Capítulo 21
Muy poco después tuvieron la seguridad de que la amenaza de la lucha ya no se cernía sobre ellos. Una vez más, todos los caminos parecían abiertos a su paso; las líneas azules y polvorientas de sus amigos podían verse claramente a corta distancia y, aunque en un lugar más alejado había aún muchos y colosales ruidos, por esta parte del campo se extendía una súbita quietud.
Se dieron cuenta de que estaban libres. Todo el grupo, que estaba ahora tan menguado, lanzó un hondo suspiro de descanso y se acercaron unos a otros para completar su jornada.
En esta última parte del camino empezaron a mostrar los hombres complejas y extrañas emociones. Se apresuraban con una especie de miedo nervioso y algunos, que habían actuado de modo decisivo y con ademán impasible en los más duros momentos, no podían ahora ocultar una ansiedad frenética. Era, quizá, porque sentían temor de que les mataran en un momento que carecía de importancia, cuando había ya pasado la ocasión apropiada para una muerte con honor militar. O quizá pensaban que sería algo excesivamente irónico morir cuando se hallaban en las mismas puertas de la salvación. Se apresuraban dirigiendo continuamente miradas hacia atrás, llenas de inquietud.
Mientras iban acercándose a sus propias líneas, un regimiento de hombres flacos y bronceados que yacía descansando a la sombra de los árboles les dirigió sarcásticas pullas, lanzando sobre ellos multitud de preguntas.
—¿Dónde demonios habéis estado?
—¿Para qué volvéis por aquí?
—¿Por qué no os quedasteis donde estabais?
—¿Hacía calor allí, hijitos?
—Y qué, ¿os vais a casa ahora, chicos?
Uno de ellos gritó con tono insultante, imitando a un chiquillo:
—¡Oh, mami! ¡Ven pronto a ver a los soldaditos!
No hubo más respuesta por parte del dolorido y golpeado regimiento que la que profirió uno de los hombres al desafiar abiertamente a quien quisiera luchar a puñetazos, y el hecho de que el oficial de la barba roja se acercó, mientras miraba con estilo fanfarrón al alto capitán del otro regimiento, hasta quedar junto a ellos. Pero el teniente aplacó al hombre que quería luchar a puñetazos, y el alto capitán, ruborizado ante la fanfarronería sin importancia del de la barba roja, se vio obligado a mirar intencionadamente hacia los árboles.
El muchacho, con el cuerpo dolorido, se sintió lastimado en su misma carne por estas palabras. Con el ceño fruncido miró con verdadero odio a los que así se burlaban. Meditó al mismo tiempo unas cuantas venganzas. Sin embargo, muchos de sus compañeros del regimiento bajaron la cabeza como si se sintieran criminales, como si llevaran sobre los inclinados hombros el ataúd de su honor. Y el joven teniente, recobrándose, empezó a murmurar suavemente negras maldiciones.
Cuando de nuevo habían llegado a su antigua posición, dieron la vuelta para observar desde allí la extensión de territorio sobre la cual se había efectuado la carga.
Y al hacer este examen, el muchacho se sintió aplastado por un enorme asombro. Descubrió que las distancias reales, al compararlas con las brillantes medidas imaginadas mentalmente, eran en verdad triviales e insignificantes. Los impasibles árboles, a cuyo alrededor tanto había sucedido, parecían estar increíblemente cerca. Al reflexionar ahora vio que también el tiempo había sido en realidad breve. Se maravilló de que un tan gran número de emociones y de acontecimientos se hubiera acumulado en un espacio de tan escasas dimensiones. Se dijo que, sin duda, eran pensamientos fantásticos, que, a la manera de duendes, debían haberlo aumentado y exagerado todo.
Parecía entonces que podía haber una amarga justicia en las sarcásticas palabras de los flacos y bronceados veteranos. Y ocultó, bajo los párpados, una mirada de desdén hacia sus compañeros, que iban esparciéndose sobre el terreno, ahogándose a causa del polvo que los envolvía, desgreñados, rojos por el sudor, con los ojos nublados.
Bebían todos a grandes tragos de sus cantimploras, tratando ansiosamente de absorber hasta la última gota de agua, y se frotaban la cara, que tenían hinchada y húmeda, con las mangas de sus chaquetas y con puñados de hierba.
El muchacho, sin embargo, podía hallar cierta complacencia al recordar su propia actuación durante la carga. Había tenido previamente muy poco tiempo para tratar de decidir el valor de sus acciones, y ahora, por lo tanto, encontraba una gran satisfacción al poder pensar en ellas en silencio. Recordó pequeños fragmentos de color que, en la precipitación, se habían clavado, sin que se diera apenas cuenta, en sus sentidos, completamente absortos.
Mientras el regimiento yacía jadeando a causa de sus esfuerzos, el oficial que les había llamado conductores de mulas llegó galopando a lo largo de la línea. Había perdido la gorra, y su pelo, revuelto, se movía en todas direcciones. Su cara estaba oscurecida por el disgusto y por la ira. Su malhumor podía verse con claridad en la manera brusca que usaba para manejar el caballo. Tiró de la brida y la retorció salvajemente, parando al animal, jadeante, con un tirón furioso, cerca del coronel del regimiento. Inmediatamente estalló en una airada colección de reproches que llegaron claramente hasta los oídos de los hombres. Estos se sintieron súbitamente alerta, siempre curiosos cuando se trataba de palabras violentas pronunciadas entre dos oficiales.
—¡Por todos los diablos, MacChesnay! ¡Qué disparate tan enorme han cometido en todo este asunto! —empezó el oficial, y aunque trataba de hablar en tono relativamente bajo, su indignación hacía perfectamente perceptible el sentido de sus palabras—. ¡Qué lío tan terrible han armado! Por Dios, hombre, ¡se detuvieron a menos de cien metros de un buen triunfo! Si sus hombres hubieran adelantado otros cien metros, habrían llevado a cabo una gran carga, pero tal como lo han llevado a término…; de cualquier modo, ¡qué montón de cretinos tiene usted aquí!
Los hombres, escuchándole sin permitirse respirar apenas, volvieron ahora sus curiosos ojos hacia el coronel. Sentían, por todo aquel asunto, el interés de un pobre pelagatos ignorado.
Se vio al coronel erguirse y adelantar una mano con ademán algo oratorio. Tenía un aspecto ofendido, como si se hubiera acusado de robo al deán de una iglesia. Los hombres, hundidos en el éxtasis de la emoción, se sentían profundamente agitados.
Pero, de repente, la actitud del coronel cambió pasando de la de un deán a la de un francés. Se encogió de hombros.
—Bueno, general, ciertamente llegamos hasta donde pudimos —dijo serenamente.
—¡Hasta donde pudieron! ¿De veras, vive Dios? —se burló el otro—. Y verdaderamente no fue muy lejos, ¿verdad? —añadió con una mirada de frío desprecio clavada en los ojos del otro—. No muy lejos, me parece. Sus órdenes eran tratar de crear una diversión a favor de Whiterside. Lo que en realidad lograron ustedes van a comprenderlo por medio de sus propios oídos en un instante.
Y sin decir nada más, hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó rígidamente.
El coronel, obligado ahora a escuchar los ruidos desgarradores de un encuentro que estallaba en los bosques, a su izquierda, se desahogó lanzando vagas maldiciones.
El teniente, que había escuchado con aire de impotente rabia toda la entrevista anterior, habló súbitamente con tono de voz firme y sin miedo:
—No me importa el grado que tenga este hombre…; tanto da que sea general…; si dice que estos chicos no lucharon de un modo verdaderamente magnífico, él no es más que un condenado imbécil.
—Teniente —empezó severamente el coronel—, esto es de mi única incumbencia, y le ruego…
El teniente hizo un gesto de obediencia.
—De acuerdo, mi coronel, de acuerdo —le dijo.
Y se sentó con el aire del que se siente satisfecho de sí mismo.
La noticia de que se había criticado duramente al regimiento corrió por la línea, y durante unos momentos los hombres se sintieron llenos de asombro.
—¡Por todos los demonios! —gritaron mirando la figura del general, que iba disminuyendo a distancia. Creyeron, desde luego, que se trataba de un gran error.
Al poco rato, sin embargo, empezaron a creer que sus esfuerzos, verdaderamente, habían sido despreciados. El muchacho se dio cuenta de cómo esta convicción iba pesando sobre el regimiento entero hasta que los hombres tuvieron el aspecto de animales apaleados e insultados, pero rebeldes aún.
El amigo, con los ojos llenos de la ofensa, que sentía profundamente, se acercó al muchacho.
—Me gustaría saber qué es lo que quiere —dijo—. ¡Debe creer que salimos allí para jugar a los bolos! Nunca vi cosa igual.
El muchacho había desarrollado una tranquila filosofía en aquellos momentos de irritación.
—Bueno —dijo—, probablemente no vio nada de nada y se enfureció y decidió que no éramos más que un montón de corderos sólo porque no hicimos lo que él quería que hiciésemos. Es una verdadera lástima que al abuelo Henderson lo mataran ayer…; él hubiera sabido que hicimos verdaderamente cuanto pudimos y que luchamos bien. Todo esto es sólo nuestra terrible mala suerte, nada más.
—Desde luego que sí —dijo el amigo, que parecía estar terriblemente dolido por la injusticia—. ¡Desde luego que tenemos una suerte verdaderamente mala! No hay placer alguno en luchar por alguien cuando todo lo que uno hace…, sea lo que sea…, no lo hace bien. Te aseguro que me dan ganas de quedarme atrás la próxima vez y dejarles que se hagan ellos mismos su dichosa carga, y que se larguen al infierno juntamente con ella.
El muchacho habló a su camarada, tratando de calmarlo.
—Bueno, ambos peleamos bien. Me gustaría saber si hay alguien lo bastante necio para decir que nosotros dos no hicimos todo lo que pudimos y lo mejor que pudimos.
—¡Claro que lo hicimos! —declaró firmemente el amigo—. Y le romperé la cabeza al que lo niegue, aunque sea tan alto como una torre. De todos modos, ya saben que nosotros dos actuamos bien, porque yo mismo oí que un chaval decía que nosotros éramos los que mejor luchamos en el regimiento, y luego tuvieron una larga discusión sobre esto. Otro rapaz, claro, tuvo que salir y decir que era mentira, que él había visto todo lo sucedido y que no nos había visto a ninguno de los dos desde el principio al fin. Y desde este momento se mezclaron muchos más que dijeron que no era mentira, que luchamos verdaderamente como demonios, y todos nos alabaron mucho. Pero de todo esto, lo que no puedo resistir es la manera de hablar de estos soldados veteranos, siempre bromeando y riendo, y, luego, ¡este general! ¡Está loco!
El muchacho exclamó con súbita exasperación:
—¡Es una maldita cabeza de corcho! Me pone frenético. Me gustaría que viniera con nosotros la próxima vez. Le demostraríamos que…
Se calló, porque varios se acercaban a ellos, corriendo y llevando en la cara la expresión del poseedor de grandes noticias.
—¡Oh, Flem, tendríais que haberlo oído! —gritó uno ansiosamente.
—¿Oír qué? —preguntó el joven.
—¡Tendríais que haberlo oído! —repitió el otro, preparándose para dar las noticias, mientras los demás lo rodeaban formando un círculo lleno de agitación—. Verás, el coronel se encontró con vuestro teniente exactamente a nuestro lado, era lo más extraño que jamás oí, y le dice: «Ejem, ejem. Señor Hasbrouck, ¿quién era aquel rapaz que llevaba la bandera?». El teniente le respondió al momento: «Era Fleming, y es un tipo con todas las de la ley».
—¿Qué?
—¡Claro que lo dijo! «Un tipo con todas las de la ley». Éstas fueron sus palabras. Lo dijo. ¡Claro que sí! Si es que crees que tú puedes contar esto mejor que yo, vamos, ¡adelante! Bueno, entonces, ¡cállate la boca! El teniente dice: «Un tipo con todas las de la ley». Y el coronel: «Ejem, ejem; lo es, desde luego, un hombre muy bueno para nosotros; ¡ejem! Mantuvo la bandera firme, muy adelantada en el frente. Le vi bien. Es bueno». «Desde luego —dice el teniente—; él y un chaval llamado Wilson estuvieron siempre a la cabeza de la carga, aullando como pieles rojas continuamente.» «¿Eso hicieron? —preguntó el coronel—. ¿De veras? Ejem, ejem, ¡vive Dios! ¿A la cabeza del regimiento?» «¡Allí estaban!», contestó el teniente. «¡Vive Dios! —respondió el coronel—. Bien, bien, bien. ¿Esos dos chiquillos?» «Allí estaban», responde el teniente. «Bien, bien —añadió el coronel—. Merecen ser generales de división.»
El muchacho y su amigo dijeron:
—¡Estás mintiendo, Thompson!
—¡Oh, vete al infierno!
—¡Ja!
—¡No lo dijo!
—¡Qué mentiras!
Pero a pesar de estos aparentes desdenes juveniles y de sentirse algo avergonzados, sabían ambos que tenían la cara profundamente enrojecida de emoción. Se miraron uno a otro, con una expresión de secreta alegría y felicidad.
Al momento olvidaron infinidad de cosas con enorme rapidez. El pasado, desde aquel momento, no contenía ya escenas de error y de desilusión. Eran muy felices y sentían que, en su interior, tenían el corazón lleno hasta rebosar de afecto y agradecimiento hacia su coronel y hacia su joven teniente.