CAOS
Bud Harris se incorporó del suelo. No estaba seguro de qué había sucedido: el Magnate navegaba a la deriva, de costado y con los dos motores inactivos; cuando miró a un lado, todavía pudo ver las palas del helicóptero sumergiéndose bajo las olas.
—¡Qué se joda! —murmuró y pulsó el botón de arranque intentando poner en funcionamiento otra vez los motores.
Nada.
—¡Mierda! ¡Danielson, Heller! ¿Dónde carajo os habéis metido?
Salió a cubierta y encontró a los dos hombres de pie junto al yugo de popa.
—¿Y bien? ¿Está muerto el monstruo?
Danielson y Heller se miraron.
—Tiene que estarlo —dijo el primero sin mucha firmeza.
—No parece que estés muy seguro —apuntó Bud.
—Por desgracia —apuntó Danielson—, hemos tenido que soltar la carga demasiado pronto, cuando nos ha atacado ese chiflado.
—Tenemos que largarnos de aquí —apuntó Heller.
—Sí, bueno, veréis… hay un pequeño problema. Los motores no funcionan. Al parecer, vuestra jodida explosión ha aflojado alguna conexión… y no soy ningún manitas, precisamente.
—¡Joder! ¿Estás diciendo que no podemos movernos de aquí… con ese monstruo tan cerca? —Heller movió de un lado a otro la cabeza y encajó las mandíbulas con fuerza.
—Frank, el bicho está muerto, confía en mí —insistió Danielson—. En cualquier momento lo veremos aparecer flotando, con el vientre al aire.
Heller miró a su antiguo comandante en jefe.
—Dick, ese jodido bicho es un tiburón. No flotará; si de veras está muerto, se hundirá en el mar.
En aquel momento, oyeron un chapoteo a su izquierda y el yate se meció un poco. A continuación apareció una mano en la escalerilla y Mac se arrastró a bordo del Magnate.
—Bonita mañana, ¿verdad? —murmuró y se derrumbó en cubierta.
La aleta caudal empezaba a agitarse en movimientos pesados, a un lado y a otro, propulsando al depredador hacia delante, despacio. Las rendijas de las agallas se alzaron a la vista y pasaron ante Jonás a toda velocidad. A continuación, el hocico prominente se agitó de pronto hacia delante y hacia atrás, liberando al AG-I de la red, y el animal más temible del planeta despertó.
El sumergible continuó su ascenso. Jonás miró hacia abajo y observó al Megalodon lanzarse hacia delante, pero la red atrapó al momento sus aletas pectorales. Enfurecida, la hembra giró sobre sí misma una y otra vez, y con cada frenética maniobra se enredaba aún más en la trampa.
El AG-I salió despedido hacia atrás en la estela del Megalodon. Sin posibilidad de controlarlo, Jonás perdió de vista al monstruo. Momentos después, cuando el sumergible se enderezó, vio por un instante al furioso animal, completamente atrapado en la red desde las rendijas de las agallas hasta la aleta de la pelvis.
—Se ahogará —musitó para sí.
Jonás yacía sobre su estómago y la claustrofobia le hacía respirar aceleradamente. La aleta central izquierda del inanimado Abyss Glider se había enganchado en la red y mantenía al sumergible al nivel del ojo del Megalodon. El ojo azul grisáceo de la hembra continuaba enfocado involuntariamente en el pequeño vehículo, mientras Jonás lo contemplaba con horror y fascinación.
«Está ciega, pero sabe que estoy aquí», pensó Jonás. La fiera detectaba su presencia.
La multitud de embarcaciones que esperaba anclada a la entrada del Acuario Tanaka habían presenciado cómo el superyate se había separado del grupo para ir al encuentro del invitado de honor que llegaba. Habían visto cómo el helicóptero lo interceptaba y cómo se estrellaba en el mar al hacer explosión la carga de profundidad. En aquel instante, los espectadores estaban inquietos y se preguntaban si la detonación habría matado al animal que habían pagado tanto dinero por ver. Casi al unisono, varias docenas de embarcaciones de pesca de gran tamaño empezaron a aproximarse gradualmente hacia el apático Kiku, con la intención de filmar al monstruo, vivo o muerto.
Nueve helicópteros de los medios de comunicación sobrevolaban el Kiku, cambiando permanentemente de posiciones en su intento de conseguir mejores tomas. La explosión submarina proporcionaba un nuevo enfoque a la historia. Las cadenas pedían a sus equipos móviles que comprobaran si el Megalodon había sobrevivido.
David Adashek viajaba en la parte de atrás del helicóptero del noticiario Acción 9, desde donde se esforzaba por ver algo por encima del hombro del cámara del equipo. Alcanzaba a distinguir el apagado resplandor blanquecino del animal, pero no había modo de determinar si estaba vivo o muerto. El piloto agitó el brazo para indicar a Adashek que mirase por el otro lado del helicóptero.
Una flotilla de barcos de recreo se dirigía hacia el Megalodon a toda velocidad.
Desde la punta del hocico hasta el extremo de la aleta caudal, toda la piel del depredador estaba salpicada de numerosas púas parecidas a dientes, las dentículas dérmicas. Afiladas y ásperas como papel de lija, tales dentículas constituían otra de las armas naturales del depredador. Mientras la hembra se agitaba, loca de rabia, las dentículas dérmicas iban segando la red y la hacían jirones poco a poco.
Entretanto, Jonás comprobaba con desesperación los fusibles del vehículo, y vio cómo la hembra se liberaba de la trampa a sacudidas. Por último, la fiera se volvió hacia él con las mandíbulas entreabiertas y los dientes triangulares asomando de ellas. Jonás, frenético, pulsó una vez más el botón de encendido del motor, pero no respondió.
El monstruo se lanzó hacia arriba.
Bud y Mac habían bajado a la sala de máquinas y dejaron a Danielson y a Heller en cubierta. Frank estaba asomado sobre el yugo de popa, contemplando las aguas verdes en las que se materializó la masa blanca.
—¡Hijo de…!
¡Bam! La popa estalló y las astillas de fibra de vidrio volaron en todas direcciones. Danielson y Heller cayeron sobre la cubierta, inclinada, y rodaron hacia el agua.
DeMarco asió entre sus manos el cañón de arponear y apuntó. Cuando el Megalodon apareció en la superficie, quitó el seguro y contempló cómo la hembra nadaba en aquel momento junto a la superficie, boca arriba. Un río se agua pasaba por su boca mientras exponía al mundo su vientre blanco brillante. DeMarco disparó.
Clic.
—¡Maldita sea! —La explosión había atascado la cámara interna del cañón.
Toda la tripulación estaba ya en cubierta y, apresuradamente, procedía a ponerse los chalecos salvavidas anaranjados. En la cabina de mando, el médico de a bordo atendía a Masao, consciente en aquel momento. Terry y Pasquale esperaban junto a ellos.
—Se ha fracturado el cráneo, Terry —dijo el doctor—. Tenemos que llevarlo a un hospital lo antes posible.
La muchacha captó el zumbido de los helicópteros que sobrevolaban el barco.
—Pasquale, coge la radio e intenta conseguir que uno de esos helicópteros de noticias se pose en el Kiku. Diles que tenemos un herido grave. Doc, quédese con mi padre. Estaré a popa.
A continuación, salió a toda prisa de la cabina y se encaminó a la cubierta del cabrestante.
David Adashek fue el primero en verla, agitando los brazos con aire frenético en el círculo de aterrizaje de helicópteros.
—Conozco a esa chica —comentó—. Es la hija de Tanaka. Capitán, ¿puede posar este pájaro en el Kiku?
—No hay problema.
—Un momento —intervino el cámara—. Mi productor está gritándome por los auriculares que consiga primeros planos del Meg. Se me comerá vivo si aterriza ahí.
—Miren —apuntó David—, el animal ataca al Kiku…
—Razón de más para que no nos posemos.
—¡Eh! —intervino el piloto—, tengo una llamada de socorro del Kiku. Piden que traslademos a un herido hasta la costa. El hombre de la radio dice que el herido es Masao Tanaka y que parece grave.
—Posa el helicóptero —ordenó Adashek.
El cámara lo miró y torció el gesto.
—¡Qué te jodan!
Adashek arrancó la cámara de las manos del hombre y la sostuvo en el vacío por la puerta abierta del piloto.
—Aterriza ahí o le echo esto al Meg para que se lo coma.
Momentos después el helicóptero hacía contacto con el helipuerto del Kiku.
El Megalodon daba vueltas en círculo como un loco debajo del Kiku. El casco metálico expuesto de la nave, medio sumergido en el agua, generaba corrientes galvánicas, impulsos eléctricos que estimulaban las ampollas de Lorenzini de la hembra como el chirriar de uñas en un encerado. La incitaban a atacar.
Bañado en sudor, Jonás notó cómo aumentaba su sensación de claustrofobia mientras intentaba alcanzar las conexiones de la batería en la parte trasera del sumergible. A ciegas, palpó los terminales en el interior de los paneles, buscando en vano algún cable desconectado.
Una inesperada corriente zarandeó el AG-I y lo envió hacia arriba, lo cual proporcionó a Jonás una visión diáfana de una escena que sobrecogió de miedo su corazón. En aquel instante, el Megalodon hundía su hocico en el casco del Kiku.
La colisión hizo que toda la tripulación cayera al suelo de cuatro manos. El metal crujió y de abajo emanó un gemido grave.
—¡Hija de puta! —exclamó el capitán—. ¡Ese monstruo del demonio está comiéndose mi barco! ¡Preparad las lanchas! Piloto, llévese a Masao de este barco. Es mejor asegurarse de que no cae una sola gota de sangre al agua.
El piloto del helicóptero miró a Adashek y al cámara.
—Uno de los dos tendrá que quedarse si nos llevamos al herido.
El cámara se volvió hacia Adashek con una sonrisa torva:
—Espero que sepas nadar, amigo.
David notó un nudo en el estómago cuando abandonó la seguridad del helicóptero para dejar sitio a bordo a Masao, a quien el doctor y Terry colocaron en el asiento. El periodista se quedó en la escorada cubierta y observó cómo el helicóptero despegaba hacia tierra firme.
—¿En qué carajo te has metido ahora, David? —se preguntó en voz alta.
Estrujado contra la borda de babor, Dick Danielson se incorporó dolorido, agarró a Heller por los sobacos y lo ayudó a ponerse en pie.
—¡Nos hundimos!
—¡No me jodas! —Heller miró a su alrededor—. ¿Dónde están Harris y Mac?
—Muertos, probablemente. Si es así, han tenido mucha suerte.
—La Zodiac —Heller señaló la lancha hinchable—. ¡Vamos!
El Magnate estaba cargando agua rápidamente. Empezó a virar en círculo y la escora se hizo más pronunciada, lo cual dificultó el empeño de los dos hombres por izar la lancha motorizada por encima de la borda y bajarla al agua. Cuando tocó la superficie con un chapoteo, Danielson miró a Heller.
—Adelante.
Heller se descolgó de la borda seguido de su antiguo capitán. Danielson puso en marcha el motor fuera borda de sesenta y cinco caballos; con un carraspeo, el aparato cobró vida y Danielson dio gas. La proa liviana se alzó sobre el agua y la Zodiac avanzó dando saltos sobre las olas, acelerando hacia tierra, en dirección a la masa de embarcaciones que se acercaba.
—¡Dick, cuidado con esa gente! —aulló Heller. El viento azotaba sus oídos.
Danielson tenía poco espacio para maniobrar; el frente que ocupaban las embarcaciones era demasiado ancho como para rodearlo. Aminoró la velocidad y zigzagueó entre la primera oleada de cascos.
La hembra de Megalodon ascendió de las profundidades del Pacífico, pero su boca abierta no alcanzó la Zodiac; su ancho lomo, en cambio, golpeó la lancha de goma y envió la embarcación a cinco metros de altura. Heller y Danielson salieron despedidos como muñecos de trapo y cayeron al océano, cada uno a un lado del monstruo.
El ataque de la hembra provocó una reacción en cadena. Dos de los barcos de pesca que se acercaban se desviaron bruscamente hacia las embarcaciones situadas a su costado y crearon con ello dos frentes separados. Entre las demás embarcaciones se impuso el caos. Olvidaron las normas de navegación en aras del sentido de autoconservación.
Los gritos rasgaron el aire mientras los pilotos intentaban virar y poner proa a tierra frenéticamente, sin señalar la maniobra, pero con ello solo conseguían abordar a las embarcaciones que tenían detrás.
Los ocho helicópteros de periodistas que quedaban descendieron a veinte metros de la flotilla y su presencia contribuyó a la confusión.
Danielson emergió en la superficie, escupió agua de mar entre toses y echó a nadar hacia el barco de recreo más cercano, una motora de diez metros sobrecargada con diecisiete pasajeros y un perro perdiguero de pelaje dorado. Incapaz de alcanzar con la mano un punto de agarre desde el cual encaramarse a bordo, se apoyó en el casco. Los pasajeros no lo veían y el estruendo de los helicópteros les impedía oír sus gritos de socorro. Entonces vio la escalerilla y nadó hacia ella impulsándose con las piernas.
Las fauces cavernosas aparecieron desde abajo sin previo aviso y arrastraron a Danielson bajo el agua. El hombre tuvo tiempo de asirse a la escalerilla en un último gesto y se aferró al aluminio, negándose a soltarse. Sus piernas, segadas a la altura de las rodillas, escaparon de la boca del monstruo mientras de las heridas abiertas manaba la sangre, que las hélices del bote esparcían en todas direcciones.
Los sentidos del Megalodon perdieron el rastro de la presa. Confundida por la nube de sangre, la hembra se sumergió para volver a situarse.
Danielson soltó un alarido, agarrado todavía a la escalera. Por fin, los pasajeros lo oyeron, corrieron a ayudarlo y lo izaron por las muñecas hasta dejarlo tendido sobre el yugo de popa.
El Megalodon alzó la cabeza del agua en vertical, alargó las mandíbulas abiertas por encima de la popa de la embarcación y sus dientes atraparon delicadamente a Danielson arrojando su cuerpo herido al aire, por encima de su boca abierta. Como un perro que cogiera una galleta, el tiburón de veinte metros atrapó a su presa en el aire, cerró las mandíbulas con fuerza sobre Danielson y engulló sus restos. Luego desapareció de nuevo bajo las olas antes de que los testigos, petrificados, tuvieran ocasión de iniciar los primeros gritos de protesta.
Los pilotos de los ocho helicópteros de los equipos móviles que sobrevolaban el lugar del encuentro en formación cerrada, trazando círculos a unos quince metros de las olas, dieron muestras de pánico al apreciar por primera vez las enormes dimensiones del Megalodon. Su reacción inmediata fue situarse a una altitud más segura.
Ocho palancas de mando fueron accionadas a la vez y ocho juegos de palas ascendieron hacia el mismo espacio.
Tanto miedo les producía el monstruo de abajo que no prestaron la menor atención al peligro que llegaba de arriba.
Dos helicópteros se elevaron en direcciones que se cruzaban y las palas de sus rotores tropezaron e iniciaron una reacción cataclísmica. La metralla volante salió despedida hacia las palas de los otros aparatos, violando su espacio aéreo. En cuestión de segundos, los ocho helicópteros chocaron entre ellos o recibieron el impacto de fragmentos de los otros, que les destrozaron los rotores. Como bolas de fuego, los aparatos estallaron de dos en dos y esparcieron una lluvia de metal, gasolina y pedazos de cuerpo humano sobre el concurrido mar.
A quince metros bajo la carnicería, el depredador daba vueltas en círculos, lentamente, y lanzaba bocados a los restos que se hundían, tratando de distinguir la comida con sus poderosos sentidos.
El hambre estimulaba a la fiera y la volvía voraz.