EL ÁGUILA DE ORO

Estaban recorriendo la península de Coronado en la limusina de Bud Harris. Jonás iba sentado frente a sus dos compañeros. Bud hablaba en voz baja por el teléfono del coche mientras, con los dedos, jugueteaba como una escolar con la cola de caballo. A Maggie se la veía muy cómoda en el amplio asiento de cuero, con las piernas largas y bien torneadas cruzadas y una copa de champán entre los dedos. «Se ha acostumbrado al dinero», pensó Jonás. La imaginó en bikini, bronceándose en el yate de Bud.

—Antes te daba miedo el sol —dijo.

—¿A qué viene eso?

—Tu bronceado…

—Queda bien en la cámara. —Maggie lo miró fijamente.

—El melanoma no queda tan bien.

—No empecemos, Jonás. No estoy de humor. Es la noche más importante de mi carrera y prácticamente he tenido que arrancarte de esa conferencia. Hace un mes que sabías que tenías esta cena y te presentas con ese traje que ya tiene veinte años.

—Maggie, era mi primera intervención en un ciclo de conferencias desde hace más de dos años y tú apareces pavoneándote por el pasillo…

—… ¡Eh, chicos, vamos! —Bud colgó el teléfono del coche y levantó las manos—. Vamos a calmarnos todos un momento. Maggie, esta noche también era importante para Jonás; tal vez deberíamos haber esperado en el coche.

Jonás guardó silencio, pero Maggie no había terminado.

—¡He esperado esta oportunidad durante años! ¡He trabajado como una esclava mientras te veía arrojar tu carrera por la borda! Ahora es mi turno y, si no quieres estar presente, me da igual. Puedes esperar en la maldita limusina. Bud me acompañará esta noche, ¿verdad?

—A mí no me metáis en esto —dijo él.

Enfurruñada, Maggie volvió el rostro hacia la ventanilla. El ambiente se llenó de tensión y Bud, finalmente, rompió el silencio.

—Henderson opina que eres la favorita. Si ganas, este podría ser el momento decisivo de tu carrera.

Maggie se volvió y consiguió evitar que se le escapara una mirada a su esposo.

—Ganaré —declaró, desafiante—. Sé que ganaré. Ponme otra copa.

Bud sonrió, llenó la copa de Maggie y ofreció la botella a Jonás.

Este la rechazó con un gesto de la cabeza y volvió a arrellanarse en su asiento, con la mirada ausente fija en su esposa.

Jonás Taylor y Maggie se habían conocido casi nueve años antes, en Massachusetts, cuando él se preparaba como piloto de sumergibles de grandes profundidades en el Instituto Oceanográfico Woods Hole. Maggie estaba en el último curso de la Universidad de Boston, donde terminaba la licenciatura en periodismo. Durante un tiempo, la rubia jovencita había probado tenazmente a labrarse una carrera como modelo, pero le faltaba la estatura necesaria. Entonces decidió dedicarse al periodismo de divulgación.

Maggie había leído algunos artículos sobre Jonás Taylor y sus aventuras en el sumergible Alvin y lo había considerado un buen personaje para el periódico de la universidad. Sabía que el hombre era una pequeña celebridad por derecho propio y le pareció guapo, con un cuerpo atlético.

A Jonás Taylor le asombró que alguien como Maggie se interesara por el buceo. Su carrera profesional le había dejado poco tiempo para la vida social y, al ver que la bonita rubia mostraba interés por él, Jonás aprovechó la oportunidad. Empezaron a salir casi de inmediato y él la invitó a las islas Galápagos como integrante del equipo de exploración del Alvin durante las vacaciones de primavera de su último año en la universidad. Incluso le permitió acompañarlo en una de las inmersiones a la fosa de los Galápagos.

Maggie estaba impresionada por la influencia que ejercía Jonás entre sus colegas y le encantó la emoción y la sensación de aventura que proporcionaba la exploración oceánica. Diez meses más tarde, se casaron y se mudaron a California, donde Jonás recibió la oferta de incorporarse a un puesto relacionado con la Marina. A Maggie le encantó California. En un abrir y cerrar de ojos se aficionó a la vida de las celebridades y empezó a acariciar la idea de labrarse su propia carrera en los medios de comunicación. Con la ayuda de su marido, estaba segura de poder irrumpir en los media.

Pero entonces se produjo el desastre. Jonás pilotaba un nuevo sumergible de grandes profundidades en una expedición de alto secreto de la Marina en la fosa de las Marianas. En la tercera inmersión en la sima, fue presa del pánico y volvió a la superficie demasiado deprisa, sin respetar los tiempos de descompresión. Dos tripulantes murieron y Jonás fue declarado responsable del accidente. El informe oficial habló de «borrachera de las profundidades» y el suceso destruyó la fama de Jonás como argonauta fiable. Aquella fue su última expedición en un sumergible.

Maggie no tardó en darse cuenta de que su opción al estrellato corría peligro. Como ya no era capaz de afrontar las tensiones de las inmersiones a grandes profundidades, Jonás se enfrascó en la paleontología y se dedicó a escribir libros y estudios sobre criaturas marinas prehistóricas. Sus ingresos se redujeron rápidamente y Maggie tuvo que cambiar el estilo de vida al que se había acostumbrado. Encontró empleo a tiempo parcial como redactora independiente en varias revistas locales, pero el trabajo era un callejón sin salida. Los sueños de convertirse en una celebridad parecían haber quedado atrás y la vida, de pronto, se le hacía insoportablemente aburrida.

Fue entonces cuando Jonás le presentó a Bud Harris, su antiguo compañero de habitación en la universidad. Harris, tenía treinta y cinco años y había heredado recientemente la empresa naviera de su padre en San Diego. Él y Jonás habían compartido durante tres años un apartamento fuera del campus mientras estudiaban en la Universidad estatal de Pensilvania y se habían mantenido en contacto después de la graduación.

En aquel momento, Maggie trabajaba para el San Diego Register y siempre andaba en busca de historias para sus columnas. Ella y Jonás pensaron que la naviera de Bud daría para un artículo interesante en el suplemento dominical. Maggie pasó un mes con Bud en el puerto y viajó con él a sus instalaciones y talleres en Long Beach, San Francisco y Honolulú. Lo entrevistó a bordo de su yate, asistió a reuniones del consejo directivo, hizo una travesía en su hovercraft e incluso pasó una tarde aprendiendo a navegar a vela.

El artículo que escribió fue el tema de portada de la revista y convirtió al heterodoxo y pujante millonario en una celebridad local. Su empresa de fletes de San Diego experimentó un crecimiento extraordinario. Y Bud, que no era hombre que olvidara un favor, ayudó a Maggie a conseguir un trabajo de reportera de televisión en una emisora local. Fred Henderson, el director de la emisora, era compañero de regatas de Bud. Maggie empezó cubriendo informaciones de dos minutos para las noticias de las diez, pero no tardó mucho en hacerse con un puesto directivo, desde el cual producía programas semanales sobre California y el Oeste. Por fin, era ella quien estaba convirtiéndose en celebridad local.

Bud se apeó de la limusina y tendió la mano a Maggie.

—Creo que yo también debería tener un premio. ¿Qué opinas, Maggie? ¿Al productor ejecutivo?

—¡Ni soñarlo! —replicó ella, al tiempo que devolvía la copa al conductor de la limusina. El alcohol la había tranquilizado un poco y sonrió a Bud mientras el trío ascendía las escaleras—. Si empiezan a darte premios, a mí no me quedará ninguno. —Cruzaron la entrada principal del famoso hotel del Coronado, bajo una pancarta amarilla que daba la bienvenida a la «Gala de concesión de los XV Premios Media de San Diego». Del techo abovedado de madera del Silver Strand Ballroom colgaban tres enormes arañas de cristal. Una pequeña orquesta tocaba en un rincón mientras los invitados, muy elegantes, picaban aperitivos y sorbían cócteles entre las mesas cubiertas con manteles blancos y dorados. Pronto se serviría la cena.

Jonás jamás habría imaginado que un día podría sentirse mal vestido luciendo traje y corbata. Maggie le había hablado de la cena hacía un mes, pero no le dijo que era una cena de gala.

Reconoció entre los presentes a un puñado de gente de televisión, estrellas de las noticias locales. Harold Ray, que a sus cincuenta y cuatro años era el copresentador estrella del noticiario de las diez en Canal 9 Acción, saludó a Maggie con una amplia sonrisa. Ray había contribuido a conseguir la financiación de la cadena para el especial de Maggie sobre los efectos que las perforaciones petroleras en el mar causaban en las migraciones de ballenas a lo largo de la costa de California. El trabajo era uno de los tres que competían por el máximo premio en el apartado de documentales sobre temas ambientales. El de Maggie era el favorito.

—Es muy probable que esta noche te lleves el águila a casa, Maggie.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¡Estoy casado con una de las jueces! —respondió Harold con una carcajada. Tras observar la cola de caballo de Bud, preguntó a Maggie si el joven era su marido.

—Me temo que no —respondió Bud, al tiempo que le estrechaba la mano.

—¿No es qué? ¿No es joven o no es su marido? —Ray volvió a reírse abiertamente.

—Es mi… mi productor ejecutivo —dijo Maggie con una sonrisa. Volvió la mirada hacia Jonás y añadió—: Este es mi marido.

—Jonás Taylor. Encantado de conocerlo, señor Ray.

—¿Taylor? ¿El profesor Jonás Taylor?

—Sí.

—¿No hicimos un reportaje con usted hace un par de años? Algo relacionado con huesos de dinosaurio en Saltón Sea…

—Es probable. Había un montón de equipos de noticias allí. Fue un descubrimiento inusual…

—Disculpa, Jonás —lo interrumpió Maggie—. Me muero por una copa. ¿Te importaría…?

Bud levantó un dedo.

—Y un gin tonic para mí, colega.

Jonás miró a Harold Ray.

—Para mí nada, profesor. Esta noche soy uno de los presentadores. Una copa más y empezaré a dar las noticias aquí mismo.

Jonás se abrió paso hasta la barra. En la sala de baile sin ventanas, el ambiente era húmedo y la chaqueta de lana le resultaba incómoda y calurosa. Pidió una cerveza, una copa de champán y un gin tonic. El barman sacó del hielo una botella de Carta Blanca.

Jonás se enfrió la frente con ella y tomó un largo trago. Después, miró otra vez a Maggie, que seguía riéndose con Bud y Harold.

—¿Querrá otra cerveza, señor?

Jonás miró la botella y advirtió que la había vaciado.

—Ahora tomaré uno de esos —respondió y señaló el gin tonic.

—Nosotros, también —dijo una voz a su espalda—. Con lima.

Jonás se volvió. Era el hombre calvo de las cejas pobladas, que le miraba por encima de las bifocales de montura metálica con la misma sonrisa tensa en el rostro.

—¡Qué casualidad encontrarlo aquí, doctor!

—¿Acaso me ha seguido? —Jonás lo miró con suspicacia.

—Cielos, no —respondió el individuo al tiempo que cogía un puñado de almendras de la barra. Abarcó la sala en un gesto vago y añadió—: Estoy con la prensa…

El barman puso ante Jonás la copa que había pedido.

—¿Es candidato a algún premio? —preguntó este, en tono escéptico.

—No, no. Soy un mero observador. —El hombre le tendió la mano—. David Adashek, del Science Journal.

Jonás le estrechó la mano con cierta reticencia.

—Su conferencia me ha entusiasmado. Es fascinante, todo eso del Mega… ¿cómo ha llamado a ese bicho?

Jonás dio un sorbo al gin tonic con la vista fija en el periodista.

—¿Qué quiere usted, señor?

El hombre engulló un puñado de almendras y tomó un trago de su bebida.

—Según he deducido, hace siete años realizó usted unas inmersiones en la fosa de las Marianas por encargo de la Marina. ¿Es cierto eso?

—Quizá sí o quizá no. ¿Por qué quiere saberlo?

—Corre el rumor de que la Marina buscaba un emplazamiento para enterrar los residuos radiactivos de un programa de armas nucleares obsoleto. Estoy seguro de que mis editores tendrían mucho interés en seguir un asunto como ese.

—¿Quién le ha hablado de ello? —Jonás estaba perplejo.

—Bueno, no me lo ha dicho nadie, exactamente…

—¿Quién?

—Lo siento, profesor, pero nunca revelo mis fuentes. Dada la naturaleza clandestina de la operación, estoy seguro de que lo entiende. —Adashek se llevó a la boca otra almendra y la masticó ruidosamente, como si fuera chicle—. Pero es curioso. Hace cuatro años entrevisté a un tipo para preguntarle sobre el asunto y no conseguí sacarle una sola palabra. Sin embargo, la semana pasada, apareció como caído del cielo, me llamó y me dijo que si quería saber qué sucedió, debía hablar con usted… ¿He dicho algo incorrecto, profesor?

Jonás movió la cabeza despacio y miró al individuo.

—No tengo nada que decir. Y ahora tendrá que disculparme; me parece que ya han empezado a servir la cena.

Dio media vuelta y echó a andar hacia su mesa. Adashek se mordió el labio y observó a Jonás con los párpados entrecerrados.

—¿Otra copa, señor? —preguntó el barman.

—Sí —respondió Adashek secamente y cogió otro puñado de almendras.

Desde el otro lado de la sala, una mirada de ojos oscuros, asiáticos, siguió a Jonás Taylor mientras cruzaba el local y le vio tomar asiento al lado de la rubia.

Cuatro horas y seis copas más tarde, Jonás contemplaba el águila de oro que ya reposaba sobre el mantel blanco de la mesa con una cámara de televisión agarrada entre sus zarpas. La filmación sobre las ballenas de Maggie había derrotado al reportaje del canal Discovery en las islas Farallón y al documental de Greenpeace sobre la industria ballenera japonesa. Las palabras de agradecimiento de Maggie habían sido, en su mayor parte, una apasionada apelación a la salvación de las ballenas. Según dijo, la preocupación por el destino de los cetáceos la había inspirado a realizar el reportaje. Jonás se preguntó si sería el único en la sala que no se creía una palabra de lo que decía.

Bud había repartido habanos. Harold Ray pronunció un brindis. Fred Henderson se acercó a ofrecer sus felicitaciones y a decir que si él mismo no andaba con cuidado, alguna emisora principal de Los Ángeles le birlaría a Maggie. Ella fingió desinterés, pero Jonás sabía que le habían llegado rumores… que ella misma había difundido.

El baile estaba en su apogeo. Maggie tomó a Bud de la mano y lo condujo a la pista, segura de que Jonás no pondría objeciones. ¿Cómo iba a hacerlo? A su marido no le gustaba bailar.

Jonás se quedó solo en la mesa, saboreando el hielo del vaso y tratando de recordar cuántas ginebras había bebido en las últimas tres horas. Estaba cansado, tenía un ligero dolor de cabeza y todos los síntomas apuntaban a que la velada aún se prolongaría bastante. Se levantó y anduvo hasta la barra.

Harold Ray estaba allí otra vez. En aquel momento recogía una botella de vino y dos copas.

—¿Qué tal lo de Baja California, profesor?

Por un momento, Jonás se preguntó si el hombre estaba bebido.

—¿Cómo dice?

—El crucero.

—¿Qué crucero? —Mostró el vaso al barman y pidió que lo volviera a llenar.

Ray soltó una carcajada.

—Ya se lo dije a su mujer: tres días no son unas vacaciones. Fíjese, usted ya se ha olvidado.

—¡Oh!, habla usted de… de la semana pasada. —Y entonces cayó en la cuenta. El viaje a San Francisco. El bronceado—. Me temo que no lo disfruté tanto como Maggie.

—¿Demasiadas margaritas?

—No, yo no bebo —declaró Jonás.

El barman le entregó su siguiente gin tonic.

—Yo, tampoco —dijo Ray, que soltando una nueva carcajada volvió a su mesa.

Jonás contempló largamente el vaso que tenía en la mano y buscó con la mirada a Maggie en la pista. La orquesta tocaba Crazy. Las luces habían bajado de intensidad y las parejas bailaban. Vio a Maggie y a Bud, apretados el uno contra el otro como un par de borrachos. Las manos de Bud le acariciaban la espalda y descendían, indiscretas. Maggie corrigió inconscientemente la posición de las manos de Bud y las colocó sobre sus nalgas.

Jonás dejó el vaso en la barra y se abrió paso con torpeza entre las parejas que bailaban. Maggie y Bud seguían abrazados, olvidados del mundo y con los ojos cerrados. Posó la mano en el hombro de Bud. La pareja dejó de bailar y se volvió hacia él.

—¿Jonás? —Bud miró a su amigo y en su rostro apareció una mueca de temor.

Jonás le soltó un seco directo a la mandíbula y varias mujeres chillaron mientras Bud tropezaba con otra pareja y rodaba por el suelo. Los músicos dejaron de tocar.

—Quita las manos del culo de mi mujer.

—¿Te has vuelto loco? —Maggie contempló a su marido con perplejidad.

—Hazme un favor, Maggie. La próxima vez que hagas un crucero a Cabo, no vuelvas. —Jonás se frotó los nudillos, se volvió y abandonó la pista. La sala daba vueltas a su alrededor por efecto del alcohol mientras se encaminaba hacia la salida.

Dejó atrás el vestíbulo y, ya en el exterior, se quitó la corbata. Un botones uniformado le pidió el recibo del aparcamiento.

—No llevo coche.

—¿Le llamo un taxi, entonces?

—No lo necesita. Yo lo acompañaré. —Terry Tanaka apareció en la puerta, detrás de él.

—¿Tú? ¡Señor, las desgracias nunca vienen solas! Qué, Terry, ¿aún no te has cansado de acosarme?

—Está bien —respondió ella con una sonrisa—. Me lo merezco, pero no intentes golpearme o te tumbo de espaldas.

Jonás se sentó en el bordillo y se pasó los dedos por el cabello. Sentía palpitaciones en las sienes.

—¿Qué quieres?

—Te he seguido hasta aquí. Lo siento, pero no ha sido idea mía, créeme. Mi padre insistió.

Jonás volvió la mirada hacia la puerta.

—No es el mejor momento, precisamente…

—Se trata de esto. —Terry Tanaka le mostró una fotografía.

El estudió la imagen y miró otra vez a la mujer.

—¡Pero…! ¿Quién… qué fue lo que hizo eso?