MASAO
Jonás se acomodó en la silla de bambú y levantó la vista hacia la puesta de sol que besaba el horizonte del Pacífico. Masao Tanaka había construido su casa en las montañas de Santa Lucía, en el valle de Big Sur, en California. La brisa fresca del océano y la espléndida panorámica resultaban embriagadoras y relajaron a Jonás por primera vez desde hacía mucho tiempo.
Los Tanaka lo habían invitado a pasar la noche allí. Terry, a petición de su padre, estaba en la cocina preparando una fuente de langostinos para la barbacoa. Masao salió de la casa, comprobó el funcionamiento de la parrilla a gas y, tras rodear la piscina, se sentó al lado de Jonás.
—Terry dice que la cena no tardará. Espero que tengas hambre, porque mi hija es una cocinera excelente.
Jonás miró a su sonriente amigo:
—Seguro que sí. Ahora, hablame del estanque, Masao. Para empezar, ¿qué te impulsó a construirlo? ¿Y por qué dices que quizá no se termine nunca?
Masao cerró los ojos y llenó los pulmones en una profunda inspiración.
—¿Hueles ese aire marino tan fragante? Hace que uno valore la naturaleza, ¿verdad?
—Sí.
—Ya sabes que mi padre era pescador. En Japón, me llevaba en la barca con él casi todas las mañanas. Supongo que no tenía otra opción. Mi madre murió cuando yo solo tenía cuatro años y mi padre no tenía a nadie más que lo ayudara a cuidarme.
»A los seis años, nos trasladamos a Norteamérica para vivir en San Francisco con unos parientes. Cuatro meses después, la aviación japonesa atacó Pearl Harbor y todos los orientales fuimos encerrados en campos de detención. Mi padre era un hombre muy orgulloso y jamás pudo aceptar su encarcelamiento, que le impedía ir a pescar y desarrollar una vida normal. Una mañana, decidió morir, sin más. Me dejó totalmente solo, encerrado en un campo de detención en un país extranjero, sin saber hablar ni entender una palabra de inglés.
—¿Estabas completamente solo?
—Sí, Jonás —confirmó Masao con una sonrisa—. Hasta que vi mi primera ballena. Desde las puertas del campo, las veía saltar. Las jorobadas me hacían compañía y ocupaban mis pensamientos. Eran mis únicas amigas. —Cerró los ojos un momento, sumido en profundos pensamientos—. ¿Sabes?, los americanos son gente muy curiosa: uno puede sentirse detestado por ellos en un momento y, al instante, ser querido y respetado. Al cabo de dieciocho meses fui liberado y adoptado por mi familia norteamericana, David y Kiku Gordon. Fui muy afortunado: mis padres adoptivos me querían, me cuidaban y me llevaban a la escuela. Pero cuando me sentía triste, eran las ballenas las que me sacaban de la depresión.
—Ahora entiendo por qué este proyecto significa tanto para ti.
—Aprender cosas de las ballenas es muy importante; en muchos aspectos, son superiores al hombre. Pero capturarlas y encerrarlas en pequeños acuarios y obligarlas a realizar estúpidos números circenses para ganarse sus raciones de comida es una gran crueldad. Este estanque permitirá estudiarlas en un ambiente natural. El canal permanecerá abierto para que los animales puedan entrar y salir a voluntad. Se acabaron las piscinas demasiado pequeñas. Yo, que he estado encerrado, sería incapaz de hacerle lo mismo a nadie. Jamás. —Masao cerró los ojos otra vez—. Los humanos podrían aprender mucho de las ballenas, ¿sabes, Jonás?
—¿Y por qué dices que quizás el estanque no se inaugure nunca?
—Pasé tres años buscando financiación para el proyecto, pero ningún banco de Estados Unidos quiso apoyar mis sueños. Finalmente, encontré al JAMSTEC. Esa gente no tiene el menor interés en el proyecto; solo quiere comprar mis unidades UNIS para estudiar los movimientos sísmicos. Parecía un buen trato: ellos accedían a financiar el estanque y el Instituto Tanaka accedía a trabajar en el proyecto UNIS/FOSA DE LAS MARIANAS. Pero desde que los aparatos han empezado a fallar, el JAMSTEC ha cortado todas las aportaciones.
—El estanque se terminará, Masao. Descubriremos qué ha sucedido.
—¿Qué crees tú que ha pasado? —Masao miró a Taylor con ojos desmesuradamente abiertos, en busca de respuestas.
—Con sinceridad, Masao, no lo sé. Puede que DeMarco tenga razón, que los robots UNIS se anclaran demasiado cerca de la pared de la sima. Pero no puedo concebir una roca capaz de aplastar así el titanio. —Jonás, tú y yo somos amigos. Taylor miró al científico: —¡Por supuesto!
—Bien. Yo te he contado mi historia; ahora, cuéntale la verdad a tu viejo amigo Tanaka. ¿Qué te sucedió en la fosa de las Marianas?
—¿Qué te hace pensar que estuve en las Marianas?
Masao sonrió con ironía.
—¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Diez años? Has dado media docena de conferencias, por lo menos, en mi instituto. ¿Y ahora me subestimas? Yo también tengo contactos en la Marina, ¿sabes? Ya sé lo que ellos cuentan del asunto; ahora, quiero oír tu versión.
Jonás cerró los ojos.
—Está bien, Masao. De todos modos, parece que ya se ha filtrado la historia. Íbamos tres a bordo de un nuevo sumergible de grandes profundidades, el Seacliff. Yo era el piloto; los otros dos tripulantes eran científicos de la Marina. Hacíamos mediciones de las corrientes de las profundidades en la fosa para determinar si se podían enterrar en condiciones seguras en la sima Challenger los residuos de plutonio de las centrales nucleares. —Abrió los ojos y continuó—: Calculo que estábamos a mil trescientos metros del fondo. Era mi tercer descenso en ocho días; demasiados, realmente, pero era el único piloto cualificado. Mis compañeros de a bordo estaban ocupados en sus pruebas y yo iba mirando por la portilla, contemplando el abismo negro, cuando creí ver algo que daba vueltas en círculo, más abajo.
—¿Qué viste en la oscuridad, Jonás?
—No estoy seguro, pero parecía brillar, totalmente blanco. Era muy grande. Al principio pensé que podía ser una ballena, pero sabía que era imposible. Después desapareció. Imaginé que había sido una alucinación.
—¿Y qué sucedió entonces?
—Yo… A decir verdad, Masao, no estoy seguro. Recuerdo haber visto una cabeza enorme o, al menos, eso creí.
—¿Una cabeza?
—Triangular. Monstruosa. Toda blanca. Dicen que me entró pánico, que solté todo el lastre que llevaba el sumergible y volví como un cohete a la superficie, sin descompresión ni nada… ¡Una crisis de pánico, simplemente!
—Jonás, esa cabeza… ¿era el Megalodon del que hablaste en la conferencia?
—Sí. Supongo que esa ha sido mi teoría todos estos años.
—¿Te persiguió la criatura?
—No, al parecer, no. Yo perdí el sentido como los demás.
—Los dos murieron.
—Sí.
—¿Qué te pasó a ti?
—Pasé tres semanas en un hospital. —Jonás se frotó los ojos con cansancio—. Después, estuve varios meses bajo tratamiento psiquiátrico. No fue una de mis mejores épocas.
—¿Crees que esa criatura ha destrozado nuestros robots UNIS?
—No lo sé. Lo cierto es que he empezado a dudar de mis propios recuerdos del suceso. Si lo que vi era un Megalodon, ¿cómo pudo desaparecer sin más? Lo tenía allí abajo, ante mis ojos, y de pronto… ¡puf!, desapareció.
Masao se recostó en el respaldo de su asiento y cerró los ojos.
—Seguro que viste algo, Jonás, pero no creo que fuera un monstruo. D. J. me ha contado que hay extensiones enormes de gusanos de tubo. Miles de brillantes gusanos en la oscuridad, todos blancos. Tú nunca llegaste al fondo de la sima, ¿verdad?
—No. Masao.
—D. J. si lo hizo. Ese chico está entusiasmado. Dice que es como estar en el espacio. Jonás, yo creo que lo que viste fue una enorme agrupación de gusanos de tubo. Me parece que las corrientes los pusieron fuera de tu campo de visión y por eso tuviste la impresión de que desaparecían. Estabas cansado y mirabas la oscuridad cerrada. La Marina te había forzado demasiado; tres descensos en ocho días es demasiado. Y desde entonces has pasado siete años de tu vida elaborando hipótesis sobre cómo tales monstruos podrían vivir todavía.
Jonás permaneció sentado en silencio. Masao se inclinó hacia delante y posó una mano en su hombro.
—Amigo mió, necesito tu ayuda. Y creo que quizás es hora de afrontar tus miedos. Quiero que vuelvas a la fosa de las Marianas con D. J., pero esta vez descenderás hasta el fondo. Verás esas extensiones de gusanos de tubo con tus propios ojos. Hace tiempo eras un gran piloto y estoy convencido de que sigues siéndolo. No puedes vivir con miedo el resto de tu vida.
En los ojos de Jonás empezaban a formarse unas lágrimas.
—Está bien, Masao. Volveré a bajar. —Contuvo una carcajada—. Vaya, tu hija va a molestarse mucho. Quiere ser el otro piloto, ¿sabes?
Masao asintió con gravedad.
—Lo sé. D. J. también dice que es buena, pero muy emotiva. Y, a once mil metros de profundidad, uno ha de ser sumamente cauto, ¿no? Mi hija tendrá su oportunidad en otros descensos, pero no será en esta boca del infierno.
—Estoy de acuerdo.
—Bien. Cuando todo esto haya terminado, amigo mío, vendrás a trabajar conmigo en el estanque, ¿de acuerdo?
—Ya veremos —fue la sonriente respuesta de Jonás.
Masao esperó hasta después de la cena para contarle sus planes a Terry. Jonás se disculpó y abandonó la cocina camino del salón mientras la conversación en japonés iba calentándose. No tenía idea de lo que decían, pero era evidente que Terry Tanaka estaba furiosa.