.
Se imaginó a todo el regimiento diciendo:
—¿Dónde está Henry Fleming? ¿Escapó, verdad? ¡Vaya, vaya!
Recordó a varios entre ellos que era seguro que no le dejarían en paz. Indudablemente le preguntarían con burla y se reirían ante su vacilante tartamudear. En el siguiente combate tratarían de vigilarlo para descubrir cuándo echaría a correr de nuevo.
En el campamento, fuera a donde fuera, encontraría miradas insolentes y obstinadamente crueles. Al imaginarse a sí mismo pasando junto a un grupo de sus camaradas, podía oír perfectamente que uno de ellos diría:
—¡Ahí va ése!
Y entonces, como si todas las cabezas fueran movidas por un solo músculo, todas las caras se volverían hacia él con anchas y burlonas sonrisas. Le parecía que podía oír las observaciones que cada uno haría en voz baja, humorísticamente. Al oírlas, los otros se reunirían, riéndose, al que había hablado. Iba a ser la comidilla del regimiento.