VIDA Y MUERTE
Mientras los miles de corazones pulsantes y de aletas batientes seguían saturando el aparato sensorial de la hembra de Megalodon, la criatura albina ascendía relajadamente a la superficie. Por fin, había caído la noche.
La cazadora acortó rápidamente la distancia entre ella y el ballenato. La madre dejó de alimentarse al detectar el peligro que se aproximaba por detrás a toda velocidad. Emergió a la superficie y azuzó enérgicamente a su cría para que permaneciera pegada a ella. Madre y retoño propulsaron sus cuerpos más deprisa; poco más de un kilómetro los separaba de las mandíbulas de su perseguidor.
Minutos después, el depredador se había acercado a suficiente distancia para lanzar un ataque. Con las mandíbulas abiertas de par en par, el Meg se concentró en el cetáceo más pequeño, con cuidado de no aventurarse demasiado cerca de la cola del mayor. Y justo entonces, cuando se disponía a atacar, sucedió algo.
El Megalodon se estremeció y arqueó el lomo en un espasmo incontrolable. Abandonó la persecución de su presa y descendió rápidamente al fondo del desfiladero submarino. Su cuerpo musculoso empezó a temblar mientras se ponía a nadar en círculos cada vez más cerrados, apretados entre tremendos retortijones de sus órganos internos. En un abrir y cerrar de ojos, con un poderoso estremecimiento que sacudió todo su cuerpo, la hembra expulsó de su oviducto izquierdo una cría de Megalodon completamente desarrollada.
Era un macho, de un blanco puro y casi tres metros de longitud, que ya pesaba casi doscientos cincuenta kilos. Sus dientes eran menores pero más afilados que los de su madre. Con los sentidos plenamente desarrollados, el recién nacido era capaz de cazar y de sobrevivir por sí mismo, sin ninguna ayuda. Durante unos instantes flotó entre dos aguas; luego, sus ojos azul hielo enfocaron al adulto y el instinto advirtió a la cría de que estaba en inminente peligro. Con un estallido de velocidad inesperado, nadó hacia el sur a lo largo del cañón, cerca del fondo.
Presa de las convulsiones todavía, la hembra se estremeció de nuevo y expulsó de su seno, con la cola por delante, una segunda cría. En esta ocasión era una hembra, un metro mayor que su gemelo. La cría pasó ante su madre a toda velocidad y evitó por poco un mordisco mortal, instintivo, de las mandíbulas de su despreocupada progenitora.
Con una última convulsión, la madre parió su última cría envuelta en una nube de sangre y de fluido embrionario. El último de la carnada, un macho de dos metros y medio, cayó hacia el fondo dando tumbos, se equilibró y sacudió la cabeza para aclarar la visión.
Con un latigazo de la aleta caudal, la madre se abatió sobre su cría y con un chasquido de las mandíbulas le arrancó completa la aleta caudal y los genitales. Entre furiosas convulsiones y un reguero de sangre, el cachorro agonizante se escurrió hacia el fondo, fuera de control. La hembra le dio caza de inmediato y de un bocado acabó con su retoño.
Después, se quedó nadando cerca del fondo, agotada por el esfuerzo del parto. Abrió la boca y dejó que la corriente submarina circulara por su boca y sobre su cuerpo, ayudándola a respirar por las agallas. Volvió la cabeza a un lado y a otro, despacio, y las fosas nasales canalizaron el agua hacia las terminaciones nerviosas. Desde allí, el depredador podía captar las vibraciones de la reserva natural a través de su sentido del olfato.
Una vez más, la hembra detectó las vibraciones enloquecedoras de las ballenas migratorias… y algo más: ¡sangre! Agitó la aleta caudal adelante y atrás, cobró impulso y ascendió de nuevo.
Cuando retomó su rumbo en dirección al norte, pasó a diez metros de la entrada del canal de cemento que conectaba el estanque del Instituto Tanaka con el océano Pacífico.