EL PROFESOR
8 DE NOVIEMBRE DE 1997 19:42 HORAS.
Instituto Scripps, Anderson Auditorium.
La Jolla, California.
—Imaginen un gran tiburón blanco que midiera entre quince y veinte metros y pesara cerca de veinte toneladas. ¿Son capaces de imaginarlo? —El profesor Jonás Taylor miró a su audiencia, de casi seiscientas personas, e hizo una breve pausa para atraer la atención general—. A mí también me cuesta, a veces, pero tal monstruo existió. Solo su cabeza era, probablemente, más grande que una furgoneta Dodge Ram. Sus mandíbulas podrían haber atrapado y engullido a cuatro hombres adultos a la vez. Y qué decir de los dientes: afilados como cuchillas, de dieciocho a veintidós centímetros de longitud, con los bordes aserrados de un cuchillo para carne de acero inoxidable.
El paleontólogo sabía que había captado la atención de los asistentes. A sus cuarenta y dos años, hacía varios que había regresado al instituto. Aunque no había imaginado que acabaría pronunciando conferencias ante una audiencia tan numerosa. Jonás sabía que sus teorías eran controvertidas y que entre los asistentes tenía tantos detractores como defensores. Se aflojó un poco el cuello de la camisa e intentó relajarse.
—La siguiente diapositiva, por favor. ¡Ah! Aquí tenemos una representación a escala de un submarinista de un metro ochenta junto un gran tiburón blanco de cinco metros y nuestro Carcharodon Megalodon, de veinte. Creo que esto nos proporciona una idea bastante exacta de por qué los científicos se refieren a esa especie como el rey de todos los depredadores.
Jonás cogió el vaso de agua y tomó un sorbo.
—Los dientes fosilizados recogidos por el mundo demuestran que esta especie dominó los océanos durante setenta millones de años. Pero lo realmente interesante es que tenemos constancia de que sobrevivió a los cataclismos que se produjeron hace unos cuarenta millones de años, cuando perecieron los dinosaurios y la mayoría de especies de peces prehistóricos. De hecho, hay dientes de Megalodon que indican que estos depredadores desaparecieron hace solo cien mil años. Desde la perspectiva geológica, eso es un abrir y cerrar de ojos.
Un estudiante graduado de veintiséis años levantó la mano.
—Profesor Taylor, si estaban vivos hace cien mil años, ¿por qué se extinguieron?
Jonás respondió con una sonrisa:
—Ese, amigo mío, es uno de los grandes misterios del mundo de la paleontología. Algunos científicos creen que el elemento principal de la dieta del animal había sido los peces grandes de movimientos lentos y que no pudieron adaptarse a las especies, más pequeñas y veloces, que existen hoy día. Según otra teoría, el descenso de temperatura del agua oceánica contribuyó a la desaparición de la especie.
Un hombre mayor levantó la mano desde su asiento de la primera fila. Jonás lo reconoció. Era un antiguo colega de Scripps. Un antiguo crítico.
—Profesor Taylor, creo que nos gustaría oír cuál es su teoría de la desaparición del Carcharodon Megalodon.
Unos murmullos de aprobación siguieron a estas palabras. Jonás se aflojó el cuello de la camisa un poco más. Rara vez llevaba traje y aquel, con sus dieciocho temporadas ya, había visto días mejores.
—Quienes entre ustedes me conocen o siguen mi trabajo saben que mis opiniones difieren de las de la mayoría de paleontólogos. Numerosos especialistas en mi campo pierden mucho tiempo elaborando teorías de por qué no existe una especie en particular. Yo prefiero plantear por qué una especie que parece extinta podría no estarlo.
Su interlocutor de la primera fila se puso en pie.
—Señor, ¿está usted diciendo que, en su opinión, el Carcharodon Megalodon puede vagar todavía por los océanos?
Taylor esperó a que se hiciera el silencio.
—No, profesor. Lo único que señalo es que, como científicos, solemos emplear un enfoque muy negativo cuando investigamos ciertas especies extinguidas. Por ejemplo, no hace tanto era opinión unánime entre los científicos que el celacanto, una especie de pez con aletas lobuladas que perduró durante trescientos millones de años, se había extinguido hace setenta millones. Pero en 1938 un pescador sacó un celacanto vivo de las profundas aguas oceánicas frente a Sudáfrica. Ahora, los científicos observan metódicamente a estos «fósiles vivientes» en su habitat natural.
El profesor oyente se levantó otra vez entre murmullos de los asistentes.
—Profesor Taylor, todos conocemos el episodio del descubrimiento del celacanto, pero hay mucha diferencia entre un pez de metro y medio que se alimenta en los fondos marinos y un depredador de veinte metros.
Jonás consultó el reloj y advirtió que era tarde y se estaba extendiendo demasiado.
—Sí, profesor, estoy de acuerdo, pero yo solo decía que prefiero investigar las posibilidades de supervivencia de una especie, en lugar de buscar las razones que llevaron a su extinción.
—Y yo vuelvo a preguntarle, señor, cuál es su opinión acerca del Megalodon.
Se oyeron más murmullos. Jonás se enjugó el sudor de la frente; Maggie lo iba a matar.
—Muy bien. En primer lugar, estoy en absoluto desacuerdo con la teoría que considera al Megalodon incapaz de capturar una presa más rápida. Hemos observado que la aleta caudal del gran tiburón blanco, el primo moderno del Megalodon, es el diseño más eficaz para propulsar un cuerpo por el agua. Sabemos que existían hace cien mil años y entonces, como en la actualidad, el depredador habría tenido una abundante provisión de cetáceos de movimientos más lentos de los que alimentarse.
»En cambio, comparto la idea de que el descenso de las temperaturas oceánicas afectó a esos animales. ¿Puede pasar a la siguiente diapositiva, por favor? Lo siento, una más.
Arriba apareció una diapositiva en la que se mostraban distintas partes del planeta.
—Como vemos en estos mapas, las masas continentales de nuestro planeta se mueven constantemente como resultado del desplazamiento de siete grandes placas tectónicas. Este mapa —Jonás señaló el centro del diagrama— muestra el aspecto de la Tierra hace más de cuarenta millones de años, durante el Eoceno. Como vemos, la masa de tierra que se convertiría en la Antártida se separó de América del Sur por esa época y derivó hacia el polo Sur. Al desplazarse hacia los polos, los continentes perturbaron la circulación del calor oceánico; en pocas palabras, una tierra que perdía calor con facilidad reemplazó la masa de agua que lo conservaba. Conforme aumentaba el enfriamiento, la tierra acumulaba nieve y hielo, lo cual disminuyó todavía más las temperaturas del globo y el nivel de los mares. Como la mayoría de ustedes sabrá, el factor más importante que controla la distribución geográfica de una especia marina es la temperatura del océano.
»Pues bien, con el descenso de la temperatura del agua, las corrientes tropicales cálidas empezaron a sobrecargarse de sal y a desplazarse a mayor profundidad. Así, en resumen, las capas de agua más superficiales de los océanos eran más frías y por debajo de ellas circulaba una corriente tropical cargada de sal.
»Por la ubicación de los restos fosilizados del Megalodon, sabemos que habitaba aguas tropicales más cálidas, tal vez debido a que sus fuentes de alimento se habían adaptado al descenso de temperatura desplazándose también a las corrientes oceánicas tropicales, más profundas. También sabemos que el Carcharodon Megalodon sobrevivió a los cambios climáticos que acabaron con los dinosaurios hace unos cuarenta millones de años.
»Ahora bien, hace unos dos millones de años, nuestro planeta experimentó su última glaciación. Como verán en este diagrama, las corrientes tropicales profundas que habían proporcionado refugio a muchas especies marinas se interrumpieron de repente. Como consecuencia, la mayoría de especies de peces prehistóricos, incluido el Carcharodon Megalodon, pereció al no conseguir adaptarse a la caída extrema de las temperaturas oceánicas.
Desde su asiento, el profesor apostilló:
—Entonces, profesor Taylor, usted se inclina a pensar que el Megalodon se extinguió como resultado de los cambios climáticos… —El hombre sonrió, satisfecho de sí mismo.
—No, exactamente. Recuerde lo que he dicho: prefiero especular sobre el porqué una especie podría existir todavía. Hace unos quince años, formé parte de un equipo científico pionero en los estudios de las fosas oceánicas. Estas fosas forman la zona hadal, una parte del océano Pacífico de la cual los científicos no saben prácticamente nada. Descubrimos que tales fosas se producen en los bordes de dos placas oceánicas, donde una placa se desliza bajo la otra en un proceso que se denomina subducción. Dentro de estas fosas, de las fuentes hidrotermales emanan aguas ricas en minerales a temperaturas que en ocasiones superan los trescientos setenta grados centígrados. Así, en alguno de los puntos más profundos del Pacífico, es posible que se forme una corriente de agua tropical en el propio fondo oceánico. Y, con gran sorpresa por nuestra parte, descubrimos que las fuentes hidrotermales sustentaban nuevas formas de vida nunca antes imaginadas.
Una mujer de mediana edad se puso en pie y preguntó con voz excitada:
—¿Descubrió usted algún Megalodon?
Jonás sonrió y aguardó a que se acallaran las risas de la concurrencia:
—No, señora. Pero permítame mostrarle algo que se descubrió en 1873 y que quizá le resulte interesante. —Jonás sacó de detrás del podio una vitrina del tamaño de dos cajas de zapatos—. Lo que tengo aquí es un diente fosilizado de Carcharodon Megalodon. Buceadores y rastreadores de playas han encontrado miles de huesos fosilizados como este. Algunos tienen casi cincuenta millones de años. Este en concreto es especial porque, en realidad, no es muy antiguo. Fue recuperado por el primer barco de exploración oceánica de verdad, el HMS Challenger británico. ¿Pueden ver estos nodulos de manganeso? —Jonás indicó unas incrustaciones negras en el diente—. Análisis recientes de estas capas de manganeso indican que el dueño del diente vivió a finales del Pleistoceno o a principios del Holoceno. En otras palabras, este diente tiene apenas diez mil años de antigüedad, y fue dragado del punto más profundo de la tierra, la sima Challenger, en la fosa de las Marianas.
Los asistentes prorrumpieron en murmullos.
—¡Profesor! ¡Profesor Taylor!
Todos los ojos se volvieron hacia una mujer de origen asiático situada al fondo del auditorio. Jonás la miró y su belleza le impresionó. Había algo en ella que le resultaba familiar.
—Sí, adelante, por favor —respondió Jonás y, con un ademán, pidió silencio al público.
—Profesor, ¿sugiere usted que el Megalodon podría existir todavía?
Se hizo el silencio. Era la pregunta que el público esperaba.
—En teoría, si algunos miembros de la especie penetraron hace dos millones de años en aguas de la fosa de las Marianas, que mantienen una capa profunda de características tropicales como consecuencia de las fuentes hidrotermales, cabe la posibilidad de que una rama de la especie sobreviviera. La existencia de este fósil de diez mil años justifica, ciertamente, las posibilidades.
—¡Profesor! —Un hombre de mediana edad, a cuyo lado se sentaba un muchachito que debía de ser su hijo, levantó la mano—. Si esos monstruos existen hoy, todavía, ¿cómo es que no hemos visto ninguno?
—Buena pregunta.
Jonás hizo una pausa. Una atractiva rubia de unos treinta años, bronceada y con una figura impecable, avanzaba por el pasillo central. Su vestido de noche clásico de color topacio, dejaba a la vista unas largas piernas. Tras ella iba su acompañante, que también rondaba la treintena y llevaba esmoquin y se peinaba con una cola de caballo. La pareja ocupó los dos asientos vacíos reservados en la primera fila. Jonás recobró el dominio de sí mismo y esperó a que su esposa y su mejor amigo se acomodaran.
—Lo siento. Preguntaba usted cómo es que no hemos visto ningún Megalodon, en el supuesto que todavía exista alguno. En primer lugar, si ese animal habitara, efectivamente, en las aguas más profundas de la fosa de las Marianas, no podría abandonar esa capa cálida del fondo. La sima Challenger, en esa fosa, alcanza los once kilómetros. Por encima de la capa cálida, el agua está casi en el punto de congelación. Él no podría sobrevivir al frío durante el tiempo necesario para alcanzar la superficie.
«Asimismo, como sucede con el resto de tiburones, resulta sumamente difícil que un Megalodon, o de hecho cualquier tiburón, deje rastros de su existencia, sobre todo en el abismo. A diferencia de los mamíferos, los tiburones no flotan hasta la superficie cuando mueren, ya que sus cuerpos tienen una densidad específica mayor que la del agua de mar y su esqueleto se compone exclusivamente de cartílagos. Así, a diferencia de los dinosaurios y de muchas especies de peces con huesos, no quedan restos de Megalodon que investigar; solo sus horrendos dientes fosilizados».
Jonás captó la mirada de Maggie y le pareció que le traspasaba el cráneo.
—Otro dato acerca de la fosa de las Marianas. El hombre solo se ha aventurado a bajar al fondo en dos ocasiones; estas expediciones se realizaron en 1960 y ambas veces en batiscafo, lo cual significa que, sencillamente, bajamos a plomo y fuimos izados, sin más. La verdad es que nunca se ha efectuado una exploración de la sima. De hecho, sabemos más de muchas galaxias remotas que de esta zona aislada de dos mil kilómetros cuadrados de extensión situada en el océano Pacífico, a once kilómetros de profundidad.
Jonás miró a Maggie y se encogió de hombros. Ella se puso en pie y señaló el reloj.
—Tendrán que disculparme, señoras y señores. La charla ha durado un poco más de lo que esperaba y…
—Disculpe, doctor Taylor. Una pregunta importante… —Era la mujer asiática otra vez. Parecía perturbada—. Antes de que empezara a estudiar esos Megalodon, su interés se centraba exclusivamente en el pilotaje de sumergibles de grandes profundidades. Me gustaría saber por qué abandonó esa labor en el momento culminante de su carrera profesional. A Jonás le sorprendió lo directo de la pregunta. —Tengo mis razones— respondió y buscó entre los asistentes otra mano alzada.
—Espere un momento. —La mujer se había levantado del asiento y avanzaba por el pasillo central—. Tengo que saberlo. ¿Perdió usted los nervios, profesor? Tuvo que haber algún motivo, profesor. Lleva sin subir a un submarino… ¿cuánto tiempo? ¿Siete años?
—¿Cómo se llama usted, señorita?
—Tanaka. Terry Tanaka. Creo que conoce usted a mi padre, del Instituto Oceanográfico Tanaka.
—Sí, claro. De hecho, usted y yo nos conocimos hace algunos años, en un ciclo de conferencias.
—Exacto.
—Bien, Terry Tanaka, no puedo extenderme en detalles ahora; digamos solo que decidí retirarme del pilotaje de sumergibles de grandes profundidades para poder pasar más tiempo investigando especies prehistóricas como el Megalodon. —Jonás recogió sus notas—. Si no hay más preguntas…
—¡Doctor Taylor! —Un hombre casi calvo con gafas de montura metálica fina se levantó en la tercera fila. Tenía las cejas pobladas y oblicuas de un duende y una sonrisa tensa en el rostro—. Por favor, una última pregunta, si es posible. Como usted ha dicho, las dos expediciones tripuladas a la fosa de las Marianas se realizaron en 1960, pero ¿no es cierto que ha habido descensos más recientes en la sima Challenger?
—¿Cómo dice? —Jonás miró fijamente al hombre.
—Usted mismo hizo varias inmersiones en la zona.
Jonás enmudeció. Los asistentes empezaron a murmurar de nuevo. El hombre levantó sus pobladas cejas y se afianzó las gafas.
—En 1989, profesor. Mientras trabajaba para la Marina, ¿no es cierto?
—Yo no… no estoy seguro de entender… —Jonás dirigió una mirada a su esposa.
—Pero usted es el profesor Jonás Taylor… ¿verdad? —El hombre desplegó una sonrisa de relamida satisfacción mientras el público soltaba una risilla.
—Mire, lo siento, tengo que irme ahora mismo. Debo acudir a otro compromiso. Gracias a todos por su asistencia.
Cuando el conferenciante abandonó el podio, se oyeron algunos aplausos entre los murmullos generales. Pronto se le acercaron estudiantes con preguntas, científicos con teorías propias y viejos colegas desesperados por saludarle antes de marcharse. Jonás estrechó todas las manos que pudo y se disculpó por tener que irse.
El hombre de la cola de caballo y esmoquin asomó la cabeza entre la multitud.
—¡Eh, Jonás! El coche está aparcado ahí fuera. Maggie dice que debemos marcharnos ya.
Jonás asintió y terminó de firmar un libro para un admirador. Después, se apresuró hacia la salida trasera del auditorio, donde su esposa, Maggie, esperaba impaciente.
Cuando llegó a la puerta vio de reojo a Terry Tanaka, que lo observaba desde detrás del grupo que se desplazaba con él. Sus ojos parecían dos teas encendidas, fijos en los de Jonás, mientras sus labios formaban unas palabras: «Tenemos que hablar». Él señaló el reloj y se encogió de hombros. Esa noche no estaba dispuesto a soportar más asaltos verbales.
Como en respuesta al mudo diálogo, su esposa exclamó desde la puerta:
—¡Jonás, vámonos!