MONTERREY

Terry lo vio cruzar el asfalto desde el aparcamiento hasta el lugar donde ella se encontraba.

—Buenos días, profesor —le dijo, elevando el tono de voz—. ¿Qué tal la cabeza? —añadió con una sonrisa.

Jonás se cambió de hombro el macuto.

—Baja la voz —dijo. Observó el avión con recelo—. No me dijiste que era tan… tan pequeño.

—No lo es. Para tratarse de un Beechcraft. —Terry estaba realizando las comprobaciones previas al vuelo. El avión era un biturbo con el logotipo de una ballena y las letras «I.O.T.» pintadas en el fuselaje.

Jonás dejó el macuto en el suelo y miró a su alrededor.

—¿Dónde está el piloto?

Con los brazos en jarras, Terry le sonrió.

—¿Tú? —exclamó él.

—¡Oh, vamos!, no empieces otra vez con ese rollo. ¿No irás a montar una pataleta?

—No, es solo que…

Terry volvió a concentrarse en la inspección.

—Para tu tranquilidad, te diré que llevo seis años pilotando —comentó.

Jonás asintió, inquieto. Saberlo no le hacía sentirse más seguro. Solo más viejo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la muchacha mientras él intentaba ajustarse el cinturón de seguridad. Jonás estaba un poco pálido. No había dicho una palabra desde que había subido al avión—. Si prefieres sentarte atrás, hay espacio para acostarse. Las bolsas para el mareo están en la bolsa lateral —añadió con una sonrisa.

—Estás pasándotelo en grande.

—No pensaba que un piloto de sumergibles experimentado como tú fuera tan impresionable.

—Supongo que estoy acostumbrado a llevar yo los mandos. Despega de una vez, y sentado aquí delante estaré bien.

Sus ojos estudiaron de forma impulsiva los cuadrantes y medidores del panel de control. La cabina era un poco estrecha y el copiloto, en su asiento, quedaba casi encajado contra el parabrisas.

—No se puede retirar más —le dijo Terry cuando lo vio buscar una palanca para ajustar el asiento.

—Necesito un vaso de agua.

La muchacha observó sus manos temblorosas y lo miró a los ojos.

—Atrás, en el armario verde.

Jonás se puso en pie y volvió a la cabina de pasajeros con paso vacilante.

—Hay cerveza en el frigorífico —gritó ella. Jonás abrió la cremallera del macuto, buscó el botiquín y sacó un frasco de medicina ámbar lleno de píldoras amarillas. Para la claustrofobia. El médico le había diagnosticado el problema después del accidente. Era una reacción psicosomática a la tensión que había soportado. Un piloto de sumergibles claustrofóbico era tan inútil como un buzo con vértigo. Son cosas totalmente incompatibles.

Engulló dos píldoras con agua de un vaso de papel. Contempló su mano temblorosa y estrujó el vaso entre los dedos. Cerró los ojos un momento y respiró profundamente. Cuando abrió los párpados, despacio, y miró de nuevo el vaso aplastado en la palma de la mano, ya no temblaba.

—¿Estás bien? —preguntó Terry a través de la puerta de la cabina.

Jonás dirigió la vista hacia ella:

—Ya te he dicho que sí.

—Hablale a mi padre para que me permita seguir a D. J. en el segundo Abyss Glider

—Paso. —Jonás no apartó la mirada del cristal.

—¿Porqué?

—En primer lugar, no te he visto nunca pilotar un submarino, lo cual es muy distinto a llevar un avión. Ahí abajo hay mucha presión…

—¿Presión? ¿Quieres presión? —Terry se había hartado. Tiró de la palanca de dirección y forzó al Beechcraft a dar una serie de giros ceñidos de trescientos sesenta grados para, a continuación, poner el pequeño reactor en un picado vertiginoso.

El aparato se equilibró a quinientos metros del suelo mientras Jonás vomitaba en el tablero de mandos.