FRENESÍ VORAZ

La en un tiempo poderosa fragata de la Marina de Estados Unidos se inclinó de costado y, finalmente, el casco inundado desapareció bajo las olas. Los veintitrés tripulantes, apiñados en dos botes salvavidas, remaron con desesperación para escapar de los remolinos y corrientes que producía el barco al hundirse y que parecían querer atraerlos desde abajo. Los náufragos habían decidido no utilizar los motores fuera borda para no atraer al monstruo.

León Barre, con lágrimas en los ojos, observó cómo la proa de su nave se deslizaba en silencio al fondo del Pacífico.

Terry Tanaka escrutó las olas en busca de algún rastro de Jonás y del Abyss Glider. David Adashek estaba visiblemente asustado, como la mayoría de los tripulantes. Junto a él, preparado en cuclillas, DeMarco esperaba a que reapareciera el monstruo.

León Barre se levantó por encima de los remeros y observó el lío de embarcaciones y restos de helicópteros diseminados a un kilómetro de su posición.

—¡Hija de puta! —masculló para sí—. ¿Ponemos en marcha los motores o esperamos? —Estudió las miradas de los tripulantes y vio miedo en ellos—. ¿DeMarco?

—No lo sé. Tengo que creer que esas embarcaciones han atraído la atención de la fiera. ¿Qué velocidad alcanzan estas lanchas?

—Con lo sobrecargados que vamos, quizá nos lleve diez o quince minutos llegar a tierra.

Los hombres alzaron la vista hacia él y asintieron con la cabeza.

—Espera… —indicó Terry a Barre. Después, miró a los demás—. Jonás dijo que el animal capta las vibraciones del motor. Debemos esperar hasta que el Megalodon despeje la zona.

—¿Y si no lo hace? —preguntó Steve Tabor—. ¡Tengo mujer y tres hijos!

—¿Qué quiere? ¿Qué nos quedemos aquí sentados, esperando a que nos devoren vivos?

DeMarco levantó las manos y miró a Terry.

—Escúchame, Terry, Jonás está muerto y puede que los demás terminemos igual si nos quedamos de brazos cruzados esperando que el Megalodon no nos encuentre. —Hubo murmullos de asentimiento—. Mira lo que sucede ahí. La fiera está almorzando. ¡Si nos quedamos aquí, seremos el postre!

Todas las miradas se volvieron hacia la flotilla, desde donde llegaban, aunque débiles, los gritos de espanto. Terry notó un nudo en la garganta. Intentó tragar saliva y contener las lágrimas.

Jonás estaba herido o muerto y se disponían a abandonarlo. Terry fijó la mirada al frente y vio que una lancha de competición en forma de cigarrillo se alzaba del agua y flotaba en la superficie. Nuevos gritos hendieron el aire y la muchacha se dio cuenta de que no tenía más opción que marcharse.

Los dos motores se pusieron en marcha y el bote salvavidas de León Barre se situó delante y se dirigió hacia el sur para flanquear el caos que tenía delante.

Frank Heller había conseguido acercarse a nado hasta una de las embarcaciones. Agotado y loco de miedo, se quedó en el agua agarrado al costado de la red de atunes de un pesquero y cerró los ojos, esperando la muerte.

Transcurrieron los minutos.

—¡Eh! —Frank abrió los ojos y apareció ante él un negro musculoso que se inclinaba sobre el yugo de popa—. Este no es momento para tomar un baño. Métase en el barco.

Una manaza agarró a Heller por el chaleco salvavidas y lo izó a bordo.

Bud Harris despertó con el agua hasta el pecho en la escorada cabina de mando de su yate. Se incorporó y estuvo a punto de perder el sentido ante el dolor insoportable de la herida de la cabeza. Milagrosamente, el Magnate se mantenía a flote. Vio a Mac, que accionaba la radio costera y, con una mano en la cabeza, le preguntó qué había sucedido.

—Supongo que el animal se molestó bastante con esa carga de profundidad —respondió Mac—. Estábamos en la sala de máquinas cuando embistió. Te he subido como he podido, pero este yate tuyo se hunde deprisa.

—¿Y la Zodiac?

—No está. Tus camaradas decidieron llevársela para dar un paseíto.

—Cabrones. Ojalá hayan muerto con dolor. —El yate estaba equipado con varias bombas internas. Bud localizó los controles y pulsó los interruptores correspondientes. Los motores se pusieron en acción y todo el barco vibró mientras el agua era expulsada por la borda.

Mac desconectó las bombas.

—Demasiado ruido. Demasiado ruido —repitió—. Acabo de hablar con el servicio de Guardacostas. Estamos en la lista de espera.

—¿Lista de espera?

—Mira alrededor, amigo —dijo Mac—. Ese monstruo está furioso.

Bud cruzó la sala de control y bajó la escalera hasta su inundada suite principal. La habitación estaba casi por completo bajo el agua. Tomó aire, se sumergió y emergió treinta segundos después, jadeante. En la mano tenía una botella de Jack Daniels por abrir. Volvió a la sala de control estremeciéndose de frío. En el tabique del fondo tenía una foto enmarcada de su padre. La cogió y, cuando la quitó, quedó a la vista una pequeña caja de seguridad. Marcó la combinación, la abrió y sacó una pistola Magnum del 44, cargada. Luego, volvió a la cabina de mando.

Mac vio el arma y soltó una risilla.

—Qué, «Harry el Sucio», ¿vas a matar al tiburón con eso?

Bud apuntó con el arma a la cabeza de Mac.

—No, pero podría matarte a ti, piloto.

El impotente Abyss Glider se mecía un metro por debajo de la superficie con la parte delantera, más pesada, apuntando directamente hacia el fondo del océano. Jonás estaba empapado en sudor y, conforme se reducía el suministro de aire, se le hacía cada vez más difícil respirar. Había encontrado los cables eléctricos desconectados; los fijó de nuevo y tiró con todas sus fuerzas de la oxidada tuerca de alas intentando tensar la conexión utilizando solo los dedos. La tuerca dio una vuelta y no pasó de ahí.

—Tendrá que bastar con eso —refunfuñó mientras giraba el cuerpo y recuperaba la posición del piloto, boca abajo. Notó que le subía la sangre a la cabeza—. ¡Vamos, encanto, dame un poco de energía!

El AG-I volvió a la vida con un traqueteo y envió un soplo de aire frío a su rostro por el sistema de ventilación. Jonás tiró hacia atrás de la palanca, desequilibró el submarino y lo condujo a la superficie. Una vez allí, Jonás miró en torno a sí.

El Kiku había desaparecido. A la derecha vio al Magnate, renqueante pero todavía a flote. Y a continuación distinguió a la flotilla.

Inmóviles todavía sobre el cañón de Monterrey, en aguas muy próximas al Acuario Tanaka, Andrée Dupont y varios centenares de curiosos contemplaron con horror cómo el Megalodon se alzaba del mar para sembrar el caos entre sus desdichados camaradas que se habían arriesgado a acercarse para echar un vistazo a la criatura que un rato antes estaba dormida. Incluso a un kilómetro de distancia, el tamaño y la voracidad del monstruo dejaron perplejos a los amantes de las cámaras que habían optado por la prudencia. Pero las circunstancias habían cambiado; aquello ya no era un juego: ¡aquella pobre gente estaba siendo despedazada!

Todos llegaron a la misma conclusión: quedarse en el agua significaba que a ellos también podían devorarlos. Olvidando su puerto de origen, todas las embarcaciones viraron en redondo y trataron de ganar tierra a la carrera. Sin un titubeo, los pilotos propulsaron sus barcos hacia las aguas someras y los lanzaron hasta la propia arena de las playas de la bahía de Monterrey.

André Dupont observó el éxodo masivo. En cuestión de minutos, el pesquero era el único barco que permanecía en el agua. Etienne se acercó a la borda y dio un codazo a Dupont.

—André, el capitán está de acuerdo en mantenerse en las aguas poco profundas.

Dupont no apartó la vista de los prismáticos.

—¿No piensa llevar el barco hasta la playa, como los demás?

—Dice que acaba de pintar el casco y no quiere estropearlo —respondió Etienne con una sonrisa.

Dupont miró a su ayudante.

—Esa gente de ahí… Van a morir todos. Tendríamos que hacer algo.

—El capitán ha dicho que la guardia costera está en camino.

De pronto, el palangrero empezó a vibrar. Los motores habían entrado en funcionamiento.

Cuando Dupont se llevó los prismáticos a los ojos otra vez, localizó los dos botes salvavidas que se aproximaban a toda velocidad.

—Amigo mío, haz el favor de pedirle a nuestro capitán que apague motores, si no quiere que esa fiera también se lo coma a él.

Jonás aceleró a treinta nudos y mantuvo la profundidad constante a siete metros. Momentos después, avistó la matanza.

Tres motoras de pequeño tamaño iban camino de sus lugares de descanso definitivo en el fondo del mar, con los cascos de fibra de vidrio hechos astillas. Jonás rodeó los restos; los pasajeros habían escapado o habían sido devorados. A continuación, llevó el submarino a la superficie, temeroso de lo que imaginaba que iba a encontrar.

La veintena de embarcaciones que hacía unos minutos componía la flotilla ahora consistía en un laberinto de fibra de vidrio flotante y de restos de cabinas diezmadas, cubiertas destrozadas y cascos rotos. Jonás contó ocho barcos de pesca intactos, con las cubiertas sobrecargadas de turistas aterrorizados. Un helicóptero de la Unidad de Rescate del servicio de Guardacostas sobrevolaba uno de los barcos e izaba de su cubierta a una mujer histérica, sujeta con un arnés. Los que quedaban a bordo parecían discutir a gritos y se empujaban en un intento de ser los siguientes.

¿Dónde estaba el Megalodon?

Jonás descendió a diez metros y patrulló la zona en círculo. La visibilidad era mala y había restos de naufragios por todas partes. Notó que el corazón le latía aceleradamente y movió la cabeza rápidamente en todas las direcciones posibles.

Por fin, distinguió la aleta caudal.

La hembra se alejaba de Jonás a buena velocidad y su cola desapareció en la bruma gris con un latigazo. Jonás llevó el Glider a la superficie y localizó la inmensa aleta dorsal que cortaba las olas sobre la superficie.

El monstruo se dirigía hacia tierra.

Los dos botes salvavidas estaban a menos de un kilómetro de tierra cuando la aleta dorsal apareció detrás de la que cerraba la marcha y redujo rápidamente la distancia que los separaba. Luego, desapareció.

Barre se incorporó y volvió la mirada atrás, hacia la otra lancha. Señaló a sus ocupantes y luego, con gestos enérgicos, movió el brazo hacia el sur repetidas veces. Después llamó a Pasquale, que llevaba el timón de la lancha en la que se hallaba, e indicó el norte. Los supervivientes se dispersarían.

A casi treinta metros de profundidad, el Megalodon sacudió la cabeza. La hembra estaba perpleja; sus sentidos habían registrado una presa y ahora había dos. Se dirigió a la superficie para atacar.

Terry y DeMarco vieron alzarse el resplandor blanquecino una fracción de segundo antes de que sus cuerpos dieran vueltas como un giroscopio, fuera de control. Una explosión, el luminoso cielo azul, una lluvia de cuerpos y, por fin, el agua gélida. La lancha quedó volcada del revés y el motor dejó de funcionar.

Doce cabezas asomaron en la superficie, entre toses y gemidos. Doce pares de manos se agarraron con desesperación al bote salvavidas volcado, cuyo casco de madera brillaba bajo el sol difuso.

Los dos metros de aleta dorsal trazaban círculos a diez metros de ellos; su propietaria estaba calculando el volumen de su siguiente comida. Veinte mil kilos de Megalodon surcaban la superficie relajadamente y su enorme masa creaba una corriente que empezó a hacer girar el bote salvavidas y a los agarrados a él. La fiera había asomado la cabeza, ladeada en el agua. Con las mandíbulas ligeramente entreabiertas, el agua fluía a su boca. En silencio, incapaces de apartar la vista del monstruo, los hombres contemplaban a la hembra de Meg mientras giraban en la corriente que esta producía.

Terry lanzó un gemido cuando a uno de los hombres le resbaló la mano con que se asía al casco. El desdichado gritó y fue arrastrado por el torbellino creado por la fiera alejándolo de la lancha. El hombre se resistió, pataleando contra la corriente y nadando con todas sus fuerzas. Y cuando vio la inmensa boca abierta, emitió un alarido.

El Megalodon se había detenido y había levantado la cabeza del agua mientras atraía a su presa. El hombre notó que la resaca disminuía e hizo un nuevo intento por vencerla, nadando con todas sus fuerzas. Entonces oyó que los demás gritaban algo y miró atrás.

La punta triangular del hocico tapó el sol. Hipnotizado, el hombre musitó una plegaria y escondió la cabeza entre las manos mientras la boca gigantesca lo engullía entero.

Como ratas a punto de ahogarse, los otros once supervivientes intentaron encaramarse al casco volcado de la manera que fuese. Adashek se agarró al soporte del motor y se izó a pulso. DeMarco se agarraba al casco de fibra de vidrio con los dedos despellejados y ensangrentados. Sabía que no podía resistir mucho más allí colgado. El cazador dio vueltas lentamente y la corriente que formaba volvió a cobrar fuerza. Esta vez, DeMarco no opuso resistencia. Pensó en su esposa, que lo estaría esperando en el aparcamiento. Le había prometido que aquel sería el último viaje, pero ella no le había creído.

Terry vio a De Marco y lanzó un grito.

—¡Al! ¡Nada, Al! —Con potentes brazadas, la muchacha se apartó de la lancha volcada. Al pasar junto a DeMarco, lo cogió del brazo por detrás y tiró de él, atrayéndolo hacia sí.

—No, Terry, déjame. Sube al bote y…

—De eso, nada, maldita sea.

—Terry… ¡Oh, Dios…!

El Megalodon avanzó hacia ellos deslizándose por la superficie perezosamente, como una barcaza letal. De nuevo, ladeó la cabeza y una corriente de agua penetró en su boca. Terry se descubrió concentrada en el grueso hocico, moteado de negras ampollas de Lorenzini. A continuación, las mandíbulas se extendieron y dejaron a la vista los dientes blancos y brillantes, todavía con restos de carne humana.

Terry y DeMarco patalearon frenéticamente cuando las mandíbulas se abrieron más, con las encías rosadas a la vista y los dientes triangulares como una sierra, para hacer espacio a la comida.

Terry Tanaka miró hacia atrás, paralizada. Notó que perdía la conciencia y no reconoció el ronroneo familiar del motor.

Trescientos kilos de sumergible y su piloto surgieron del mar, trazaron una corta parábola en el aire y cayeron sobre la mandíbula superior del monstruo. La cabeza triangular se levantó en el agua y de la cuenca de su ojo izquierdo rezumó la sangre.

El AG-I rodó de nuevo al agua, descendió aceleradamente y rodeó a la hembra por detrás.

—¡Vamos! —aulló Jonás a la criatura—. ¡Vamos, cógeme si puedes!

Como un toro furioso, el Megalodon se sumergió bajo las olas para darle caza. Jonás se volvió, vio aparecer ante él la boca del tamaño de la puerta de un garaje y forzó el Abyss Glider en un cerrado viraje a babor con el que esquivó las fauces abiertas.

Las mandíbulas del Megalodon se cerraron sin atrapar otra cosa que agua. La presa había escapado y la fiera volvió a localizarla de inmediato. Enfurecida, se lanzó hacia el objetivo como un torpedo de veinte metros.

Jonás comprobó la velocidad: treinta y cuatro nudos, pero el monstruo acortaba rápidamente la distancia que los separaba. Se preguntó hacia dónde ir. Desde luego, lejos de Terry y de los demás. Notó un impacto por detrás cuando el Meg embistió el estabilizador de cola del sumergible. Jonás viró a estribor y ascendió rápidamente.

De nuevo, el AG-I saltó al aire como un pez volador. Pegado a su popa venía el Megalodon, lanzando bocados al aire con todo el torso superior a la vista. El sumergible de Jonás cayó sobre las olas con un fuerte golpe y el depredador se zambulló de costado en el océano detrás de él, con un chapuzón atronador que rivalizaba con el de la ballena jorobada más voluminosa.

Jonás se apoyó en la palanca de mando para aumentar el ángulo de inmersión… ¡y no sucedió nada! Con la brusca entrada en el agua, el cable de la batería debía de haberse soltado otra vez. Se volvió como pudo en la cápsula y, con dedos frenéticos, buscó la conexión y la reparó. El sumergible volvía a tener energía.

Taylor sabía que no tenía tiempo. Llevó el pie izquierdo hacia atrás y empujó el acelerador con los dedos. El vehículo aceleró milésimas de segundo antes de que las mandíbulas de tres metros se cerrasen en el lugar que ocupaba. Se volvió de nuevo en la angosta cápsula y rogó fervientemente que la conexión de la batería aguantase.

El Megalodon estaba sobre él otra vez. Sus mandíbulas casi rodeaban al pequeño sumergible. Jonás viró a babor y el hocico pasó a su derecha sin rozarlo. En el tablero de instrumentos se encendió una luz roja parpadeante. ¡Las baterías estaban agotándose!

Hizo girar el sumergible en redondo y no consiguió localizar a su perseguidor. Aminoró la velocidad y notó en la distancia el ronroneo de un bimotor.

Andréi Dupont tardó diez minutos en convencer al capitán del pesquero de que el instituto pagaría los daños que pudiera sufrir el barco. Por fin, el capitán accedió y el barco salió al rescate de los supervivientes del bote salvavidas naufragado.

Terry Tanaka fue izada a bordo por Dupont. La muchacha intentó mantenerse en pie pero se desvaneció en cubierta. Adashek, de puros nervios, vomitaba. DeMarco y otros tripulantes cayeron de rodillas en cubierta y dieron gracias a su Hacedor por haberles salvado la vida.

Alzándose ocho metros de la superficie del Pacífico, la hembra de Megalodon mordió el bote salvavidas entre sus mandíbulas hiperextendidas e hizo astillas el casco de madera. Los fragmentos llovieron sobre la cubierta del pesquero, seguidos de una ola de tres metros provocada por el monstruo al caer, golpeando con el torso la superficie del océano.

André Dupont no tuvo tiempo de reaccionar. La ola le dio de plano y lo barrió al mar. Terry soltó un grito y, de inmediato, vio el AG-I que asomaba en la superficie. A diez metros del pesquero, el sumergible de Jonás se detuvo, con los motores en silencio.

Jonás dio varias patadas a la caja de baterías pero sabía que era inútil. El voltímetro marcaba cero. El sumergible se había quedado sin energía definitivamente. Poco a poco, el coño de proa de lexan, más pesado, se hundió en el agua más que el resto del vehículo y este quedó inclinado boca abajo en el agua como un corcho.

Suspendido del revés por el arnés de piloto, Jonás escrutó la bruma gris que tenía debajo. Notó latir la sangre en las sienes y percibió un movimiento a su izquierda. Una silueta de pequeñas dimensiones se acercaba al buque de pesca.

—¿Dónde estás? —murmuró Jonás en voz alta—. Tengo que abandonar el sumergible y subir a ese barco.

La hembra se alzó de las profundidades sin prisas. Notaba que su adversario estaba herido. A treinta metros, empezó a acelerar y entreabrió más las mandíbulas mientras movía el hocico para localizar el olor.

Jonás vio aparecer de la oscuridad la cara blanca y la sonrisa satánica. Se sentía como siete años atrás. Estaba otra vez en el Seacliff, pero esta vez no había retirada, ni escapatoria. «Esta vez voy a morir», pensó. Y, extrañamente, no sentía ningún temor.

Entonces volvieron a su memoria las palabras de Masao: «Si conoces a tu enemigo y te conoces a ti mismo, no debes temer por el resultado de cien batallas».

—Yo conozco a mi enemigo —dijo en voz alta.

La cara estaba ahora a veinte metros y las mandíbulas empezaban a abrirse.

Quince metros.

Diez.

Jonás alargó la mano derecha, agarró la palanca y la giró en sentido contrario a las agujas del reloj.

Siete metros. Respiró profundamente para relajar su acelerado corazón.

¡Tres metros! Las mandíbulas hiperextendidas.

A Jonás se le escapó un grito y tiró de la palanca hacia sí. El combustible se encendió y el AG-I se transformó en un cohete que salió disparado hacia las fauces abiertas del Megalodon.

La negra caverna envolvió a Jonás, que dirigió el sumergible al centro exacto de su diana y pudo ver fugazmente los arcos enormes, casi góticos, del paladar cartilaginoso del animal, antes de que se cerrara en torno a él la oscuridad total mientras el AG-I avanzaba como una centella sobre la lengua del depredador y se sumergía en el esófago.

Los alerones centrales del Abyss Glider efectuaron unos profundos cortes en las paredes del esófago y rasgaron varios metros de tejidos blandos antes de romperse y desprenderse del cuerpo del sumergible. Este, con su forma de torpedo, continuó el avance impulsado por el cohete de hidrógeno.

Jonás pensó que iba a estrellarse y tiró de la palanca para cortar la combustión casi al tiempo que el AG-I topaba con una masa carnosa y oscura. Cuando comprobó que seguía vivo, exhaló un suspiro.

Jonás había cruzado las puertas del infierno.