LA HEMBRA
Apareció de la nada, nadando directamente encima de Jonás, y su mortífero esplendor mortecino iluminó la negrura como una luna enorme.
Su inmensa mole tardó varios segundos en pasar sobre su cabeza. Hasta que distinguió su enorme aleta caudal, Jonás creyó que quizá se trataba de alguna clase de submarino.
El Megalodon hembra medía cinco metros más que el macho, como mínimo, y debía de alcanzar los veinte mil kilos de peso. Un movimiento de la aleta caudal provocó una sacudida en el agua que alcanzó al sumergible averiado, lo levantó y lo envió sima abajo. Jonás se sujetó como pudo mientras el AG-II se deslizaba hacia el fondo del cañón, dando un par de vueltas antes de detenerse en medio de otra nube de sedimentos. Apretó el rostro contra el plástico de la burbuja y, cuando el limo se aposentó, vio a la hembra lanzarse hacia el macho que aún se debatía en el cable.
Cuando estuvo a una distancia de dos cuerpos, la hembra aceleró bruscamente, cargó contra el macho y clavó sus mandíbulas hiperextendidas en el blando vientre de su compañero.
El colosal impacto envió al Megalodon macho veinte metros hacia arriba mientras los dientes aserrados de veinticinco centímetros de la hembra desgarraban la piel blanca y dejaban a la vista el corazón y el estómago del Megalodon.
El cabrestante del Kiku recuperó rápidamente los metros de cable y tiró de él hacia arriba en el instante en que, abajo, la hembra engullía un enorme bocado del tracto digestivo de su compañero.
Jonás apenas alcanzó a distinguir la silueta blanquecina de la hembra en su ascenso tras el cuerpo, con el hocico enterrado en el cuerpo sangrante del macho y el vientre blanco e hinchado palpitando en espasmos, mientras tragaba enormes pedazos de músculos y entrañas.
La hembra estaba preñada, próxima a parir, y el hambre de sus crías aún no nacidas debía de ser insaciable. Se negaba a abandonar la comida aunque ya estaba alimentándose en unas aguas gélidas en las que jamás se había aventurado.
Pero la sangre templada de su compañero la bañaba en un denso río de calor que la escoltaba en su ascensión desde las profundidades y que hacía soportable el viaje. Así continuó alimentándose, con sus mandíbulas mortíferas clavadas en lo más hondo de la herida y desgarrando el bazo y el duodeno del monstruo mientras cientos de litros de sangre caliente se derramaban sobre su torso, protegiéndola del frío.
Jonás se dio cuenta de que el Megalodon estaba desplazándose a través del frío. Atrapado en el vehículo, vio desaparecer el agitado resplandor mortecino sobre su cabeza y dejó que la negrura de la sima se cerrara en torno a él.
Terry, De Marco y Heller habían salido a cubierta, donde el equipo médico de a bordo y una docena de tripulantes más permanecían junto a la barandilla, a la espera de que reapareciese su compañero.
El capitán Barre contempló el aro de hierro del cual estaba suspendida la polea del armazón de acero del cabrestante.
Se notaba que estaba forzado bajo el peso de la carga y amenazaba con romperse en cualquier momento.
—No sé qué habrá al otro extremo del cable —murmuró con voz grave—, pero seguro que es algo más que el sumergible de D. J.