EL MACHO
Terry Tanaka, Frank Heller y Alphonse DeMarco casi se cayeron de la silla, partiéndose de risa. Jonás escuchó sus carcajadas incontrolables por la radio y, durante un segundo, consideró seriamente la posibilidad de estrellarse contra la pared de la sima.
—Siento mucho haberme reído, hombre —dijo por fin D. J.—. Si quieres reírte tú de mi estupidez, echa un vistazo al brazo mecánico de mi Glider.
Jonás lo hizo, y vio que el cable de acero se había enroscado en una docena de lazos caóticos en torno a los dos metros de extremidad mecánica, hasta el punto de que esta apenas resultaba visible bajo el cable.
—Eso no tiene nada de gracioso. Tendrás que hacer muchas maniobras para desenredarte y quedar libre.
—No te preocupes. Puedo hacerlo. Tú ocúpate de despejar esas rocas.
—¡Taylor! —la voz de DeMarco le llegó por los auriculares—. Quizá creíste ver una estrella de mar de veinte metros…
Jonás escuchó la risa aguda de Terry. Bajó el brazo mecánico e intentó concentrarse en el trabajo que tenía ante sí.
Notaba que le hervía la sangre y unas gotas de sudor le resbalaban por las mejillas. En pocos minutos, había despejado de obstáculos la zona circundante del robot UNIS.
—Buen trabajo, doc. —D. J. hacía girar el brazo mecánico muy despacio, girando en pequeños círculos en sentido contrarío al de las agujas del reloj. Poco a poco, el cable de acero empezó a soltarse del apéndice extendido.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Jonás. —No, me va bien así. Mantente a la espera. Jonás equilibró el Abyss Glider a siete metros del fondo. Masao tenía razón, todos ellos la tenían. Había sufrido una alucinación, había permitido que su imaginación se disparara en el abismo y, con ello, había violado una de las reglas fundamentales de la exploración a grandes profundidades. Un error, una simple pérdida de concentración, había costado la vida de sus compañeros de equipo y su reputación como acuanauta.
¿Qué le quedaba ahora? Pensó en Maggie. Querría el divorcio, sin duda. Jonás era un estorbo. Había recurrido a su propio amigo, a Bud Harris, en busca de amor y apoyo mientras él, Jonás, construía toda una nueva carrera para sí sobre la base de una alucinación. Esta nueva inmersión en la sima Challenger en busca de la prueba de la existencia del Megalodon lo convertiría en el hazmerreír del mundillo paleontológico. ¡Una estrella de mar, por el amor de Dios…!
Blip.
El sonido lo pilló desprevenido. Localizó el radar.
Había aparecido un punto rojo en la representación del terreno abisal. El plano indicaba que la fuente de la perturbación se aproximaba deprisa.
Blip, blip, blip, blip…
Jonás notó que se le aceleraba el corazón. Fuera lo que fuese, ¡era grande!
—D. J., mira en el radar —indicó a su compañero.
—El radar… ¡Ostras! ¿Qué demonios es eso?
—¡DeMarco!
Alphonse DeMarco había dejado de reírse:
—Aquí también lo vemos —dijo—. ¿D. J. ha sujetado el cable, ya?
Jonás miró hacia el sumergible. El brazo mecánico seguía girando, ahora más deprisa, e intentaba liberarse de los últimos anillos.
—No, todavía no. ¿Qué tamaño le calculáis a ese objeto?
—Relájate, Jonás. Ya sé qué piensas, pero DeMarco dice que probablemente estáis viendo un cardumen de peces.
Jonás contempló el radar, escéptico. El objeto parecía encaminarse directamente hacia ellos, como si los sumergibles fueran balizas que lo atraían.
—¡D. J., detén el brazo! —ordenó Jonás.
—¿Eh? Ya estoy casi…
—¡Desconéctalo todo, todos los sistemas! ¡Hazlo ahora mismo! —Jonás cortó la energía del vehículo y el foco de siete mil quinientos voltios se apagó—. D. J., si el objeto es un Megalodon, viene hacia aquí a causa de las vibraciones e impulsos eléctricos de nuestros sumergibles. ¡Apaga el motor!
A D. J. se le aceleró el corazón. Pulsó el botón y el brazo mecánico dejó de girar.
—¿Qué debo hacer, Al?
—Taylor está loco. Asegura el cable y largaos de ahí.
—D. J.… —Jonás dejó la frase a medias. Sus ojos distinguieron el objeto que nadaba a su alrededor a menos de quinientos metros de distancia. Brillaba.