14
Feliz Navidad

A la mañana siguiente desperté con un dolor delicioso en el cuerpo. Tenía los músculos agarrotados de dormir sobre el duro suelo, y me dolió un poco la cadera al desperezarme. Me había acostado encima del brazo y se me había quedado dormido. También sentía una tensión amortiguada en mis partes íntimas, renovadas tras semanas de inactividad por el vigoroso ejercicio de la noche anterior. Pero nada de eso me importaba, porque el cálido brazo de Kellan reposaba sobre mi estómago.

Giré la cabeza y me acurruqué junto a su cuello cálido; había extrañado la sensación de despertar junto a él. Kellan me rodeó la cintura con el brazo y me susurró al oído las palabras que más había echado de menos:

—Buenos días.

Él inspiró profundamente y se estiró. Me imaginé que estaría igual de dolorido que yo, excepto en sus partes íntimas, quizás. Ese efecto secundario era exclusivo de las mujeres…, pero era un dolor agradable. Como un recordatorio.

Me incliné para besarle en el cuello.

—Buenos días a ti también. —Abrí los ojos y me apoyé sobre el codo. Sonreí al mirar al hombre medio dormido que tenía a mi lado, y dije muy bajito—: Feliz Navidad, Kellan.

Él abrió los ojos y extendió la mano para tocarme la cara.

—Feliz Navidad, Kiera.

Entrelazó los dedos en mi pelo y me rodeó el cuello. Me estaba atrayendo hacia sus labios cuando la puerta se abrió de golpe. De repente recordé dónde estaba y me quedé paralizada, con los ojos como platos.

—¿Kiera? ¿Dónde estás?

Levanté la cabeza al oír la suave voz de Anna. Su abundante cabello estaba recogido en una encantadora coleta alta, y vestía un pijama de camuflaje rosa y verde. Ella se rió al verme salir de mi escondite y se subió a mi ruidosa cama. Apoyó la cabeza sobre las manos, juntó los talones y se puso a mirar nuestro nidito de amor desde el borde. Volví a tumbarme en brazos de Kellan, y ella dijo con voz alegre:

—Iba a desearte feliz Navidad y preguntar si querías bajar conmigo, pero veo que ya has abierto tu regalo. —Lanzó una sonrisa a Kellan, quien la miraba desde abajo con expresión divertida—. Hola, Kellan. Me alegro de verte.

Él se rió por lo bajo, sin dejar de abrazarme con fuerza.

—Hola, Anna. Gracias.

Era evidente que Anna estaba disfrutando del espectáculo con el que se había encontrado aquella mañana, así que suspiré y me apresuré a tapar el pecho de Kellan con las mantas para esconder su tatuaje y sus maravillosos pectorales.

—¿Qué hora es?

Ella me miró con sus ojos de color esmeralda.

—Es la hora del desayuno… Mamá está haciendo huevos.

Me incorporé aferrando la manta contra mi pecho, al mismo tiempo que la quitaba un poco del de Kellan.

—El desayuno… ¿Papá está despierto?

Anna volvió a juntar los talones con picardía.

—Sí. —Señaló a Kellan con el dedo—. Más vale que se vaya de aquí antes de que papá se entere de que no está en el sofá.

De inmediato me puse en acción, empujando a Kellan para que saliera de las mantas. Él se retorció, resistiéndose a levantarse.

—Relájate, Kiera.

Negué con la cabeza y tiré de él con más fuerza.

—No, Anna tiene razón, mi padre te matará si te encuentra aquí.

Él hizo un mohín y enarcó una ceja.

—Venga, mujer, ¿qué es lo que va a hacer? ¿Castigarte?

Le di un empujón en el hombro y afirmé con la cabeza.

—Sí, después de haberte castrado.

Kellan suspiró y se puso de pie… sin molestarse siquiera en cubrirse. Mi hermana sonrió de oreja a oreja ante su desnudez y yo le tapé los ojos con la mano. Miré a Kellan entornando los ojos, mientras él se vestía y yo evitaba que Anna me apartara los dedos de su cara. Él sonrió con suficiencia y farfulló:

—De acuerdo, saldré al pasillo sigilosamente para que crea que vengo del baño.

Negué con la cabeza.

—No, tienes que salir por la ventana. Hay que hacerle creer que has ido a dar un paseo.

Se subió la cremallera de los vaqueros mirándome boquiabierto. Como ya casi estaba vestido del todo, dejé de pelearme con Anna para mantenerle los ojos cerrados. Ella puso cara de decepción al ver todo lo que se había puesto Kellan, y luego sonrió al comprender lo que no se había puesto. Él señaló la ventana con el pulgar, sosteniendo la camiseta en las manos.

—Estamos en un segundo piso, Kiera.

Me envolví en la sábana y negué otra vez con la cabeza.

—Por favor, no se va a creer que estabas en el baño. —Señalé hacia la ventana—. Hay una tienda a una manzana de aquí que puede estar abierta. Podrías ir a comprar leche… A mi madre le encantaría que lo hicieras.

Él movió la cabeza de un lado a otro, con las manos en las caderas.

—Tengo los zapatos y la chaqueta abajo, en el salón.

—No. Los dejé fuera al levantarme —dijo Anna levantando la cabeza con expresión radiante.

La miré sorprendida. Ella se encogió de hombros, soltando una risita.

—No es la primera vez que he tenido que esconder a un chico, Kiera.

Me guiñó un ojo y no tuve más remedio que reconocer el mérito a mi aventurera hermana.

Él exhaló un gemido mientras se ponía la camiseta.

—Maldita sea, no había tenido que salir por la ventana de la habitación de una mujer desde que tenía quince años —masculló, irritado.

Yo puse los ojos en blanco, pero a Anna le dio la risa tonta.

—Kellan, creo que tú y yo vamos a tener que contarnos unas cuantas historias algún día —le dijo.

Él la miró con una media sonrisa y ella le guiñó el ojo. Yo miré al techo, perdiendo la paciencia con aquel par de aventureros. Me levanté y lo empujé hasta la ventana.

Él la abrió y suspiró. Echó un vistazo al paisaje invernal que se presentaba ante él, vio la helada celosía por la que tendría que bajar, y volvió a mirarme con expresión lastimera.

—Ya eres una mujer adulta, Kiera. Seguro que tu padre lo superaría más rápido de lo que crees.

Me mordí el labio. No le había dicho cuánto me había costado conseguir que se quedara bajo el mismo techo que yo.

—Quería que durmieras en una tienda, Kellan…, en el jardín de atrás. —Lo miré con una ceja enarcada, completamente seria.

Él se echó a reír, hasta que se dio cuenta de que no estaba de broma. Entonces suspiró, aunque con gesto de exasperación.

—De acuerdo —dijo, inclinándose para darme un beso en la mejilla—, pero me debes una, y bien gorda.

Me pellizcó el trasero y yo me reí con nerviosismo. Anna también se rió. Él nos saludó llevándose dos dedos a la frente y salió por la ventana. Contuve la respiración al verlo, y esperé que no se cayera. Cuando llegó a la repisa, susurré:

—Ten cuidado.

Él me miró, vestido con su camiseta de manga larga, y una bocanada de vapor ascendió de su boca al temblar. Anna se unió a mí en la ventana y él sonrió con petulancia. Curvando los labios con picardía, murmuró:

—Tienes suerte de que lo de anoche mereciera la pena.

Me sonrojé mientras Anna dejaba escapar una risa gutural. Pronuncié su nombre en voz baja mientras él iniciaba el descenso. Cuando volvió a mirarme, caían ligeros copos de nieve sobre sus mejillas sonrosadas. Le sonreí y dije:

—Trae también un poco de ponche.

Él cerró los ojos, sacudiendo la cabeza, y siguió bajando. Cerré la ventana riéndome de la expresión de su cara. Después de quitarme el envoltorio de sábanas que me rodeaban, me vestí con un pijama para que pareciera que había dormido con él. Anna me ayudó a poner las mantas de nuevo en la cama. Nos sentamos en el borde, riéndonos del semblante huraño de Kellan, cuando se abrió la puerta. Me arreglé el pelo en una coleta y sonreí a mi padre, que acababa de asomar la cabeza.

Lo miré con cariño mientras sus ojos castaño claro registraban la habitación en busca de intrusos. Tenía cada vez menos pelo y más canas. Nos miró con gesto adusto, primero a mí, y luego a mi hermana. Estaba segura de que ambas éramos culpables del cambio de color.

—Feliz Navidad, papá —le dije risueña, levantándome para darle un abrazo.

Al no ver ni rastro de chicos en mi habitación, se relajó y me abrazó también.

—Feliz Navidad, cariño. —Se apartó de mí, haciendo lo que podía por reprimir una sonrisa—. Así que ese tal Kellan ha decidido irse, ¿eh? He visto que no está abajo.

Fingí mi mejor expresión desolada y me dirigí a Anna, que seguía sentada en mi chirriante cama.

—¿No está? Anoche cuando me acosté sí que estaba.

Miré a mi padre, intentando que mi voz sonara lo más normal posible. Por suerte o por desgracia, el año pasado había aprendido a mentir mucho mejor de lo que habría querido.

Mi padre torció el gesto, pero Anna se levantó y se acercó a nosotros junto a la puerta.

—Yo lo he visto esta mañana. Me ha dicho que iba a comprar leche para mamá, porque casi no quedaba. —Miró a mi padre, ladeando la cabeza—. ¿No es todo un detalle por su parte, papi?

Él frunció los labios, pero como no tenía ningún argumento en su contra, se encogió de hombros y farfulló:

—Supongo que sí…

Sonriéndonos la una a la otra, por habernos librado de nuestro padre, Anna y yo lo condujimos hasta la planta de abajo. Le di las gracias en secreto cuando llegamos al final de las escaleras y me susurró al oído:

—Anoche os oí… No me des las gracias, sé que lo necesitabas.

Entré en la cocina más roja que un tomate. Mi madre estaba batiendo huevos, transformándolos en un líquido espumoso y amarillento, a juego con la bata de volantes que lucía sobre el pijama de franela. El inconfundible aroma de los rollitos de canela flotaba sobre el grasiento olor del beicon chisporroteante. Se me hizo la boca agua. Me acerqué a mi madre, que seguía afanándose con el desayuno, y apoyé la cabeza sobre su hombro. Los gratos olores y sonidos de la cocina me hicieron recordar de pronto todas las mañanas de Navidad que había pasado con mi familia.

Mi madre tenía el mismo tono de pelo que Anna y que yo, pero no porque tuviera buenos genes y no hubiera empezado a encanecer. No, su arma secreta era un producto cuyo lema era «Combate por una buena causa». Me partía de risa cada vez que veía la caja de tinte en el cuarto de baño. El eslogan era digno de Denny. Por extraño que pareciera, en ese momento me puse a pensar si estaría disfrutando de su día de Navidad con Abby.

Entonces me estrechó la cintura y miró a mi padre, sentado a la mesa con el periódico, mientras Anna nos contaba entusiasmada las ganas que tenía de que abriéramos sus regalos; era el mismo para toda la familia. Mi padre asintió distraídamente, y mi madre me miró otra vez. Al cruzar nuestras miradas, un resplandor iluminó sus ojos verdes, iguales a los que mi hermana había tenido la suerte de heredar.

—¿Lo pasaste bien anoche? —dijo.

Me ruboricé un poco, preguntándome si sabría lo que había pasado en realidad. A fin de cuentas, ella se había levantado antes que mi padre…

Intenté adoptar un aire despreocupado, encogiéndome de hombros mientras jugueteaba con la punta de mi coleta.

—Sí. Me alegré mucho de ver a Kellan. Lo echaba de menos.

Ella sonrió y siguió cocinando. Después, asintió con una sonrisa de complicidad.

—Ya.

Me mordí el labio, rogándole a Dios que no nos hubiera oído ella también, y me di la vuelta para marcharme. Antes de que pudiera girarme del todo, mi madre me miró otra vez. Frunciendo un poco el ceño, movió la cabeza al decir:

—Sé que es buen chico, Kiera, y que estás perdidamente enamorada de él, pero… en casa no, ¿vale?

Cerré los ojos un segundo, deseando expulsar de mi mente la súbita imagen de mi madre hablándome de abejitas y flores a los trece años. Incapaz de responder, sólo asentí y fui corriendo adonde estaba mi hermana.

Anna me sonrió y me rodeó con el brazo. Cambiando de tema, empezó a hablar de un chico guapo que solía ir a su trabajo. Quise ponerme seria con ella, pero no lo hice. Estaba claro que Anna y Griffin no tenían una relación de exclusividad, y eran libres de salir con quien quisieran, pero cualquier tipo que frecuentara el Hooters me ponía un poco en guardia. Sí, no era un club de striptease, pero los solteros iban allí por una sola razón… y no eran las alitas picantes. Anna se merecía algo mejor que un salido así.

Sacudí la cabeza, irritada. Anna ya estaba saliendo con un salido. Pero al menos lo conocía y sabía que era bastante inofensivo. Es decir, no era ningún acosador ni era violento. En comparación con los posibles violadores con los que podía relacionarse, Griffin se podía considerar de lo más presentable, a pesar de todos sus horribles defectos. Dios mío, parecía mentira que acabara de defender a Griffin.

El timbre de la puerta me distrajo de mis pensamientos. Anna me dirigió una levísima sonrisa al levantarse.

—Voy a abrir —dijo.

Mi padre la señaló con el dedo, recuperando el gesto adusto.

—Siéntate. Abro yo.

Me mordí el labio y suspiré, deseando que mi padre fuera bueno con Kellan. Después de todo, era Navidad, y aunque hacerlo salir había sido una estratagema, lo cierto es que sí había tenido el detalle de ir a comprar leche y, con un poco de suerte, ponche.

Anna y yo seguimos a mi padre hasta la puerta principal. Él se dispuso a abrirla, abrochándose el último botón de la camisa del pijama y estirándose todo lo largo que era. No pude evitar reírme ante el espectáculo; mi padre era tan alto como Denny, y Kellan seguiría sacándole varios centímetros por mucho que se estirara. Si lo que pretendía era intimidar a Kellan con su tamaño, no iba a dar resultado.

Mi madre llegó después de nosotras, uniéndose a la comitiva de bienvenida mientras mi padre abría lentamente la puerta. Una vez abierta, la figura de Kellan se recortó sobre el perfecto telón de fondo del mágico invierno. Con su chaqueta de cuero y su camiseta negra a juego, contrastaba tanto con el paisaje que era imposible no fijarse en él. Estaba claro que su aspecto de estrella de cine tampoco venía mal.

Desde atrás, oí a mi madre decir muy bajito:

—Cielos…

Yo me ruboricé y Anna soltó una risita. En realidad, mi madre ya había visto a Kellan en fotos; yo me había encargado de enviar varios paquetes informativos desde Seattle, pero verlo en persona era otra cosa. Mi padre lo miró de arriba abajo, ajeno a la reacción de su esposa. Kellan se presentó con una sonrisa franca, y tendió la mano que no tenía ocupada con la bolsa de la compra.

—Señor Allen, es un placer conocerlo por fin. Soy Kellan Kyle.

Mi padre resolló un poco antes de darle la mano al guapísimo Kellan. La estrechó durante largo rato mientras juzgaba en silencio si era merecedor de mí. Sabía por experiencia que hoy no pasaría su examen. De hecho, pasó tres meses viendo a Denny casi todos los días hasta que consiguió decir su nombre sin cara de asco. Y eso que Denny le caía bien, hasta que me llevó a vivir a otra ciudad.

—Ajá —fue la respuesta de mi padre.

Mi madre suspiró irritada y pasó entre nosotras. Pensando quizá que su marido no estaba siendo tan hospitalario como se debía ser en Navidad, se acercó a la puerta. Le puso la mano en el hombro a mi padre y entonces se dirigió a Kellan.

—Encantada de conocerte, Kellan. —Hizo un gesto hacia el calor del hogar, añadiendo—: Pero pasa, por favor. Ahí fuera hace un frío horrible.

Kellan sonrió mientras ella apartaba a mi padre para dejarle entrar. Él me echó una mirada rápida, esbozando una sonrisa irónica, y cuchicheó:

—Lo sé.

Miré hacia otro lado para no soltar una carcajada. Cuando volví a mirar, Kellan le estaba entregando la bolsa a mi madre; mi padre tenía los brazos en jarras, poco entusiasmado ante la idea de tener a otro macho en casa, uno que encima intentaba robarle a su hijita. No me molesté en decirle que hacía mucho que lo había hecho…

—Señora Allen, he visto que le quedaba poca leche y he salido a comprarle más. —Mi madre sonrió mientras tomaba la bolsa, y Kellan volvió a mirarme, apostillando—: También he traído ponche, por si alguien quiere.

Me sonrió orgulloso antes de dirigirse otra vez a mi madre.

En ese momento, un copo de nieve se fundió en su cabello, le cayó por la mejilla y resbaló sobre su piel. Las tres mujeres de la casa miramos abstraídamente su recorrido. La primera en recuperarse fue mi madre, que sonrió y tomó la bolsa.

—Gracias, Kellan. Es muy considerado de tu parte.

Él se encogió de hombros y miró al suelo, con una leve sonrisa en los labios.

—Era lo menos que podía hacer, ya que voy a quedarme unos días en su casa.

Mi padre se soltó las manos de la cintura y volvió la cabeza para mirarme.

—¿Unos días?

Es posible que se me olvidara mencionar ese detalle cuando les pedí permiso, pero, la verdad, tampoco sabía cuántos días iba a poder estar con él. Retorciéndome de placer ante la idea de pasar tanto tiempo juntos, protesté:

—¡Papá!

Él suspiró, sacudiendo la cabeza, pero no dijo nada más. Estaba segura de que retomaríamos la conversación más tarde, pero, de momento, iba a ser lo suficientemente educado para no decir más delante de Kellan. Mi madre observó nuestra confrontación con una ceja levantada, y luego le pidió a Kellan que se quitara la chaqueta y se pusiera cómodo. Yo fui a colgarla en el perchero y di un pequeño respingo cuando nuestras manos se rozaron. Era maravilloso estar a su lado otra vez. Sabía que la separación iba a ser dolorosa…, pero ya me encargaría de eso en su momento.

Kellan sonrió al oler la combinación de café, canela y beicon. Se sentó enfrente de mi padre, como si se sintiera muy cómodo con mi familia. Mientras yo le preparaba una taza de café, mi padre lo miraba como si estuviera a punto de volverse loco y fuera a sacarse un arma de destrucción masiva del bolsillo. Kellan le sonrió y le preguntó si era seguidor de los Rojos de Cincinnati o de los Indios de Cleveland. Entonces se animó un poco ante la mención del béisbol, pero se contuvo. Encogiéndose de hombros, respondió que los Rojos no estaban mal.

Mi madre y yo nos miramos, exasperadas. Mi padre se quedaba pegado al televisor siempre que jugaba su equipo favorito. En casa, todas sabíamos que si querías pedirle algo, tenías que esperar a que los Rojos fueran ganando, y no tenías ni por qué molestarte en preguntar si perdían.

Volví a la mesa justo cuando Kellan empezaba a entrar en detalles sobre el juego. Me quedé escuchando su voz profunda, embelesada. Me sorprendió comprobar que sabía mucho más de béisbol de lo que imaginaba. De hecho, nunca había pensado que fuera del tipo al que le gustaban los deportes. Ése era Denny: siempre veía los momentos más interesantes de los partidos en la televisión. Habían hecho buenas migas mientras repasaban unas cuantas jugadas impresionantes. Kellan, no obstante, sabía lo suficiente para llevar su parte de la conversación, y mantuvo a mi padre entretenido hasta que mi madre y yo colocamos los platos del desayuno sobre la mesa.

Me serví un vaso enorme de ponche y me senté a su lado. Miró mi vaso y se sonrió. Entonces le apreté el muslo por debajo de la mesa, para darle las gracias por el obsequio que me había traído. Al cruzar nuestras miradas, tuve que resistir la necesidad urgente de saltar a sus brazos y besarlo. Mi padre se aclaró la garganta.

Kellan levantó la vista hacia él mientras Anna le ofrecía el plato de beicon. Se sirvió un poco, y mi padre lo señaló con la cuchara.

—Kiera nos ha dicho que tocas en un… grupo, ¿no?

Dijo la palabra como si fuera extranjera y no estuviera seguro de cómo pronunciarla. Su rostro mostraba una expresión igual de confundida. Según mi padre, las bandas eran cosa de adolescentes. Los hombres de verdad iban a la universidad, se licenciaban, y terminaban desempeñando trabajos típicos. Era incapaz de entender qué quería hacer Kellan con su vida. Lo miré con mala cara desde el otro lado de la mesa. Quizá lo entendiera mejor si conociera la historia de Kellan, y el tipo de música que le había ayudado a seguir adelante, pero yo no era quien para contarlo. Y tampoco era algo que Kellan explicara abiertamente.

Pero él esbozó una cálida sonrisa al pasarme el plato de beicon.

—Sí, señor. Ahora mismo estamos de gira. Nuestro próximo concierto es en Nochevieja, en Washington D. C.

Encorvé los hombros ante la noticia. Era un fastidio tener una fecha de partida definitiva. Por el contrario, se notó que mi padre se alegraba un poco. Mientras se servía huevos revueltos en el plato, preguntó con indiferencia:

—Entonces, ¿vas a pasar mucho tiempo en esa… gira?

Kellan aceptó el plato de rollitos de canela que le ofrecía Anna, que puso los ojos en blanco ante las preguntas de mi padre, pero Kellan me respondió con calma:

—Sí…

Tomó un rollito y me pasó el resto a mí. Nos tocamos los dedos por debajo del plato, y él me acarició con el pulgar. La expresión de sus ojos era una clara disculpa por tener que irse pronto, tan lejos y durante tanto tiempo, por tener que separarnos otra vez. Tragué saliva y asentí para demostrarle que lo entendía.

Mi padre sonrió, atacando el plato de beicon.

—Es bueno que tengas éxito en lo tuyo.

Kellan afirmó con la cabeza, mientras tomaba el plato de huevos que iba dando vueltas alrededor de la mesa. Mi padre se llenó el tenedor hasta arriba y le preguntó:

—¿Y cómo os hacéis llamar?

Me encogí, segura de que a mi padre no le iba a gustar. Anna se rió mientras Kellan miraba al suelo, aparentemente inseguro de si decirle la verdad al hombre al que pretendía impresionar. Entendiendo quizá que una mentira no serviría de nada, agarró el tenedor y masculló:

—D-Bags.

Mi padre escupió la comida que acababa de meterse en la boca. Se inclinó sobre su plato, con una leve tos.

Kellan se aclaró la garganta y lo miró a los ojos.

—Eh, la banda… Somos los… D-Bags. —Se encogió de hombros—. No es más… que un chiste. —Cuando mi padre entornó los ojos, sin encontrarle ninguna gracia, musitó—: Quizá cambiemos de nombre… si nos hacemos populares.

Anna miró a uno y a otro y se echó a reír. Sacudió la cabeza desafiante, haciendo que la coleta le diera vueltas alrededor de la cara, y le dijo a Kellan:

—Más vale que no. Me encanta que seáis los malditos D-Bags.

Kellan se mordió los labios para aguantarse la risa mientras mi madre sofocaba un grito de indignación.

—¡Anna!

Ésta le dio un empujoncito a Kellan en el hombro, volvió a reírse y atacó su comida. Mi padre le lanzó una colérica mirada, pero no dijo nada más sobre el nombre del grupo. Hubo un momento de silencio alrededor de la mesa mientras todos comimos en paz. Mi madre era una cocinera excelente, y estuve a punto de ronronear de placer al meterme un trozo del untuoso rollito de canela en la boca. Kellan miró cómo me lo comía con cierta picardía en los ojos. Le di un golpe en la pierna por debajo de la mesa, advirtiéndole en silencio que se comportara.

Tuve que apartar la mirada cuando me sonrió, juguetón, y se metió un trozo de rollito en la boca. De repente me había imaginado lamiendo azúcar y canela sobre su piel, una idea muy poco apropiada para la mañana de Navidad… sentado a la mesa de mis padres. Mientras Kellan se reía por lo bajo, mi padre y yo cruzamos las miradas. Él nos observaba con el ceño fruncido. Apartó los ojos de mí un momento, mirando al salón, y contuve el aliento, rogando porque no hubiera encajado las pistas.

Por el contrario, sus siguientes palabras me helaron la sangre y preferí que hubiera preguntado por la noche anterior.

—Kellan…, ¿es verdad eso que dicen de las estrellas del rock?

Él se terminó el rollito y miró alrededor de la mesa. Arqueando las cejas, sacudió la cabeza y preguntó:

—¿A qué se refiere?

Mi padre se detuvo un momento para darle un bocado al bacon mientras yo me iba poniendo más tensa. Aquella conversación podía tomar muchos rumbos, y todos eran malos.

—A lo de que hay mujeres que siguen a las bandas a todas partes, para… conocer a sus estrellas.

Anna dejó caer el tenedor sobre el plato y miró a mi padre indignada, mientras mi madre exclamaba con tono cantarín:

—¿Alguien quiere más huevos?

Kellan hizo caso omiso de su pregunta, con la mirada fija en mi padre.

—Hay chicas así, pero muchas menos de las que pueda imaginar…

Mi padre lo interrumpió, agitando la loncha de beicon en el aire:

—Pero entonces es cierto que hay mujeres que intentan seducirte, ¿no? Y apartarte de mi hija.

Me sonrojé, furiosa porque nuestra vida fuera un tema de debate público, y le espeté:

—¡Papá!

Él no me hizo ni caso y siguió concentrando toda su atención en Kellan. Mientras éste le devolvía la mirada con firmeza, me di cuenta de cuál era el auténtico miedo de mi padre. No era que su hija saliera con una estrella del rock. En realidad, no se trataba de que el trabajo le pareciera frívolo, ni de las altas posibilidades de consumir drogas y alcohol. Lo que temía era que Kellan fuera incapaz de serme fiel. Era el reflejo de mis propios miedos. Por alguna razón, aquello hizo que me parecieran mucho más plausibles.

A mi lado, Kellan musitó:

—Sí.

Parpadeé y lo miré sorprendida de que respondiera con tanta sinceridad. También me dolió saber que seguía recibiendo ofertas de ese tipo. Incluso aunque las rechazara, me dolía saber que existieran. Se me empañaron un poco los ojos, y Kellan desvió la mirada.

Mi padre se inclinó hacia delante en su silla y me volví a mirarlo, intentando controlar las lágrimas. No quería echarme a llorar delante de mis padres. Ellos jamás confiarían en Kellan si no lo hacía yo. Mi padre lo señaló con su último trozo de beicon mientras Anna farfullaba que aquello no era asunto suyo.

—¿No crees que sería mejor para Kiera que interrumpieras tu relación con ella mientras estés de gira… para que no se sienta herida por tus… admiradoras?

Kellan negó con la cabeza.

—Yo nunca… No… —Cerró los ojos, tomándose un momento para serenarse. Volvió a abrirlos y me miró, al mismo tiempo que las lágrimas empezaban a inundar los míos—. Quiero a su hija, y jamás haría nada que pudiera hacerle daño.

Mi madre se levantó y recogió el plato de mi padre, diciendo:

—Pues claro que no, querido. Martin se está portando como un idiota.

Mi padre le frunció el ceño y yo me quedé mirándola, atónita. Mi madre nunca decía palabrotas, ni siquiera las más suaves. Cuando mi padre abrió la boca para protestar, ella lo calló con una mirada. En realidad, era la «mirada», inequívoca y cargada de significado. Una oración completa en un segundo de contacto visual. Como si hubiera gritado: «¡Ya has dicho demasiado! ¡Y como vuelvas a hacerlo, te juro que lo pagarás durante los próximos seis meses! ¡No te consiento que hagas llorar a mi niña en Navidad, en la que probablemente sea su única visita hasta el próximo invierno, por hacerla dudar del hombre del que está perdidamente enamorada!»

Mi padre tuvo el buen criterio de callar.

Una tensa calma reinaba en la mesa, y mi madre miró a su alrededor.

—¿Abrimos ya los regalos?

Kellan se puso en pie con una dulce sonrisa.

—Me parece una gran idea, señora Allen.

Mi madre le sonrió con las manos llenas de platos.

—Llámame Caroline, querido.

Kellan asintió con la cabeza.

—Gracias por el desayuno, Caroline. Estaba todo buenísimo. —Señaló el resto de la casa con la mano—. ¿Puedo ir al baño?

—Sí, por supuesto.

Ella indicó la planta de arriba con el meñique que tenía libre.

Kellan sonrió y nos miró, excusándose. Parecía tranquilo y feliz, pero vi cómo se llevaba los dedos al puente de la nariz mientras cruzaba la esquina para subir. Lo conocía lo suficiente para saber que le había molestado la conversación. Necesitaba tomarse un respiro.

Volví a clavar los ojos en mi padre cuando Kellan ya no podía oírnos.

—¡Papá! ¿A qué ha venido todo eso?

Anna se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. Él nos miró a ambas. Por una vez, pareció casi avergonzado.

—Lo siento si me he pasado, Kiera. —Se inclinó hacia delante y señaló con el dedo hacia la segunda planta, de donde llegaba el sonido del agua corriendo—. Pero son cuestiones que debes plantearte si piensas tener una relación con él. ¿Buscáis las mismas cosas? ¿Te quiere de verdad? ¿Es capaz de rechazar a una mujer tras otra? Si llevarais vuestra relación al próximo nivel, ¿mancillaría vuestro lecho conyugal?

Me puse roja y bajé los ojos, demasiado agitada para poder hablar. Anna respondió por mí:

—Es buen chico, papá. Ni siquiera lo conoces.

Mi madre se acercó, ya sin los platos, y me puso las manos sobre los hombros.

—Eso podía haberse discutido en privado, Martin.

Él la miró a los ojos.

—Sólo cuido de nuestra hija.

Lo miré de soslayo, y repliqué:

—Puedo cuidar de mí misma, papá. —Giré la cabeza en un movimiento brusco y me incliné, murmurando—: He tenido las mismas dudas que tú. Pienso en ello. Me preocupa —afirmé—. Pero lo amo. ¿Acaso no debo darle la oportunidad de fallarme antes de condenarlo?

Mi padre se reclinó en la silla boquiabierto. Se pasó una mano por el mentón mientras me dedicaba una sonrisa calmada. Se le iluminó la cara de orgullo paterno y meneó la cabeza.

—Siempre has sido demasiado lista.

Volví a acomodarme, con mi madre a mis espaldas, y negué con la cabeza.

—No es cierto…, pero intento serlo más. —Me mordí el labio, sin querer sacar a la luz toda la verdad de mis enormes errores. Mis padres aún no conocían la auténtica razón por la que Denny y yo habíamos roto. Dieron por hecho que él se había ido del país para trabajar, y yo preferí dejar que siguieran pensándolo—. Estoy enamorada de él, papá. No puedo contemplar… una interrupción.

Oí un resuello que venía de la puerta y me giré para ver a Kellan, escuchando cabizbajo. Entonces, me miró a los ojos con una sonrisa sincera y serena. Mi padre dejó escapar un suspiro, dándose cuenta quizá de que ya había perdido a su hijita. Me levanté y fui hasta Kellan. Tomé entre mis manos sus mejillas un poco húmedas, como si se hubiera echado agua.

—No pienso dejar de ser tu chica —susurré.

Él inclinó la cabeza en señal de asentimiento y me besó. Yo le dejé hacer, por mucho que le fastidiara a mi padre.

Veinte minutos más tarde, nadie habría dicho que aquella escena había tenido lugar. Kellan hizo como si no hubiera pasado, y mi padre parecía hasta un poco disgustado por haberla provocado. Incluso dejó de lanzarle frías miradas de reproche a Kellan. No es que de repente se mostrara simpático con él, pero por lo menos dejó de comportarse como un padre brutal y excesivamente protector.

Anna lo olvidó desde el momento en que nos acercamos al árbol. La verdad es que, para ella, lo más difícil de la Navidad era no poder abrir los regalos antes del desayuno. Sólo llevábamos haciéndolo así un par de años, cuando el tiempo de los regalos fue relegado a un segundo plano por el tiempo pasado en familia durante las vacaciones navideñas, pero ella seguía emocionándose como una niña pequeña cada vez que llegaba el momento de abrirlos.

Kellan se sentó a mi lado en el sofá mientras Anna empezaba a repartir sus regalos. Nos pasó un paquete plano a cada uno, envuelto de forma parecida, y pidió que lo abriéramos al mismo tiempo. Kellan rió al vernos. Yo reí al ver lo que era. Ahora éramos los orgullosos propietarios del calendario de Hooters del año siguiente. Me quedé mirando a las tres golfas vestidas de blanco y naranja de la portada, pestañeando. Entonces la miré con la boca abierta.

—¿Sales en la portada?

Anna se echó a reír y a dar palmas, pataleando de la emoción.

—¡Sí! Esperaba que no lo vierais antes, quería daros una sorpresa.

Me levanté y le di un abrazo, y mi madre, mi padre y Kellan hicieron lo mismo después. Yo ya sabía que iba a salir en el calendario, en el mes de abril, según me había dicho ella, pero la portada era mucho más importante. Me volví a sentar y busqué su página. Dios, qué guapa era. La cerré de golpe. Kellan dejó su calendario a un lado y me tomó de la mano, acercándose a mí. Le di un beso en la mejilla, feliz de que no le hubiera echado una miradita a la foto.

Después fueron desfilando los regalos normales por la habitación: ropa, libros, música, películas y juegos. La alegría era palpable en el ambiente mientras todos nos reíamos y disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Kellan contempló la escena con ojos dulces y meditabundos. Cuando casi habíamos terminado con el montón de regalos debajo del árbol, Anna le dio uno de parte de mis padres. Él miró el regalo sorprendido, como si no hubiera esperado recibir nada de ellos. La verdad es que yo tampoco me lo esperaba.

Mi padre estaba absorto jugueteando con un nuevo aparato electrónico, pero mi madre sí observó a Kellan mientras éste le daba vueltas al regalo una y otra vez. Le di un suave codazo y dije:

—Ábrelo.

Alzó la vista hacia mí, y luego hacia mi madre.

—No hacía falta que… —Se encogió de hombros y ella sonrió.

—Lo sé —respondió.

Kellan desenvolvió el regalo tragando saliva. Dentro de una caja blanca y lisa había un pequeño álbum. Kellan sonrió mientras pasaba las páginas. Yo miraba por encima de su hombro, estupefacta. Era un álbum de nosotros dos, sobre nuestra vida juntos. Había fotos en las que sólo salía yo, algunas de cuando era muy pequeña. Otras eran de Seattle, de su casa, del bar, de la Space Needle. Y también había fotos de los dos juntos.

La mayoría de ellas eran espontáneas, como si no supiéramos que nos estaban retratando. Había una en la que él aparecía mirándome en el trabajo. Yo estaba de espaldas a él, sirviendo a un cliente, mientras él me observaba en secreto con una expresión casi reverente en el rostro. En otras, nos sonreíamos el uno al otro, en algún momento de intimidad. Unas pocas nos mostraban dándonos un casto beso. La última foto era un primer plano de ambos abrazados, durmiendo en mi feo sofá naranja. Incluso estando dormido, Kellan tenía una dulce sonrisa en el rostro.

Anna soltó una risita y yo levanté la mirada hacia ella y hacia mi madre. Mientras Kellan sacudía la cabeza con incredulidad, mi madre le dijo con tono quedo:

—Anna me ayudó a hacerlo para que pudieras llevarte un pedacito de casa en tus viajes.

Él la miró con los ojos un poco vidriosos.

—Muchas gracias, de verdad.

Mi madre asintió con la cabeza. Él aspiró por la nariz y se le iluminó la cara mientras se dirigía detrás del sofá a rebuscar entre su mochila.

—Yo también tengo regalos.

Sonreí y lo miré sorprendida. Él fue repartiendo los regalos con una sonrisa de oreja a oreja, uno para Anna, uno compartido para mis padres, y otro para mí. Yo también sonreí de oreja a oreja y señalé hacia donde había escondido el suyo detrás del árbol.

—No te olvides del tuyo.

Me sonrió satisfecho, lo recogió, y volvió a sentarse a mi lado. Mientras mi familia abría sus regalos, se reían y se intercambiaban agradecimientos, Kellan y yo nos miramos el uno al otro.

—¿Los abrimos juntos? —preguntó, levantando mi regalo entre las manos.

Le dije que sí con la cabeza, y comenzamos a romper los papeles a la vez. En realidad, yo estaba más pendiente de él que de abrir el mío, y me eché a reír al ver que él hacía lo mismo. Me detuve, negando con la cabeza, y señalé el regalo que él abría sin mucho empeño.

—Tú primero.

Frunció el ceño y luego se echó a reír. Poco después, sostenía mis regalos en las manos. En realidad, era difícil regalarle cosas a Kellan; no quería ni necesitaba nada, pero había varias cosas que le interesaban, y las había tenido en cuenta al salir en busca de regalos. Sabía que le gustaba escribir. Siempre estaba garabateando letras de canciones en libretas de espiral que iba metiendo en los cajones de su armario. Por eso le había comprado unos cuadernos muy bonitos para que escribiera en ellos, tal vez las letras definitivas. También estaba intentando implicarse más en la composición, así que uno de los cuadernos era sólo pautado.

También le gustaban los clásicos. Ya que tenía que pasar tanto tiempo encerrado en un ruidoso autocar lleno de chicos, se me ocurrió que le vendría bien un descanso. Había encontrado un discman a muy buen precio y le había metido unos compactos con todas las canciones de rock clásico que cantaba de vez en cuando por toda la casa. Era tecnología anticuada, y ya sólo se llevaba el MP3, pero, teniendo en cuenta que Kellan seguía teniendo un reproductor de cintas en el coche, me pareció que sería lo más lejos que podría llevarlo en ese terreno.

La tercera cosa que le gustaba era el sexo. Como no quería darle nada que me avergonzara delante de mi familia, había hecho una foto del conjunto moderadamente sexy que le esperaba al volver a casa. Lo escogí justo antes de irme, después de que él dijera que me había comprado uno en plan de broma. Por algún motivo, sabía que ambos tendríamos ideas muy distintas en cuanto al estilo, así que si iba a ponerme algo, quería ser yo quien lo escogiera.

Al encontrar la foto metida entre las páginas de un cuaderno, me lanzó una mirada enarcando una ceja. Su amplia sonrisa se tiñó de deseo cuando le señalé las esposas que aparecían justo en la esquina superior. Me ruboricé, pensando que iba a tener que estar muy muy borracha antes de poder usarlas, pero la expresión de su cara lo merecía.

El último regalo lo había metido en una caja que le compré por gusto. Se trataba de un coche de juguete de Hot Wheels. Pero no cualquier coche de juguete, sino un cupé deportivo clásico. No estaba segura de si era un Chevelle, pero lo parecía, y era negro y reluciente. Su coche era una de las cosas que le interesaban, y le compré el juguete como una forma de decirle que estaba cuidando de su bebé.

Al verlo, Kellan se lo llevó a las manos y clavó en mí la mirada. Se había quedado boquiabierto y parecía totalmente desconcertado. Enarqué las cejas cuando vi que los ojos volvían a empañársele de lágrimas. Él negó con la cabeza y juraría que dijo: «¿Cómo lo has sabido?»

Abrí la boca para preguntarle qué había dicho, pero él me agarró y me abrazó con fuerza.

—Gracias, Kiera… No sabes cuánto me gusta todo. —Se apartó para mirarme, con los ojos llenos de emoción—. Ni cuánto te quiero.

Tragué saliva y asentí con la cabeza. Él señaló mi caja, sosteniendo su juguete en la palma de la mano.

—Te toca.

Exhalé aire y me concentré en la caja de regalo que sostenía entre las puntas de los dedos. Me mordí el labio mientras terminaba de abrirla, preguntándome qué sería. Mi corazón latió desbocado cuando vi su forma. Era el estuche de un anillo. Me quedé quieta, sin saber si abrirlo. ¿Iba a declarárseme? ¿Y qué iba a decirle yo? La verdad, una parte de mí se entusiasmó ante la idea de casarme con él, pero mi padre tenía parte de razón. Kellan y yo aún teníamos asuntos que resolver antes de poder pensar en ese paso. Vamos, si ni siquiera habíamos llegado al punto de vivir juntos otra vez. Ése parecía un paso demasiado importante.

Consciente de que me miraba atentamente, y no queriendo que pensara que dudaba lo más mínimo de él, saqué el estuche y abrí la tapa. Dentro había dos sortijas de plata, una claramente de hombre, y la otra de mujer. La de mujer era muy elegante y estaba revestida de pequeños diamantes. Arrugué las cejas y lo miré, perpleja. Él me miró, sonriente, y se inclinó para alcanzar el anillo de hombre.

—Son anillos de promesa —musitó. Tomó el anillo de mujer y me levantó la mano derecha. Deslizándolo en mi dedo, dijo en voz suave—: Tú llevas uno —se puso el de hombre en el anular de su mano derecha— y yo llevo el otro. —Movió la cabeza, sonriendo satisfecho—. Y prometemos que nadie se interpondrá entre nosotros. Que… nos pertenecemos el uno al otro, y a nadie más.

Mientras lo miraba, asombrada y conmovida, una lágrima resbaló por mi mejilla.

—Me encanta —susurré, acercándome para besarlo.

Estuvimos besándonos con ternura en el sofá durante un buen rato. Habríamos seguido más tiempo, pero una pelota de papel arrugado me golpeó de pronto en la cabeza. Me di la vuelta para dirigirle una mirada furiosa a mi hermana y ella sonrió burlona, soltando una risita mientras levantaba una caja de un perfume muy caro, su favorito.

—Gracias, Kellan. Me encanta.

Él asintió, se rió un poco y se acurrucó a mi lado. Desde el otro sofá, mi padre carraspeó y señaló lo que Kellan les había regalado.

—Sí, gracias, Kellan.

Mi madre sonreía de oreja a oreja, sosteniendo en el pecho lo que parecían ser unos pasajes de avión. Entrecerré los ojos intentando descubrir para dónde eran, cuando Kellan se inclinó sobre mi oído.

—Les he conseguido unos billetes a Seattle, para que puedan ir a tu graduación en junio.

Lo miré con la boca abierta. Él se rió de mí con expresión radiante.

—Kellan… No era necesario…

Se encogió de hombros.

—Lo sé, pero tus padres deberían ver la recompensa a todos tus esfuerzos, y los billetes son caros, así que…

Se encogió de hombros otra vez.

La calma invadió el ambiente después de la fructífera mañana de Navidad, cuando me recosté sobre Kellan en el sofá. Enlazando su mano, miré nuestros anillos alineados y sonreí. La representación física de nuestro compromiso mutuo me hizo suspirar. Entonces vi que él seguía toqueteando el cochecito con la otra mano. Me separé de él para mirarlo.

—Antes, cuando te lo he dado, has dicho algo. ¿Qué era?

Kellan miró nuestras manos, sonriendo para sí.

—No era nada —respondió en voz baja, negando con la cabeza.

Le di un beso en el mentón.

—Dímelo igualmente.

Primero me miró a mí y luego a la habitación donde estaban todos mis seres queridos. Anna estaba achuchando a mi madre, dándole las gracias por un conjunto de cachemira que habría costado una pequeña fortuna. Mi padre miraba las hojas del calendario, diciéndole que salía muy… guapa.

Kellan sacudió la cabeza, dejando que lo embargaran los sentimientos que flotaban en la habitación.

—Esto es tan bonito…, tan apacible. Casi idílico. —En voz muy baja, casi inaudible, murmuró—: Todavía estoy esperando a que empiecen los gritos. —Alzó la vista hacia mí y después volvió a mirar nuestras manos—. Significa mucho para mí que me dejes… formar parte de esto. —De nuevo levantó la cabeza en mi dirección, feliz y contento—. Es posible que sea mi nueva Navidad favorita.

Le di un codazo en las costillas con una sonrisa.

—¿A pesar de haber tenido que bajar por una celosía? —pregunté, procurando que mi padre no lo oyera—. ¿A pesar del… interrogatorio? —añadí, un poco más seria.

Él me sonrió, asintiendo con la cabeza.

—Sí, sigue siendo la mejor…

Sabiendo que no había pasado muchos buenos momentos en su infancia, me pregunté cuál sería su mejor recuerdo hasta la fecha. Cuando se lo pregunté, giró la cabeza, con la mirada perdida.

—Tenía cinco años. Era Nochebuena. Mi padre estaba enfadado por… algo…, no recuerdo qué, pero me estampó contra la pared y me rompió el brazo.

Abrí los ojos como platos mientras su sonrisa se hacía más amplia. ¿Ése era un buen recuerdo?

Él me rodeó con el brazo, sin reaccionar ante mi mirada, y deslizó nuestros dedos enlazados sobre un hueso debajo de su camiseta.

—Se rompió por aquí.

Comprendí horrorizada que era el mismo punto exacto por donde se lo había roto Denny.

Kellan se encogió de hombros, aún con expresión serena.

—Mientras me llevaban a urgencias, mi madre no paraba de quejarse porque iban a llegar tarde a una fiesta. No sé por qué lo recuerdo… —Inclinó la cabeza, mirando el árbol de Navidad—. Bueno, el caso es que me dejaron allí y se marcharon. No volví a verlos hasta la noche siguiente.

Se reclinó en el sofá, y su sonrisa crecía a medida que su historia se volvía cada vez más horrible.

—Supongo que una de las enfermeras se apiadó de mí al verme tan solo el día de Navidad. —Contempló su coche de juguete, levantándolo para verlo más de cerca—. Y me regaló una caja con tres Hot Wheels. Un camión de bomberos, un coche de policía y… un deportivo cupé. —Sonrió al mirarme—. Igual que éste. —Se rió un poco, moviendo la cabeza—. Me pasé el día entero jugando con ellos… —Me recorrió el brazo con el cochecito, musitando—: Pero éste era mi favorito. Era la única cosa que deseé haberme llevado a Los Ángeles cuando me fui de casa. Pero se me olvidó, y mis padres… lo tiraron. —Clavó los ojos en los míos otra vez—. Aquél fue el mejor día de Navidad que recuerdo, porque no lo pasé en casa. Aquel juguete fue el mejor regalo que tuve, incluso mejor que mi guitarra, creo, porque la guitarra no era más que una treta de mis padres para mantenerme alejado de ellos. —Volvió a levantar el coche—. Esto era… puro.

Tragó saliva, buscando mi mirada.

—Pensé que nunca volvería a ver un coche igual… ¿Cómo se te ocurrió regalármelo?

Sacudí la cabeza, mientras los ojos se me inundaban de lágrimas.

—Simplemente… me recordó a ti.

Kellan mostró una expresión de tristeza al verme llorar.

—Oye, no te lo he contado para darte pena. —Tomó mi rostro entre las manos—. Estoy bien, Kiera. —Asentí mientras me sostenía la cabeza pero aun así se me escapó una lágrima. La enjugó con el pulgar y me sonrió—. Sólo quería que supieras lo que significa para mí… Darte las gracias por dejarme vivir esto contigo y con tu familia. Es mucho más importante de lo que puedas imaginar.

Negué con la cabeza.

—No, creo que lo entiendo.

Le di un besito con labios temblorosos. Sacudí la cabeza y respiré hondo, sabiendo que si no dejaba de pensar en aquello, iba a empezar a sollozar.

—Me vendría bien un ponche. ¿Y a ti?

Kellan sonrió beatíficamente y dijo que no.

—No, no quiero nada.

Asentí, le di un beso en la cabeza y salí corriendo de allí. Él no buscaba mi piedad ni la necesitaba. Hacía mucho tiempo que había superado su pasado.

Me sequé las lágrimas y encontré a mi madre en la cocina. Sonreía mientras preparaba otra cafetera.

—Parece que Kellan lo está pasando bien.

Así era. Mucho más de lo que ella podía imaginar. Me esforcé en mostrar la misma sonrisa espontánea que él lucía siempre.

—Sí, muchas gracias por convencer a papá para que le dejara quedarse. Sé que fuiste tú y te… —tragué saliva, aún emocionada por la historia que me había contado—, te lo agradezco mucho.

Mi madre frunció el ceño y se acercó a darme un abrazo.

—Está bien. No hace falta que nos pongamos sentimentales.

Suspiré para mis adentros y le devolví el abrazo.

—Lo sé. —Me aparté de sus brazos para apoyar la cabeza sobre su hombro. Ella me dio unas palmaditas y miró el anillo que llevaba puesto en el dedo. Lo contempló un momento, extrañada, y después miró hacia el salón, donde estaba Kellan.

Seguí su mirada y vi a Anna junto a él en el sofá, pasando juntos las hojas del calendario. Observaban algo con mucha atención, y Kellan se reía meneando la cabeza. Me quedé sin aliento ante la belleza de ambos. Después me acaricié el anillo con el pulgar y sonreí. Me había elegido a mí.

—¿Te lo ha dado Kellan? —preguntó mi madre en voz baja.

La miré y asentí.

—Sí, son los anillos de prometidos. ¿A que es un encanto?

Ella se mordió el labio, ladeando la cabeza.

—Cariño, puede que no esté de acuerdo con la forma de abordar el tema de tu padre, pero sí comparto su opinión sobre Kellan en parte. —Sacudió la cabeza mientras Kellan y Anna iniciaban una pelea de bolas de papel de regalo—. Es tan… atractivo, Kiera. Más en persona incluso que en fotos. —Me miró de nuevo, con expresión preocupada—. Las mujeres se dan cuenta de esas cosas. Y los hombres atractivos no siempre son… buenas parejas. Incluso siéndote fiel, hay que estar hecha de una pasta especial para aguantar toda la atención femenina que debe de recibir. ¿Estás segura de que puedes ser esa mujer? ¿De verdad quieres serlo?

Volvió a posar los ojos sobre ellos, y al instante comprendí lo que quería decir en realidad. Insinuaba que Anna, mi preciosa y provocativa hermana, espontánea y despreocupada como era, hacía mejor pareja con él que yo. Me crucé de brazos, poniendo mala cara.

—Sí, estoy segura. Sé lo que pensáis de mí, pero Kellan ve más allá de eso y me ama.

Mi madre retrocedió un paso y me miró entornando los ojos.

—¿De qué hablas, Kiera?

Agarroté los músculos, sin ganas de hablar de las constantes comparaciones, de las grandes diferencias que había entre Anna y yo, las mismas que me habían recordado durante toda la infancia. Mi madre me apretó un poco el brazo al ver que no respondía. Repitió la pregunta, y yo resoplé, en tono quedo:

—Ya sabes… Que Anna es la guapa y yo… la inteligente.

Mi madre suspiró y me estrechó contra ella.

—Kiera, cielo… Espero que tu padre y yo nunca te hiciéramos sentir así, no era nuestra intención. —Se retiró para mirarme a los ojos—. Ni es lo que pensamos. Siempre decimos que tenemos dos hijas preciosas, y todo el mundo está de acuerdo. Eres igual de atractiva que tu hermana, Kiera. Creo que eres la única que no se da cuenta. —Volvió a mirar hacia el salón—. Anna, sin embargo, tiene mucha confianza en su aspecto. Ha terminado dejando que la defina. A veces me preocupa que sólo cuente con su belleza, porque cuando al final desaparezca…

Ella volvió a mirarme, sonrió, y me arregló el pelo.

—Pero tú eres preciosa e inteligente, y te irá bien en la vida, hagas lo que hagas. —Se inclinó para besarme en la frente—. Tanto tu padre como yo estamos muy orgullosos de la mujer en la que te estás convirtiendo. —Suspirando, añadió—: Pero eres nuestra hijita, y no queremos verte sufrir.

Dirigí la vista hacia Kellan y se me escapó una sonrisa. Anna estaba admirando su anillo. Él le sonrió, y después alzó la cabeza para mirarme. Ladeó la cabeza con un leve movimiento hacia abajo, como si dijera que todo iba a salir bien. Mi madre me dio un beso y volvió al salón, cuando el teléfono de Kellan empezó a sonar. Me acerqué a su chaqueta para sacarlo del bolsillo, creyendo que serían los chicos para desearnos feliz Navidad. Resultó ser un mensaje de un número desconocido. En vez de un nombre, sólo ponía «privado». Estaba a punto de abrirlo cuando alguien me arrancó el teléfono de las manos.

Alcé la vista, sobresaltada, y vi a Kellan sonriendo junto a mí. Miró la pantalla, presionó un botón, y se metió el teléfono en el bolsillo. Yo me quedé helada; ni siquiera había mirado el mensaje, pensaba hacerlo cuando estuviera solo. Caí en la cuenta de los inconvenientes de darle un móvil a Kellan a la vez que empezaba a picarme la curiosidad.

Señaló a Anna, sin percatarse de mi reacción.

—¿Te apetece jugar? Anna cree que puede ganarme al monopoly —me dijo, echándose a reír.

Lo miré con cara de pocos amigos. No, no quería jugar. Quería saber quién acababa de enviarle un mensaje.

—Claro —dije, con la boca pequeña. Mientras me llevaba con él, empecé a preguntarme si mis padres no tendrían razón. Sin poder evitarlo, pregunté—: ¿Quién te ha escrito?

Él me miró con una sonrisa encantadora, quitándole importancia.

—Sólo era Griffin. —Se acercó un poco a mí, soltando una carcajada—. Créeme, es mejor que no veas el tipo de cosas que manda últimamente.

Arrugué la frente, pero asentí. Era una respuesta bastante creíble, y acabábamos de ponernos los anillos de prometidos que me había regalado. No iba a comprometerse a nada que no estuviera dispuesto a cumplir… ¿o sí?