DESCENSO

D. J. ya estaba en el agua. Su Abyss Glider II ya se hallaba a siete metros bajo la superficie cuando Jonás apareció en cubierta con su traje isotérmico. Había tomado un desayuno ligero y un par de píldoras amarillas para el descenso. Llevaba otras dos en el bolsillo del hombro pero, a pesar de las pastillas, se sentía inquieto.

Desde el gran cabrestante de popa del Kiku, pendía un cable de acero sujeto a la «pinza» del brazo mecánico del sumergible de D. J. Capturar el gancho del final del cable había resultado más difícil de lo previsto y el muchacho había luchado con él durante casi media hora hasta que se vieron obligados a enviar un hombre rana al agua para asegurarlo bien a la pinza.

A ambos lados del barco de superficie había otros dos cabrestantes de menores dimensiones, diseñados solo para botar al agua los Abyss Glider y para recuperarlos tras la misión. Uno de ellos sostenía el sumergible de Jonás, que era bajado lentamente al mar, cada vez más revuelto. Dos hombres rana, de pie sobre el sumergible suspendido en el aire, escoltaban su descenso. El cabrestante principal de popa se utilizaría únicamente para desenrollar el cable de acero del Glider de D. J., que serviría para recuperar el robot UNIS dañado.

Tendido boca abajo en la cápsula, Jonás presenció cómo los buceadores soltaban los cables que habían depositado el sumergible en el agua. Vio a Terry, que lo miraba desde la borda del Kiku, y la imagen de la muchacha se desvaneció cuando el agua se cerró a su alrededor. Uno de los hombres rana dio unos golpecitos en el morro de lexan y le indicó con el pulgar hacia arriba que todo estaba en orden. El AG-II quedó libre. Jonás puso en marcha los motores gemelos, movió la palanca de dirección hacia delante y ajustó los alerones centrales para dirigir el sumergible hacia abajo.

El vehículo respondió al momento. Jonás notó el sumergible mucho más pesado, incluso más torpe, quizá, que el ligero AG-I cuyas pruebas de inmersión había efectuado años antes. Con todo, ninguno de los sumergibles que Jonás había pilotado en su vida podía compararse con el diseño del Abyss Glider. Jonás encontró a D. J. a diez metros de profundidad y comprobó que tenía el cable de recuperación del UNIS bien sujeto a la pinza del brazo mecánico del sumergible.

Establecieron contacto visual y D. J. sonrió y deseó buena suerte a Jonás con un gesto.

—La era anterior a la belleza, profesor —le llegó su voz por la radio. El muchacho lo tuteaba, pero lo trataba con respeto.

Jonás movió la palanca hacia delante y el Glider inició el descenso. D. J. lo siguió con el cable a rastras.

Descendían en un ángulo de treinta grados, trazando una lenta espiral. Al cabo de unos minutos, la luz del sol se difuminó en un gris intenso y, por último, se hizo la oscuridad total. Jonás comprobó el indicador: apenas cuatrocientos metros. Descender en la posición boca abajo que requería el Abyss Glider le resultaba extraño. De no ser por los correajes, el cuerpo se le habría escurrido hacia delante y la cabeza habría topado con el interior del morro transparente. «Relájate y respira —se susurró a sí mismo—. Te queda un largo camino por delante».

—¿Va todo bien, Taylor? —La voz del doctor Heller por la radio tenía cierto aire insinuante. Jonás se dio cuenta de que Frank estaba encargado de controlar los signos vitales de los dos pilotos. Debía de haber observado el aumento del ritmo cardíaco en el monitor de la consola.

—Sí, estoy bien —respondió. Inspiró hondo, intentó concentrarse en el vacío que tenía ante él y reprimió el impulso de encender el foco. Con ello no haría sino malgastar baterías.

Ante sus ojos empezaron a aparecer extrañas criaturas marinas que brillaban tenuemente mientras nadaban en la oscuridad. «Animales abisopelágicos», susurró, en referencia a aquel grupo único de peces, calamares y crustáceos.

Observó una anguila de algo más de un metro que nadaba delante de él. Decidida a atacar a aquel enemigo de tamaño superior, la anguila abrió la boca como si quisiera engullir la cápsula transparente: desencajó las mandíbulas y las extendió, dejando a la vista unas hileras de amenazadores dientes, afilados como agujas. Jonás dio unos golpecitos en el plástico y la anguila se alejó velozmente, en silencio. Miró a la izquierda: un pejesapo de las profundidades nadaba en círculos en las cercanías con una extraña luz sobre la boca. Jonás sabía que la especie poseía una espina modificada que resplandecía, en efecto, como el abdomen de una luciérnaga. Los pececillos tomaban la luz por comida y nadaban directamente hacia ella, de cabeza a la boca abierta del pejesapo.

Jonás no se había dado cuenta del frío que se iba adueñando de él. Consultó el termómetro: cinco grados en el exterior. Ajustó el termostato para calentar la cápsula.

En ese instante, sucedió. Una oleada de pánico atenazó su estómago y le estrelló la cabeza contra el plástico. Era una sensación solo comparable a la de estar enterrado con vida en un ataúd, incapaz de ver nada e incapaz de escapar. Empezó a sudar por todos los poros de la piel, su respiración se hizo irregular y se dio cuenta de que estaba hiperventilándose. Buscó las dos píldoras pero, temeroso de sufrir una sobredosis, se decidió por conectar las luces exteriores del sumergible.

El haz de luz no reveló otra cosa que más negrura, pero sirvió a su propósito: orientar de nuevo al piloto. Jonás hizo una profunda inspiración y se enjugó el sudor de los párpados. Bajó la calefacción y el aire más fresco le sentó bien. D. J. lo llamaba por radio.

—¿A qué viene esa luz, doc? Tenemos órdenes estrictas.

—Solo las compruebo para estar seguro de que funcionan. ¿Cómo vamos ahí atrás?

—Bien, supongo. El condenado cable está enrollado alrededor del brazo mecánico. Está como suele ponerse el cordón del teléfono en mi casa.

—D. J., si es un problema, deberíamos volver y…

—No es necesario, doc. Lo tengo bajo control. Cuando lleguemos al fondo, daré unas cuantas vueltas al brazo y lo desenrollaré.

Pese a su tono optimista, Jonás captó la tensión en la voz del joven piloto.

Jonás llamó a DeMarco.

—Al, D. J. dice que el cable se enreda en el brazo mecánico. ¿Podéis hacer algo ahí arriba para aliviar una parte de la presión?

—No. D. J. tiene controlado el problema. Nosotros nos encargamos; tú, concéntrate en lo que haces. Cambio y fuera.

Jonás consultó el reloj. Llevaban tres cuartos de hora de descenso. Se frotó los ojos e intentó estirar la parte inferior de la espalda dentro del apretado arnés de cuero.

La cápsula resultaba estrecha y le recordaba la ocasión en que había tenido que someterse a noventa minutos en la MRI. La enorme máquina estaba situada a escasos centímetros de su cabeza y era una espada de Damocles que esperaba el momento de aplastarle el cráneo. Allí, el mortecino resplandor rojo del panel de control había sido lo único que le proporcionaba un sentido de dirección y le salvaba de la locura. Jonás notó que lo asaltaban de nuevo los ya conocidos síntomas de la claustrofobia pero esta vez resistió el impulso de conectar de nuevo los siete mil quinientos vatios del foco de búsqueda. Sus ojos escrutaron el húmedo interior de lexan del cubículo del piloto. La presión del agua que lo rodeaba era de mil doscientos kilos por centímetro cuadrado. Contempló la oscuridad y notó que le recorría un escalofrío de miedo. Estaba bajando a once mil metros. Más de lo que había alcanzado nunca.

Notó una ligera sensación de vértigo que esperaba que tuviera más que ver con la mezcla de aire del sumergible, rica en oxígeno, que con su medicina. Su mirada alteraba la visión del agua negra como la tinta con las lecturas del panel de control. La temperatura del océano era de cuatro grados… ¡y subiendo! Cinco grados, seis…

Abrió el circuito de la radio.

—Ya llegamos, D. J.

—Vamos a entrar en las corrientes tropicales, doc. Cuando pasemos sobre las chimeneas va a hacer mucho calor. ¡Eh! ¿Has visto ese racimo de gusanos de tubo ahí abajo?

—¿Dónde? —Jonás se concentró pero no vio nada. —A las dos —indicó D. J.—. Espera. La neblina que expelen las chimeneas debe de ocultártelo.

Jonás notó los latidos del corazón en los oídos. ¡La neblina de las emisiones de las chimeneas! Parecía una nube de contaminación suspendida sobre una acería, pero en la fosa los gruesos depósitos de minerales formaban una capa sobre el fondo marino. Por eso había desaparecido la imagen blanca ante sus ojos, siete años atrás. ¡Camuflado por la oscuridad, los depósitos de minerales y el humo negro le habían impedido la visión!

—¡Taylor! —la voz de Heller le apartó de sus pensamientos—. ¿Qué sucede? Tu monitor cardíaco acaba de salirse de la escala.

—Estoy bien… Un poco excitado, solo. —Jonás observó el termómetro digital. La lectura seguía subiendo. Diez grados, quince… y continuaba aumentando. Treinta. Habían entrado de pleno en la capa cálida del cañón, calentada por los manantiales hidrotermales.

—Doc, conecta el foco de búsqueda. Tienes que evitar el contacto directo con el agua que brota de esas chimeneas. Está tan caliente que podría fundir alguna juntura cerámica.

—Gracias por el aviso, D. J.

Jonás pulsó el interruptor y la luz iluminó la boca de docenas de chimeneas, de unos diez metros de altura. Humeros negros. Jonás conocía bien aquellas extrañas estructuras geológicas. Cuando el agua sobrecalentada de las fuentes hidrotermales salía desde el manto terrestre, depositaba azufre, cobre, hierro y otros minerales a los lados de las grietas del fondo marino. Con el tiempo, los depósitos producían chimeneas parecidas a volcanes delgados que se alzaban del lecho. El agua que manaba de estos altos conductos era negra debido a su alto contenido en azufre y a ello debían su nombre: humeros negros.

Jonás maniobró con el sumergible entre dos de las torres humeantes y, al pasar por la nube oscura, se quedó prácticamente sin visibilidad. La temperatura subió aceleradamente hasta los ciento diez grados y, por fin, dejó la zona atrás y los siete mil quinientos vatios del foco abrieron un camino en las aguas negras, ahora transparentes.

Jonás Taylor abrió los ojos como platos, asombrado ante lo que veía. D. J. tenía razón. Había entrado en un mundo diferente.