Capítulo 1

El frío se iba alejando paulatinamente de la tierra y la niebla, al retirarse, iba descubriendo un ejército extendido sobre las colinas, que descansaba. Cuando el paisaje cambió de pardo a verde, el ejército despertó y empezó a estremecerse con ansiedad al simple anuncio de un nuevo rumor, lanzando ojeadas hacia los caminos, que, después de ser amplios charcos de barro líquido, iban transformándose en verdaderas carreteras. Un río, al que la sombra de sus márgenes prestaba tonalidades ambarinas, murmuraba a los pies del ejército, y por la noche, cuando la corriente se había transformado en doliente oscuridad, podían verse en la otra orilla las pupilas rojas y brillantes de las hogueras del campamento enemigo, situadas en las lomas bajas de distantes colinas.

En un momento dado, uno de los soldados, de elevada estatura, se sintió virtuoso y fue decididamente a lavarse una camisa. Volvió corriendo del arroyo, agitando la ropa como una bandera. Llegaba rebosante de noticias, transmitidas por un amigo de confianza, que las había recibido de un soldado de caballería incapaz de mentir, el cual las había recibido de su leal hermano, uno de los oficiales de servicio en el cuartel general del batallón. Adoptó al llegar el aspecto importante de un heraldo vestido de oro y grana.

—Vamos a avanzar mañana; seguro —dijo pomposamente a un grupo reunido en uno de los caminos que cruzaban el campamento—. Vamos a remontar el río, cruzar y rodearlos por detrás.

En alta voz y ante un atento público trazó el elaborado plan de una brillante campaña, y cuando acabó, los hombres vestidos de azul se esparcieron en pequeños grupos entre las hileras de barracas pardas y achatadas. Un muchacho negro, uno de los que cuidaban de los caballos, había estado bailando sobre una caja de embalaje entre las regocijadas exclamaciones de una docena de soldados. Ahora lo dejaron solo y se sentó, pesaroso. El humo se elevaba perezosamente desde una multitud de pintorescas chimeneas.

—¡Es mentira! ¡No es otra cosa más que una mentira fenomenal! —dijo otro soldado, a gritos. Su rostro, de tez suave, había enrojecido, y hundió las manos con malhumor en los bolsillos de los pantalones. Parecía tomar todo aquello como un insulto persona—. No creo que este maldito ejército llegue a avanzar ni un solo paso —continuó—. Estamos clavados. En los últimos quince días me han ordenado estar dispuesto para avanzar ocho veces, y aún no nos hemos movido.

El soldado alto[1] se sintió obligado a defender la verdad de un rumor que él mismo había esparcido. El y el que vociferaba llegaron casi a las manos en la discusión.

Un cabo empezó a lanzar imprecaciones ante los allí reunidos. Dijo que acababa de poner un costoso piso de madera en su barraca. Al iniciarse la primavera, se había abstenido de aumentar la comodidad de su residencia, porque le había parecido que el ejército podía emprender la marcha en cualquier momento; sin embargo, en los últimos tiempos le había dado la impresión de que se hallaban en una especie de campamento perpetuo.

La mayoría de los hombres se enzarzaron en una animada discusión. Uno esbozó, de modo peculiarmente lúcido, todos los planes del general en jefe. Otros se le opusieron, defendiendo la posibilidad de otros planes de campaña. Todos gritaban a la vez mientras algunos trataban en vano de atraer la atención general. Entre tanto, el soldado que había iniciado el rumor iba de un lado para otro con aires de importancia. De todas partes le dirigían preguntas:

—¿Qué pasa, Jim?

—El ejército va a avanzar.

—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, podéis creerme o no, como queráis. No me importa un pepino.

El tono de sus respuestas daba mucho que pensar y casi llegó a convencerlos, al no dignarse presentar pruebas de lo que decía; todos se sentían cada vez más llenos de excitación.

Uno de los soldados, un muchacho aún, escuchaba con ansiedad las palabras del soldado alto y los diversos comentarios de sus camaradas. Después de haber oído una gran cantidad de discusiones sobre marchas y ataques, se marchó a su barraca y se deslizó arrastrándose a través del complicado agujero que usaban como puerta. Deseaba estar a solas con algunas ideas nuevas que le habían asaltado últimamente.

Se tendió sobre una litera que se extendía a lo largo de uno de los extremos de la habitación. En el otro extremo, unas cajas de embalaje agrupadas alrededor de la chimenea servían de muebles. En una de las paredes, hechas con troncos, había un grabado, una página de un semanario ilustrado, y tres rifles se alineaban, colocados paralelamente sobre clavijas. Había equipos en estantes de fácil acceso y unos cuantos platos de hojalata estaban colocados sobre un pequeño montón de leños. Una tienda doblada les servía de techo. Los rayos del sol, al caer sobre ella en el exterior, le daban un brillo amarillo claro; una pequeña ventana lanzaba un recuadro oblicuo de luz más blanca sobre el suelo desigual. El humo de la hoguera desdeñaba muchas veces a la chimenea de barro y se esparcía en anillos por la habitación, y esta frágil chimenea de tierra y cañas era una constante amenaza de incendio para la barraca entera.

El muchacho estaba hundido en un pequeño trance de estupor. Por lo visto, iban finalmente a luchar. A la mañana siguiente, quizás, habría una batalla y él tomaría parte en ella. Necesitó esforzarse largo rato para obligarse a sí mismo a creerlo; no podía aceptar con pleno convencimiento el presagio de que iba a mezclarse en uno de aquellos grandes conflictos de la tierra.

Desde luego, había soñado con batallas toda su vida, imaginando vagos y sangrientos conflictos que le habían estremecido profundamente con su arrebato y su ardor. En sueños se había visto a sí mismo en muchas batallas; había imaginado a gente que se sentía segura bajo la protección de su mirada de lince, de sus proezas. Pero, una vez despierto, había considerado las batallas como manchas sangrientas en las páginas del pasado. Las había relegado, junto con sus imágenes ficticias de pesadas coronas y elevados castillos, a una época anterior. Hubo un período de la historia del mundo que él había considerado siempre como la época de las guerras, pero aquel tiempo, pensaba, hacía ya mucho tiempo que se había alejado en el infinito y había desaparecido para siempre.

Desde su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado la guerra en su propio país con desconfianza. Tenía que ser algo ficticio. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la esperanza de contemplar una lucha al estilo griego. Aquello ya no volvería a suceder, se había dicho. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.

Varias veces había ardido en deseos de alistarse. El país se estremecía con narraciones de grandes hechos que quizá no eran claramente homéricos, pero parecían ir acompañados de una gran gloria. Había leído relatos de marchas, asedios, conflictos, y había ansiado profundamente verlos. Su mente había trazado incansablemente para él amplios cuadros de extravagante colorido, enrojecidos por hazañas impresionantes.

Pero su madre le había desanimado. Le había dado la impresión de que, en cierto modo, despreciaba la calidad de su ardor guerrero y de su patriotismo. Podía sentarse serenamente y, sin ninguna dificultad aparente, darle centenares de razones explicándole por qué era él de muchísima más importancia en la granja que en el campo de batalla. Había usado ciertas expresiones, además, que le habían dado a entender que sus palabras sobre aquel tema surgían de una profunda convicción. Y a favor de su madre estaba también su propia creencia de que las razones éticas que ella tenía para su demostración eran irrefutables.

Sin embargo, al fin se había rebelado con firmeza contra esta luz amarillenta lanzada sobre el color de su ambición. Los periódicos, los comentarios del pueblo, su propia imaginación le habían excitado hasta un punto imposible de dominar. Estaban, en verdad, luchando valientemente. Casi diariamente ofrecían los periódicos relatos de alguna victoria decisiva.

Una noche, estando ya en la cama, el viento había llevado hasta él el clamor de la campana de la iglesia, cuando un entusiasta había tocado frenéticamente a rebato para dar a conocer confusas noticias de una gran batalla[2]. Esta voz del pueblo regocijándose en la noche le había hecho estremecer en un prolongado éxtasis de emoción. Un poco después había bajado a la habitación de su madre y le había dicho:

—Madre, voy a alistarme.

—Henry, no seas estúpido —le había contestado su madre. Luego se había cubierto la cara con la colcha. Aquí acabó todo aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente había ido al pueblo que se hallaba más cerca de la granja de su madre y se había alistado en una compañía que se estaba formando allí. Al regresar a su casa, su madre estaba ordeñando la vaca pinta, y otras cuatro estaban esperando.

—Madre, acabo de alistarme —le había dicho, respetuosamente.

Hubo un breve silencio.

—¡Que se haga la voluntad del Señor, Henry! —había respondido ella, finalmente, y luego había continuado ordeñando la vaca pinta.

Unos días más tarde, cuando se había parado en el umbral con su uniforme militar y una luz de ansiedad y expectación en los ojos que casi apagaba el brillo de añorante tristeza hacia los lazos del hogar, había visto dos lágrimas deslizarse por las marchitas mejillas de su madre.

Ella, sin embargo, le decepcionó al no decirle nada en absoluto sobre volver «o con su escudo o sobre él»[3]. El se había preparado para una magnífica escena; había pensado ciertas frases, que creyó que podía usar sin efecto emocionante. Pero las palabras que ella pronunció echaron todos sus planes por los suelos. Había continuado tenazmente pelando patatas, y le había hablado así:

—Ten cuidado, Henry, y mira bien por dónde vas en todo este lío de las batallas; ten cuidado y vigila bien. No vayas pensando que puedes aplastar a todo el ejército rebelde desde el principio, porque no puedes… Tú no eres más que un muchacho entre muchísimos más, y tienes que callarte y hacer lo que te manden. Yo sé cómo eres, Henry…

»Te he tejido ocho pares de calcetines, Henry, y te he puesto ahí tus mejores camisas, porque quiero que mi chico vaya tan caliente y tan cómodo como cualquiera pueda ir en el ejército. Siempre que se te agujereen, quiero que me los mandes al momento para que pueda remendártelos…

»Y sé siempre precavido y escoge a tus compañeros. Hay montones de hombres malos en el ejército, Henry. El ejército los hace feroces y no hay nada que les guste más que llevar por mal camino a un muchacho como tú, que nunca se ha alejado mucho de su casa y siempre ha estado con su madre, y enseñarle a beber y a blasfemar. Mantente alejado de esta gente, Henry. No quiero que hagas nunca nada de lo que pudieras avergonzarte si me lo contaras, Henry… Imagínate siempre que te estoy observando. Si tienes esto siempre presente, creo que saldrás bien…

»Tienes que recordar siempre a tu padre también, muchacho, y tener presente que nunca bebió una gota de alcohol en toda su vida, y que raras veces renegó…

»No sé qué más decirte, Henry, excepto que nunca debes tratar de evadir nada, hijo, por mi causa… Si llegara el momento en que tienes que morir o hacer algo deshonroso…, bueno… Henry, no pienses en nada más que en lo que debe hacerse, porque son muchas las mujeres que tienen que hacerse fuertes ante tales cosas en estos tiempos, y el Señor se cuidará de todas nosotras… Adiós, Henry, ten cuidado y sé un buen muchacho…

»Hijo, no te olvides de los calcetines y de las camisas; te he puesto un tarro de mermelada de moras en el paquete, porque sé que es lo que más te gusta. Adiós Henry. Ten cuidado y sé bueno.»

Él, desde luego, se había impacientado ante este discurso. No era exactamente lo que había esperado, y lo había aguantado con aspecto irritado. Se marchó experimentando un cierto alivio.

De todos modos, cuando había mirado hacia atrás desde la verja, había visto a su madre arrodillada entre las peladuras de patata. Su cara quemada por el sol, levantada, estaba llena de lágrimas, y su delgado cuerpo estaba temblando. El inclinó la cabeza y siguió adelante, sintiéndose de repente avergonzado de sus propósitos.

Desde su casa había ido a la escuela para despedirse de sus muchos compañeros. Todos se habían agrupado a su alrededor con asombro y admiración. Entonces se había dado cuenta de la enorme diferencia que había entre ellos y se había sentido henchido de sereno orgullo. El y algunos otros compañeros que también vestían el uniforme azul fueron completamente colmados de honores toda la tarde, y esto había sido algo verdaderamente delicioso. Se habían pavoneado.

Cierta muchachita rubia se había burlado alegremente de su aire marcial, pero había también otra, morena, a quien él había mirado fijamente y que le había parecido que adoptaba una expresión grave y triste al observar el azul uniforme y las insignias. Al marcharse, mientras bajaba por el sendero bordeado de robles, había mirado hacia atrás y la había visto asomada a una ventana, observándole. Y cuando él la vio, ella había clavado inmediatamente la vista en el cielo, entre las altas ramas de los árboles. El se había dado cuenta de que había mucho nerviosismo y prisa en su movimiento al cambiar de actitud, y lo recordaba a menudo.

Durante el viaje a Washington, su exaltación había ido en aumento. El regimiento había sido recibido con cariño y alimentos en cada una de las estaciones, hasta que el muchacho había creído que era en realidad un héroe. Hubo derroche de pan y embutidos, café y pepinillos y queso. Y cuando se sintió acariciado por la sonrisa de las muchachas y abrazado y felicitado por los ancianos, había sentido crecer en su interior la fuerza necesaria para llevar a cabo grandes gestas guerreras.

Después de jornadas complicadas y de muchas pausas, habían llegado los meses de vida monótona en el campamento. Había él tenido la convicción de que una verdadera guerra era una serie de batallas a muerte con muy poco tiempo intercalado para dormir y comer; pero desde que su regimiento había llegado al campamento, el ejército había hecho poco más que quedar acampado y tratar de mantenerse caliente.

Entonces, poco a poco, volvió a su antiguo modo de pensar. Las luchas al estilo griego ya no existían. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.

Había llegado a considerarse a sí mismo solamente como parte de una amplia demostración en azul. Su obligación era cuidarse, tanto como le fuera posible, de su comodidad personal. Y para divertirse podía mover las manos y tratar de imaginar los pensamientos que debían agitar la mente de los generales. Había además prácticas y más prácticas, y revista, y otra vez prácticas y prácticas y revista.

Los únicos enemigos que había visto eran algunas patrullas de reconocimiento a lo largo del río. Las componían un grupo de hombres bronceados, filosóficos, que a veces disparaban meditativamente a las patrullas azules. Si más tarde se les reprochaba esto, se mostraban generalmente pesarosos y juraban por lo más sagrado que las armas habían disparado sin su permiso. El muchacho, mientras estaba de guardia una noche, entabló conversación con uno de ellos a través del río. Éste era un hombre algo áspero, que escupía hábilmente apuntando al espacio que había entre sus zapatos y que poseía grandes reservas de suave e infantil desenvoltura. Al muchacho, personalmente, le gustó.

—Yanqui —le había dicho el otro—, eres un buen rapaz.

Este sentimiento, que le llegó flotando sobre la quietud del aire, le había hecho lamentar la guerra por unos momentos.

Algunos veteranos le habían contado historias.

Algunos hablaban de hordas grises de largas patillas, que avanzaban lanzando incesantes maldiciones y mascando tabaco, con valor indecible; tremendos conjuntos de fieros soldados, que, como los hunos, lo arrasaban todo ante sí. Otros hablaban de hombres andrajosos y eternamente hambrientos, que lanzaban desalentados disparos.

—Serían capaces de atravesar azufre ardiente y los fuegos del infierno para apoderarse de una mochila, y estómagos así no duran mucho —le dijeron.

A través de estos relatos, el muchacho imaginaba huesos rojos y vivos que aparecían por los desgarrones de los ajados uniformes.

Sin embargo, no podía creer completamente en los relatos de los veteranos, porque los reclutas eran siempre su presa. Solían hablar mucho de humo, fuego y sangre, pero no podía decir hasta qué punto eran mentiras. Continuamente le gritaban: «¡Pescado fresco!», y de ningún modo podía confiar en sus palabras.

Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que no importaba mucho la clase de soldados con los que iba a luchar, mientras lucharan, y esto nadie lo ponía en duda. Trató de probarse a sí mismo matemáticamente que no iba a huir de la batalla.

Anteriormente nunca se había visto obligado a debatir muy seriamente este problema. Durante toda su vida había tomado ciertas cosas como seguras, sin poner nunca a prueba su seguridad en el triunfo final, sin pararse a pensar mucho en medios y modos de llegar a él. Pero ahora se hallaba frente a algo importante. De repente se le ocurrió que quizá se viera impulsado a escapar de la batalla. Se vio obligado a admitir que, en lo tocante a la guerra, no sabía nada acerca de sí mismo.

En otro tiempo habría dejado que el problema se quedara tascando el freno en el umbral de su mente, pero ahora se sintió obligado a prestarle atención.

En su mente nació un conato de miedo y pánico. Y cuando empezó a imaginar una batalla, entrevió odiosas posibilidades. Contempló las amenazas acechantes del futuro y fracasó en el esfuerzo de verse a sí mismo permaneciendo firme en el centro de aquéllas. Recordó sus visiones de gloria arrebatadora, pero a la sombra del tumulto que se avecinaba sospechó que eran sólo imágenes imposibles.

Saltó de la litera y empezó a pasear nervioso de arriba abajo.

—¡Dios mío! Pero ¿qué es lo que me pasa? —exclamó en alta voz.

Se dio cuenta de que en esta crisis sus propias leyes de la vida eran inútiles. Todo lo que había aprendido sobre sí mismo no le servía aquí de nada. Era una incógnita para sí mismo. Vio que se vería obligado a experimentar de nuevo, tal como lo había hecho en su adolescencia; tenía que acumular información sobre sí mismo y, mientras tanto, decidió mantenerse constantemente en guardia para evitar que aquellas cualidades, de las cuales no sabía nada, le avergonzaran para siempre. «Dios mío», se repitió desfallecido.

Poco después el soldado alto se deslizó hábilmente por el boquete de entrada. El que hablaba a gritos le seguía. Estaban discutiendo.

—De acuerdo —decía el soldado alto al entrar, moviendo las manos expresivamente—. Puedes creerme o no, como quieras. Todo lo que tienes que hacer es sentarte y esperar, tan callado como puedas. Muy pronto descubrirás que tengo razón.

Su camarada gruñó obstinadamente. Por un momento pareció que estaba tratando de hallar una respuesta aplastante. Finalmente dijo:

—Bueno, tú no sabes todo lo que ocurre sobre la faz de la tierra, ¿verdad?

—Yo no dije que supiera todo lo que ocurre sobre la faz de la tierra —respondió el otro vivamente, empezando a colocar varios objetos apretadamente en su mochila.

El muchacho, cesando en su nervioso paseo, contempló la ajetreada figura.

—Es seguro que va a haber una batalla, ¿verdad, Jim?

—Desde luego que sí —respondió el soldado alto—. Desde luego que sí. Tú espera hasta mañana y verás una de las mayores batallas que jamás hayan tenido lugar. No tienes más que esperar.

—¡Centellas! —dijo el muchacho.

—Esta vez vas a ver lo que es luchar, muchacho, vas a ver una pelea por todo lo alto —añadió el soldado con el aire de un hombre que está a punto de exhibir una batalla para beneficio de sus amigos.

—¡Ja! —dijo, desde un rincón, el soldado jactancioso.

—Ni mucho menos —replicó el soldado alto, exasperado—. Ni mucho menos. ¿Acaso no se puso en camino toda caballería esta mañana? —miró encolerizado a su alrededor. Nadie negó esta afirmación—. La caballería emprendió la marcha esta mañana —continuó—. Dicen que apenas queda una sola montura en el campamento. Se dirigen a Richmond o algo así, mientras nosotros luchamos con todos los Johnnies[4]. Es una de esas maniobras. El regimiento ha recibido órdenes también. Un individuo que los vio llegar al cuartel general me lo dijo hace un rato. Y verdaderamente, que esto ha empezado ya a correr por todo el campamento puede verlo cualquiera.

—Bueno —replicó el muchacho—, es muy posible que todo esto no sea más que un cuento, igual que otras veces.

—¡Caray! —dijo el jactancioso.

El muchacho permaneció en silencio unos instantes. Al final se dirigió al soldado alto:

—¡Jim!

—¿Qué?

—¿Cómo te parece que se portará el regimiento?

—¡Oh! Van a luchar bien, creo, una vez empiecen —dijo otro, juzgando fríamente y usando con elegancia la tercera persona—. Se les han hecho muchas bromas, porque son novatos, desde luego, y todo eso, pero lucharán bien, creo.

—¿Crees que alguno de los chicos desertará? —insistió el muchacho.

—Puede haber unos pocos que huyan, pero los hay en dos los regimientos, sobre todo la primera vez que se encuentran bajo el fuego —dijo el otro, con aire tolerante—. Desde luego, podría suceder que el regimiento en masa empezara a correr, si se presentara de improviso un gran oteo, pero, por otra parte, también podría suceder que se quedaran fijos y lucharan como leones. No se puede estar seguro de nada. Desde luego, nunca han estado en la línea de fuego todavía, y no es probable que aplasten al núcleo del ejército rebelde de un golpe a la primera ocasión; creo que lucharán mejor que muchos, si bien peor que otros. Al menos así me lo parece. Suelen llamar al regimiento «pescado fresco» y todas esas cosas, pero los muchachos vienen de buena casta y la mayoría lucharán como diablos, cuando hayan empezado a disparar —añadió, acentuando fuertemente la última parte de la frase.

—Vaya, pareces el sabelotodo —empezó el soldado jactancioso, burlonamente.

El otro se volvió hacia él encolerizado. Mantuvieron un rápido altercado, en el cual se lanzaron el uno al otro varios y extraños epítetos.

El muchacho, finalmente, les interrumpió:

—¿Has pensado alguna vez si podrías desertar tú, Jim? Al acabar de hablar así, se rió, como si sólo hubiera querido hacer una broma. El soldado jactancioso se rió también, sin saber de qué.

El soldado alto agitó la mano.

—Bueno —dijo reflexivamente—, he pensado que podría suceder que las cosas acabaran por ser demasiado violentas para Jim Conklin en alguno de estos jaleos, y si todo un montón de muchachos empezara a correr, bueno, supongo que yo también echaría a correr entonces. Y en cuanto empezara, correría como el demonio, de esto no me cabe la menor duda. Pero si todo el mundo se quedara y luchara, bueno, yo me quedaría y lucharía. Por todos los diablos que lo haría. Apostaría lo que fuera a que lo haría.

—¡Ja! —dijo el jactancioso.

El muchacho de esta narración agradeció estas palabras de su camarada. Había temido que todos los hombres que no habían sufrido aún la prueba del fuego poseyeran una enorme y fundada confianza. Y ahora, en cierto modo, se sentía tranquilizado.