Capítulo 18
La maltratada línea pudo descansar durante unos minutos, pero mientras duraba esta pausa la lucha en el bosque fue aumentando hasta que los árboles parecían temblar por los disparos, y el suelo parecía estremecerse bajo los pasos precipitados de los hombres. Las voces de los cañones se mezclaban en una larga e interminable disputa. Los pechos de los hombres se esforzaban tratando de hallar aire fresco, y sus gargantas deseaban ávidamente agua.
A uno de los hombres un disparo le había atravesado el cuerpo, y al llegar esta pausa lanzó un grito de amargo lamento. Quizá también había estado gritando durante la lucha, pero si así fue entonces nadie le había oído. Ahora, sin embargo, los hombres se volvieron hacia las dolientes quejas que lanzaban desde el suelo.
—¿Quién es? ¿Quién es?
—Es Jimmie Rogers. Jimmie Rogers.
Cuando los ojos de todos cayeron sobre él por primera vez, hubo en todos ellos un alto repentino, como si temieran aproximarse más. El herido estaba agitándose en la hierba, retorciendo su cuerpo tembloroso en muchas y extrañas posturas. Gritaba fuertemente. Este instante de vacilación colectiva pareció llenarle de un desprecio tremendo y fantástico, y los maldijo con palabras que eran más que gritos.
El amigo del muchacho tenía un espejismo geográfico con respecto a un arroyo, y se le concedió permiso para ir en busca de un poco de agua. Inmediatamente llovieron cantimploras sobre él.
—Llena la mía, ¿quieres?
—Tráeme un poco para mí también.
—Y para mí.
Se marchó completamente cargado. El muchacho se fue con su amigo, sintiendo el deseo de sumergir su cuerpo ardiente en el arroyo y, mientras se empapaba, ir bebiendo litros enteros.
Hicieron una apresurada investigación en busca del supuesto arroyo, pero no lo hallaron.
—Aquí no hay agua —dijo el muchacho.
Dieron la vuelta al instante y empezaron a volver sobre sus pasos.
Desde su posición, otra vez de cara al campo de batalla, podían, naturalmente, abarcar una extensión mucho mayor de la escena de la lucha que la que habían visto antes, cuando el humo, que salía a chorros de la línea, había empañado su vista. Podían verse líneas oscuras enrollándose en la superficie, y en un espacio limpio una hilera de cañones que producían constantemente nubes grises, llenas de amplios destellos de llameante color naranja. Al fondo, detrás del follaje, podía verse el tejado de una casa. Una ventana, que brillaba con un tono rojo oscuro y mortal, relucía entre las hojas. Del edificio surgía una alta e inclinada torre que se elevaba sin cesar hasta el cielo.
Al volver los ojos hacia sus propias tropas, vieron masas mezcladas que se colocaban lentamente en una forma regular. La luz del sol sacaba puntos centelleantes del brillante acero. Hacia la parte posterior podía verse un trozo de una lejana carretera al curvarse sobre una pendiente. Se hallaba repleta de infantería en retirada. De todas partes del intrincado bosque surgía el humo y el ruido de la batalla; el aire estaba siempre repleto de sonoridad.
Cerca del lugar donde ellos se hallaban aleteaban y graznaban las granadas. Disparos esporádicos silbaban en el aire y se clavaban, más tarde, en los troncos de los árboles. Los hombres heridos y otros rezagados iban escurriéndose a través del bosque.
Mirando hacia un sendero que se abría en la arboleda, el muchacho y su compañero vieron a un general de espuelas tintineantes, que, con su estado mayor, casi atropelló a un hombre herido, que se arrastraba apoyándose en las manos y las rodillas. El general tiró fuertemente de las riendas, tensas en la boca abierta y espumeante de su caballo, y, con una demostración perfecta de dominio ecuestre, pasó por el lado del hombre herido. Éste se escurrió con prisa salvaje y torturada. Evidentemente le fallaron las fuerzas cuando se acercaba al lugar donde iba a estar a salvo. Uno de sus brazos, súbitamente, se debilitó y cayó, deslizándose sobre su espalda. Quedó allí, tendido, respirando débilmente.
Un momento después el pequeño y tintineante grupo de jinetes se hallaba directamente frente a los dos soldados. Otro oficial, cabalgando con el hábil abandono de un vaquero, llevó su caballo al galope hasta colocarse directamente frente al general. Los dos soldados que estaban de pie, inadvertidos, hicieron ostensivamente toda clase de gestos indicando que seguían su camino, pero se retrasaron con el deseo de oír algo de la conversación. Pensaron que quizá iban a decirse palabras históricas, solemnes y secretas.
El general, que los muchachos sabían que era el jefe de su división, miró al otro oficial y habló fría y serenamente, como si estuviera haciendo comentarios sobre su modo de vestir.
—El enemigo se está formando allí para otra carga —le dijo—. Van a dirigirla contra Whiterside, y me temo que lograrán forzar el paso por allí a menos que les opongamos una resistencia enormemente fuerte para detenerlos.
El otro lanzó una maldición a su inquieto caballo y luego se aclaró la garganta. Hizo un leve gesto hacia su gorra.
—Va a ser, desde luego, un trabajo de todos los demonios lograr detenerlos —dijo brevemente.
—Eso es lo que me temo —dijo el general.
Luego empezó a hablar rápidamente, en tono más bajo. Ilustraba frecuentemente, señalando con el dedo, lo que estaba diciendo. Los dos soldados de infantería no pudieron enterarse de nada más hasta que él preguntó finalmente:
—¿De qué tropas puede prescindir?
El oficial que cabalgaba como un vaquero reflexionó un momento.
—Bueno —dijo—, tuve que mandar al 12 para ayudar al 76, y, realmente, no tengo a nadie. Pero hay el 304. Luchan como conductores de mulas. Creo que puedo prescindir de ellos más que de ningún otro cuerpo de ejército.
El muchacho y su amigo cambiaron miradas de asombro.
El general habló escuetamente.
—Prepárelos entonces. Yo me quedaré observando desde este mismo lugar y le mandaré aviso en el momento en que tenga que ponerlos en marcha. Será, seguramente, dentro de unos cinco minutos.
Mientras el otro oficial se llevaba los dedos rápidamente hacia la gorra y, haciendo dar la vuelta a su caballo, se disponía a marcharse, el general le gritó en un tono de voz sobrio:
—No creo que muchos de sus conductores de mulas logren regresar a sus filas.
El otro gritó algunas palabras, como respuesta. Sonrió.
Con caras asustadas el muchacho y su compañero se apresuraron a regresar a su línea.
Todos estos acontecimientos habían tenido lugar en un espacio de tiempo increíblemente breve; sin embargo, el muchacho sintió que, en el transcurso de éste, había envejecido. Se le habían dado unos nuevos ojos. Y lo más desconcertante en todo aquello era darse cuenta repentinamente de que él era en realidad muy insignificante. El oficial había hablado del regimiento como si se estuviera refiriendo a una simple escoba. Parte de los bosques necesitaba en aquel momento ser barrida, quizá, y él, simplemente, indicó la escoba que había que usar con un tono apropiadamente indiferente hacia el destino posterior de aquélla. Esto era indudablemente la guerra, pero de todos modos causaba una extraña impresión.
Cuando los dos muchachos se acercaban a la línea, el teniente los vio, y la cólera pareció aumentarle de tamaño.
—Fleming, Wilson, ¿cuánto rato necesitáis para traer agua? ¿Dónde habéis estado?
Pero dejó de pronunciar más palabras cuando les miró a los ojos, enormes por las grandes noticias que traían.
—¡Vamos a ir a la carga! ¡Vamos a ir a la carga! —gritó el amigo del muchacho, apresurándose a dar las noticias.
—¿A la carga? —dijo el teniente—. ¿A la carga? Bueno, ¡por Dios!, ahora sí que esto va a ser luchar de verdad.
Sobre su cara tiznada había aparecido una sonrisa.
—¿A la carga? Bueno, ¡por Dios!
Un pequeño grupo de soldados rodeó a los dos jóvenes.
—¿Estáis seguros? Bueno, ¡que me aspen! ¿A la carga? ¿Para qué? ¿Contra qué? Wilson, estás mintiendo.
—Que me muera si miento —dijo el amigo del muchacho, elevando la voz hasta adquirir un tono de irritado resentimiento—. Es tan seguro como que ahora te estoy viendo a ti, te lo digo.
Y el muchacho habló, reforzando sus palabras.
—No, no miente; te lo juro por lo que más quieras. Los oímos hablar.
En aquel momento divisaron dos figuras que se acercaban a caballo a corta distancia. Una de ellas era el coronel del regimiento y la otra era el oficial que había recibido las órdenes del mismo jefe de la división. Iban gesticulando al hablarse el uno al otro. El soldado, señalándolos, interpretó la escena para los demás.
Un hombre tuvo una objeción final:
—¿Cómo pudisteis oírles hablar?
Pero los demás hombres, en su mayoría, asintieron, admitiendo que, al hablar previamente, los dos amigos no habían dicho más que la verdad.
Volvieron a colocarse en actitud de espera, con el aire de quien ha aceptado completamente la situación. Y reflexionaron sobre ello, mostrando en sus caras cien variedades de expresión. Era algo realmente absorbente sobre lo que pensar. Muchos se apretaron cuidadosamente los cinturones y se estiraron el pantalón.
Un momento después los oficiales, ya entre los hombres, empezaron a agitarse, empujándoles para que formaran una masa más compacta y para que se colocaran en una mejor alineación. Acudieron a buscar a todo aquel que se separaba y se irritaron con unos cuantos que parecían mostrar, con su actitud, que habían tomado la decisión de quedarse donde estaban. Parecían exigentes pastores luchando con sus corderos.
Al poco rato el regimiento pareció erguirse y tomar un profundo aliento. En ninguna de las caras de los hombres se reflejaban grandes pensamientos. Los soldados se hallaban inclinados y en tensión, como un corredor antes de recibir la señal de iniciar la carrera.
Muchos pares de ojos brillantes miraban, desde las caras tiznadas, hacia las cortinas espesas de los bosques más profundos. Parecían estar enfrascados en intrincados cálculos de tiempo y distancia.
Por todas partes les rodeaban los ruidos procedentes del monstruoso altercado entre los dos ejércitos. El mundo entero estaba interesado en aquel momento en asuntos diferentes. Aparentemente el regimiento iba a tener su pequeña aventura exclusivamente para sí mismo.
El muchacho, volviéndose, lanzó una mirada rápida e inquisitiva hacia su amigo. Éste le devolvió otra de la misma clase. Ellos dos eran los únicos que poseían un conocimiento íntimo y especial de la situación.
—Conductores de mulas…, va a ser difícil…, no creo que muchos puedan regresar…
Era un secreto lleno de ironía. Sin embargo, ninguno de los dos pudo percibir vacilación alguna en la cara del otro, y ambos asintieron con una afirmación muda y sin protestas cuando un hombre hirsuto murmuró cerca de ellos con voz blanda:
Van a aplastarnos.