Capítulo 12

Se hallaba apenas fuera de la vista del muchacho la columna que había empujado fuera de su paso, obstinadamente, todos los obstáculos de la carretera, cuando aquél vio un oscuro oleaje de hombres que salían, arrasándolo todo, de los bosques y descendían a los campos. Supo al instante que las fibras de acero habían sido arrancadas de sus corazones. Salían estallando de sus chaquetas y de sus equipos como si escaparan de trampas. Cargaban sobre él como búfalos aterrorizados.

Detrás de ellos, el humo azul se curvaba y oscurecía las cimas de los árboles, y a través de los matorrales podía ver a veces un brillo rosado a distancia. Las voces del cañón resonaban en un coro interminable.

El muchacho se hallaba paralizado por el horror. Miraba fijamente, lleno de agonía y asombro. Se olvidó de que se hallaba ocupado combatiendo el universo. Arrojó a un lado sus folletos mentales sobre la filosofía de los que se retiran y sus reglas para guía de los condenados.

La lucha se había perdido. Los dragones avanzaban con pasos invencibles y continuos. El ejército, sin fuerzas en los espesos matorrales y cegado por la noche inminente, iba a ser devorado. La guerra, aquella bestia roja; la guerra, aquel dios henchido de sangre, iba a saciarse hasta hartarse.

Algo en su interior le obligó a gritar. Sintió el impulso de pronunciar un discurso de aliento, de cantar un himno de batalla, pero sólo pudo lograr que su voz preguntara al aire:

—Pero…, pero…, ¿qué… qué sucede?

Pronto se halló en medio de ellos. Saltaban y se desparramaban a su alrededor. Sus caras cenicientas brillaban en el crepúsculo. Parecían ser, la mayor parte de ellos, hombres muy corpulentos. El muchacho se volvía de uno a otro mientras pasaban por su lado como caballos al galope. Sus preguntas incoherentes se perdían; no prestaban la menor atención a sus llamadas. No parecían verlo.

A veces charloteaban enloquecidamente. Un hombre corpulento iba preguntándole al cielo:

—Dime, ¿dónde está la carretera de Plank? ¿Dónde está la carretera de Plank?

Era como si hubiera perdido a un chiquillo. Sollozaba de dolor y angustia.

Poco después había hombres corriendo de aquí para allá, en todas direcciones. La artillería resonaba por delante, por detrás y a ambos lados y destrozaba toda idea de dirección. Los mojones del camino habían desaparecido en la creciente oscuridad. El muchacho empezó a imaginar que había llegado al centro de la tremenda lucha y no podía ver la manera de salir de ella. De los labios de los hombres que huían surgían mil preguntas enloquecidas, pero nadie daba respuesta alguna.

El muchacho, después de correr de aquí para allá y de lanzar preguntas a los grupos enajenados de infantería en retirada, agarró finalmente a uno de los hombres por el brazo. Ambos dieron la vuelta y se miraron.

—¿Por qué…, por qué…? —tartamudeó, luchando con su rebelde lengua.

El hombre gritó:

—¡Suéltame! ¡Suéltame!

Tenía la cara lívida y sus ojos se movían incontrolados. Jadeaba y se ahogaba. Llevaba aún el fusil apretado en su mano, quizá por haber olvidado soltarlo. Dio unos frenéticos tirones, y el muchacho, obligado a inclinarse hacia adelante, fue arrastrado varios pasos.

—¡Suéltame! ¡Suéltame!

—¿Por qué…, por qué…? —tartamudeó de nuevo el muchacho.

—¡Toma, entonces! —gritó el hombre, poseído de violenta rabia.

Y hábil y fuertemente blandió el fusil, que cayó con fuerza sobre la cabeza del muchacho. El hombre escapó corriendo.

Los dedos del joven parecían haberse convertido en pasta sobre el brazo del otro. La energía desapareció de sus músculos. Vio las alas llameantes de un relámpago pasar ante su vista y había un retumbar ensordecedor del trueno dentro de su cabeza.

De repente, sus piernas parecieron perder toda su fuerza y cayó, retorciéndose, al suelo. Trató de levantarse. En sus esfuerzos contra el dolor que le avasallaba parecía un hombre luchando con una criatura aérea.

Era una lucha siniestra.

A veces alcanzaba una posición casi erguida, luchaba con el aire durante unos momentos y luego caía de nuevo, cogiéndose a la hierba. Su cara tenía una palidez cerúlea. Hondos gemidos surgían de su interior.

Al fin, con un retorcido movimiento, logró sostenerse sobre sus manos y sus rodillas, y como un bebé trató de andar sobre sus pies. Apretándose las manos contra las sienes, avanzó a sacudidas por la hierba.

Trabó una intensa batalla con su cuerpo. Sus sentidos embotados le instaban a desmayarse, y él se oponía obstinadamente, mientras su mente imaginaba peligros y mutilaciones desconocidas si caía sobre el terreno. Avanzó tal como lo había hecho el soldado alto. Imaginó lugares retirados donde podía caer y quedarse sin sufrir molestias. Para buscar uno de ellos, luchó contra la marea de dolor que le inundaba.

Una vez se llevó la mano a la parte superior de la cabeza y se tocó tímidamente la herida. El dolor punzante que el contacto le produjo le hizo sorber el aire entre los dientes apretados. Tenía los dedos manchados de sangre y los miró fijamente.

A su alrededor podía oír el gruñido de los cañones que avanzaban dando sacudidas, mientras los caballos veloces eran llevados hacia el frente a latigazos. Una vez un joven oficial, sobre un corcel lleno de barro, casi lo atropelló. Se volvió y observó la masa de armas, hombres y caballos que avanzaban, formando una amplia curva, hacia una brecha en la empalizada. El oficial hacía gestos excitados con una mano enguantada; los cañones seguían a los equipos con aspecto de protesta, como si los arrastraran por los talones.

Algunos oficiales de la desparramada infantería renegaban y maldecían como carreteros. Sus voces increpantes podían oírse por encima del estruendo. Hacia aquel indecible revoltijo de la carretera avanzó un escuadrón de caballería. El amarillo apagado de sus charreteras brillaba valerosamente. Hubo un poderoso altercado.

La artillería se estaba reuniendo como para conferenciar.

La niebla azulada del crepúsculo se había posado sobre el campo. Las líneas del bosque eran largas sombras purpúreas. Una nube yacía sobre el cielo, al oeste, oscureciendo parcialmente su rojo color.

Cuando el muchacho dejó la escena tras de sí, oyó que los cañones, de repente, rugían. Los imaginó sacudidos por una oscura cólera poderosa. Estaban aullando y eructando como demonios de bronce que vigilan una entrada. El aire suave estaba saturado de la tremenda baraúnda. Con ello llegó el desgarrador repiqueteo de la infantería enemiga. Volviéndose a mirar tras de sí, pudo ver láminas de luz naranja iluminando la distancia sombría. Había sutiles y repentinos relámpagos en el aire lejano. A veces creyó que podía ver pesadas masas de hombres.

Se apresuró en el crepúsculo. El día se había desvanecido hasta que apenas podía distinguir el lugar donde poner los pies. La oscuridad purpúrea se hallaba llena de hombres que peroraban e insultaban. A veces podía verlos gesticulando contra el cielo azul y sombrío. Parecía haber un enorme montón de hombres y municiones esparcidos en el bosque y en los campos.

Ahora la pequeña y estrecha carretera yacía sin vida. Había vagones volcados como cuencos que se han dejado secar al sol. El lecho de un antiguo torrente estaba repleto de cuerpos de caballos y partes astilladas de máquinas de guerra.

En este momento su herida sólo le dolía un poco. Tenía miedo de moverse rápidamente, sin embargo, por miedo a despertarla. Mantenía la cabeza muy quieta y tomó muchas precauciones para no tropezar. Se sentía lleno de ansiedad, y su cara se hallaba contraída y tensa en la anticipación del dolor que podía traerle un súbito error de sus pies en la penumbra.

Sus pensamientos, mientras andaba, se hallaban preocupadamente fijos en su herida. Sentía, alrededor de ella, una sensación fría y líquida, y se imaginaba la sangre descendiendo lentamente bajo su cabello. Su cabeza parecía haber aumentado hasta adquirir un tamaño que le hacía pensar que su cuello era inadecuado.

El nuevo silencio de su herida le causaba gran preocupación. Las pequeñas voces hirientes del dolor que habían gritado desde su cabeza eran, pensó, explícitas en su expresión de peligro. Creía que podía medir su estado por ellas. Pero, cuando se quedaron fatalmente silenciosas, se sintió empavorecido e imaginó que unos dedos terribles estaban apretados dentro de su cerebro.

En medio de esto empezó a reflexionar sobre varios incidentes y condiciones del pasado. Recordó ciertas comidas que su madre había preparado en su casa, en las cuales los platos que a él le gustaban más particularmente habían tenido un lugar preponderante. Vio la mesa puesta, las paredes de pino de la cocina brillando a la luz cálida del fogón. Recordó también cómo él y sus compañeros solían ir desde la escuela a la orilla de una laguna bordeada de árboles. Sintió la caricia del agua fragante sobre su cuerpo. Las hojas de los arces que colgaban sobre la corriente susurraban melodiosamente en el viento del verano juvenil.

Al poco rato se sintió vencido por un cansancio que le abatía. Tenía la cabeza colgando sobre su pecho y los hombros inclinados, como si soportara sobre ellos un enorme peso. Iba arrastrando los pies por el suelo.

En su interior debatía continuamente si era mejor tenderse y dormir en cualquier lugar cercano o esforzarse por seguir adelante hasta haber alcanzado un refugio. Trataba continuamente de descartar el problema, pero su cuerpo persistía en rebelarse y sus sentidos le importunaban como niños mal criados.

En un momento dado oyó una voz que le hablaba cerca de su hombro:

—Pareces estar bastante mal, rapaz.

El muchacho no levantó los ojos, pero asintió con espesa lengua:

—Mmmm…

El poseedor de la voz jovial le tomó firmemente por el brazo.

—Bueno —dijo con risa sonora—, yo voy en tu misma dirección. Todo el grupo va en la misma dirección. Y creo que puedo llevarte.

Empezaron a andar como un hombre borracho y su amigo.

Mientras andaban, el hombre preguntaba al muchacho y le ayudaba en las respuestas, como uno manipula en la mente de un chiquillo. A veces interpolaba anécdotas.

—¿A qué regimiento perteneces? ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Al 304 de Nueva York? Pero ¿en qué cuerpo está eso? ¡Oh! ¿De veras? Bueno, creí que no habían entrado en fuego hoy… Están allá lejos, en el centro. Oh, entraron, ¿eh? Bueno, prácticamente, todo el mundo tuvo su parte en la lucha hoy. Por Dios, yo mismo me di por muerto un sinnúmero de veces. Había tiroteo por aquí y tiroteo por allá, y gritos por aquí y gritos por allá, en la condenada oscuridad, hasta que aunque me matasen no podía decir en qué lado estaba. A veces pensé que indudablemente yo sabía que venía de Ohier, pero otras hubiera podido jurar que procedía del más amargo y alejado extremo de Florida. Era la cosa más condenadamente mezclada que jamás he visto. Y todos estos bosques son también un completo enredo. Será un milagro si esta noche podemos encontrar nuestros regimientos. Muy pronto, sin embargo, encontraremos suficientes guardias y centinelas y una cosa y otra. Oh, aquí traen a un oficial, me parece. Míralo cómo lleva la mano colgando. Te apuesto lo que quieras a que ya tiene toda la guerra que deseaba. No va a hablar tan alto sobre su reputación cuando vayan a cortarle la pierna, ¡pobre rapaz! Mi hermano lleva unas patillas exactas a las de él. ¿Cómo llegaste hasta aquí tú? Tu regimiento está muy lejos, ¿verdad? Bueno, me parece que podremos encontrarlo. Sabes, hoy mataron a un muchacho en mi compañía al que realmente quería. Jack era un gran rapaz. Por todos los demonios, me dolió en el alma ver caer así al viejo Jack. Estábamos de pie y en paz por unos momentos, aunque había hombres que corrían en todas direcciones a nuestro alrededor, y mientras estábamos así se acercó un tipo gordo y corpulento. Empezó a tirar del codo de Jack y a decirle: «Oye, ¿dónde está el camino que va al río?». Y Jack no le hizo el menor caso, y el tipo siguió tirándole del codo y diciéndole: «Dime dónde está el camino que va al río». Jack estaba mirando hacia adelante todo el tiempo, tratando de ver a los Johnnies que salían del bosque, y no hizo ningún caso de este tipo gordo durante mucho rato, pero al fin se volvió y le dijo: «¡Oh, vete al infierno y busca el camino que va al río!». Y justamente entonces un disparo le dio exactamente en la sien. Era sargento también. Éstas fueron sus últimas palabras. Demonio, me gustaría estar seguro de que encontraremos nuestros regimientos esta noche. Va a ser una larga búsqueda. Pero creo que lo lograremos.

Mientras escudriñaba los campos a su alrededor, le parecía al joven que el hombre de la voz cordial poseía una varita mágica. Pasaba rozando las zarzas del bosque enmarañado con extraña fortuna. Al encontrarse con guardias y patrullas desplegaba la agudeza de un detective y el valor de un astuto pilluelo callejero. Los obstáculos caían ante él y se convertían en ayuda. El muchacho, con la barbilla aún en el pecho, permanecía como atontado, mientras su compañero sacaba partido de todo aquello con lo que se enfrentaba.

El bosque parecía una inmensa colmena de hombres que andaban zumbando en círculos frenéticos, pero el hombre cordial llevó al muchacho, sin errores, hasta que al final empezó a reír entre dientes, con alegría y satisfacción, complacido.

—¡Ah, aquí estamos! ¿Ves aquella hoguera?

El muchacho asintió, estúpidamente.

—Bueno, pues ahí es donde está tu regimiento. Y ahora, adiós, rapaz, y buena suerte.

Una mano cálida y fuerte apretó los dedos lánguidos del muchacho por un instante, y luego le oyó silbar alegre y audazmente mientras se alejaba. Y cuando el que así le había amparado iba desapareciendo de su vida, se le ocurrió al muchacho que ni una sola vez le había visto la cara.[13]