ATAQUE

La luna llena se reflejaba en el parabrisas del helicóptero e iluminaba el interior del pequeño compartimento. Mac llevaba casi cuatro horas a los mandos del aparato, sobrevolando las negras aguas del Pacífico a setenta metros de las olas, a lo largo de una extensión semicircular de océano de cincuenta kilómetros. Habían buscado y localizado casi dos docenas de grupos de ballenas sin observar el menor rastro del Megalodon y la expectación inicial que Jonás había experimentado estaba convirtiéndose rápidamente en aburrimiento al comprender lo difícil que iba a ser su tarea.

—¡Esto es una locura, Jonás! —le gritó Mac para hacerse oír entre el estruendo de los rotores.

—¿Qué tal estamos de carburante?

—Quince minutos más y tendremos que volver.

—Bien. Mira adelante, hacia la posición de las once en punto. Otro grupo de corcovadas. Sigámoslas un rato y nos volvemos.

—Tú mandas. —Mac cambió de rumbo para interceptar a las ballenas.

Jonás se concentró en el océano con los prismáticos ITT Night Mariner Gen III. Las lentes de visión nocturna penetraban en la oscuridad y ampliaban la luz que recibían mediante una cubierta de arseniuro de galio en el fotocátodo del intensificador. En los prismáticos, las negras aguas aparecían en un tono gris claro y en ellas se apreciaban las moles enormes de las ballenas que asomaban en la superficie y volvían a hundirse velozmente en su recorrido a lo largo del Pacífico.

Mac había tomado «prestado» el termógrafo de infrarrojos Agenta Thermovision 1000 del servicio de Guardacostas. Bajo el helicóptero había montada una pequeña plataforma con giroestabilizador que mantenía en su sitio el termógrafo. Dentro de la cabina, un monitor estaba conectado a una grabadora de vídeo. El termógrafo podía detectar objetos en el agua por la radiación electromagnética que emitían. La temperatura interna de un cuerpo caliente aparecía en el monitor como un punto caliente frente a la imagen del mar frío. Las ballenas de sangre caliente eran fácilmente detectables; la temperatura interna del Megalodon sería algo más fría. Jonás estaba preocupado. Era fundamental localizar pronto al animal. Cada hora que pasara deberían ampliar en treinta kilómetros más el círculo de búsqueda de la hembra. Pronto, la superficie de océano que habrían de cubrir sería demasiado grande, incluso con el complejo equipo de seguimiento de que disponían.

Jonás empezaba a sentirse casi hipnotizado por la luz de la luna que destelleaba en el océano y apenas reparó en la mancha blanca que se movía casi en el borde de su campo de visión. Por un momento, le había parecido que brillaba…

—¿Ves algo, doc?

—No estoy seguro. ¿Dónde está el grupo de ballenas?

—Delante, a trescientos metros.

Jonás localizó los surtidores; después, enfocó los prismáticos.

—Distingo dos machos, una hembra y la cría… No; hay dos hembras. Cinco ballenas en total. Coloquémonos sobre el grupo, Mac.

El helicóptero sobrevoló a los animales y acompañó su marcha mientras cambiaban de dirección y tomaban rumbo al norte.

—¿Qué sucede, doc?

Jonás se concentró en el agua.

—¡Allí!

Del sur apareció un fulgor mortecino que avanzaba bajo la superficie como un gigantesco torpedo blanco.

Mac lo vio en el monitor.

—¡Joder! ¡Lo has encontrado! No me lo puedo creer… ¡Buen trabajo, doc! ¿Qué hace ahora?

Jonás se volvió hacia el piloto.

—Creo que persigue a la cría.

Treinta metros bajo la negra superficie del Pacífico se desarrollaba un juego mortal del gato y el ratón. El sonar de las ballenas jorobadas había detectado la presencia del cazador a varios kilómetros de distancia y los cetáceos habían modificado su curso para evitar una confrontación. Cuando el depredador albino se acercó para interceptar a sus presas, las dos hembras se situaron a los flancos de la cría y los machos tomaron posición, uno en cabeza y el otro cerrando el grupo.

El Megalodon aminoró la marcha y se desvió en un círculo a la derecha de su presa. Las ballenas adultas eran más grandes que el depredador y su cerrada formación evitaba un ataque directo. Siempre cerca de la superficie, resoplaban constantemente y observaban con nerviosismo a la indeseable intrusa. El Megalodon dio una vuelta más estudiando a su presa y determinando la posición de la cría.

Cuando el depredador pasó por delante del líder del grupo, el macho de cuarenta toneladas se separó del grupo y arremetió contra el Meg. Aunque el primero poseía barbas en lugar de dientes, seguía siendo muy peligroso y capaz de embestir a la hembra con la cabeza. La carga fue imprevista, pero el Megalodon era demasiado rápido: se apartó del grupo con toda celeridad y, después, volvió describiendo un amplio arco.

—¿Qué se ve?

—Parece que el macho líder ahuyenta a nuestra fiera.

—Un momento… ¿Dices que la ballena persigue al Meg? —Mac soltó una risilla—. Pensaba que ese monstruo tuyo era un animal temible…

Jonás cargó el dardo del emisor de radio en la bocacha del fusil, fabricada especialmente para disparar aquellos proyectiles.

—No te fíes, Mac. No te fíes…

El grupo de cetáceos varió su rumbo una vez más y se dirigió al suroeste para evitar al cazador, pero la trayectoria del Megalodon, describiendo un amplio círculo, lo llevó de nuevo hacia las dos hembras. El macho líder volvió a dirigirse a su encuentro y, esta vez, el gigantesco depredador se retiró a la cola del grupo, alejando a la ballena macho de la seguridad de los otros.

Cuando la ballena dio media vuelta para regresar con los demás, la hembra de Megalodon giró también, rápidamente, e interceptó al macho aislado por el flanco. Con un escalofriante estallido de velocidad y de energía, la hembra lanzó sus veinte mil kilos de músculos y dientes contra la ballena corcovada que se retiraba.

Con la mandíbula superior hiperextendida y las fauces abiertas en un círculo de tres metros de diámetro, hundió sus terribles dientes en el flanco enorme de la impotente jorobada. En una fracción de segundo, las filas de dientes superiores cortaron la cola musculada de la ballena antes de que esta supiera qué estaba pasando.

Tan grande y poderoso fue el mordisco que amputó por completo la aleta de cola de la ballena. Esta se agitó en una violenta contorsión mientras la hembra de Megalodon engullía entera su presa.

El animal herido emitió un terrible gemido agudo, angustioso.

—¿Qué ha sido eso?

—No estoy seguro —respondió Jonás con los prismáticos pegados a los ojos—, pero creo que nuestra fiera acaba de arrancarle la aleta de cola a la ballena.

—¿Qué?

—Olvida al grupo, Mac. Quédate sobre el macho.

De la enorme herida manaba la sangre a chorros mientras la tullida ballena hacía débiles intentos para propulsarse con sus grandes aletas laterales. El segundo ataque del Megalodon hembra llegó por delante y fue aún más devastador que el primero. Agarró por debajo la bolsa de piel orlada de barbas que se extendía bajo la boca del cetáceo agonizante, tiró con fuerza y desgarró toda una tira de piel, grasa y músculo del cuello de este. Como si pelara una mazorca de maíz, arrancó la larga tira de piel a surcos y carne de su cuello.

A la deriva entre las olas, el torturado mamífero gimió de agonía. Como un solo cuerpo, el resto del grupo se alejó de la carnicería. La hembra de Megaladon no lo persiguió. Continuó cebándose en la carne tierna de su presa y engullendo miles de kilos de sangre caliente y grasa, obsesionada con la comida y ajena a todo lo demás.

Entonces el monstruo captó las rápidas vibraciones que le llegaban de arriba. —¿Qué pasa ahora, Jonás?

—Es difícil decirlo. Hay demasiada sangre. ¿Qué capta tu visor térmico?

—Nada claro, doc. La sangre se extiende por la superficie y está tan caliente que camufla los objetos. Tendremos que acercarnos más.

—No bajes demasiado, Mac. No se puede predecir qué hará ese bicho.

—Tranquilo. Tú querrás tenerlo bien a tiro, ¿no?

—Mac descendió a quince metros. —¿Verás mejor desde aquí?

Jonás miró por los prismáticos. Desde allí pudo distinguir la piel blanca del Megalodon, cuyo apagado fulgor quedaba minimizado por la sangre caliente que formaba un lago en la superficie.

Entonces, ante la mirada de Jonás, el monstruo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—Maldita sea.

—¿Qué?

—Se ha sumergido. No sé si la habrán asustado las vibraciones del helicóptero o si, tal vez, se siente amenazada por nuestra presencia en las proximidades de la presa.

Jonás escrutó el mar a sus pies y distinguió la sombra oscura de la ballena muerta, que flotaba con las vísceras reventadas. ¿Dónde estaba el Megalodon?

—Mac, esto me da mala espina. Subamos un poco.

—¿Más arriba?

—Sí, Mac, maldita sea. ¡Arriba…!

El monstruo salió del agua vertical como un misil balístico intercontinental y voló hacia el helicóptero suspendido en el aire más deprisa de lo que Mac podía ganar altura. Jonás cayó de su asiento y su pie derecho perdió contacto con el suelo al tiempo que la fuerza de gravedad del ascenso lo empujaba hacia la puerta abierta del helicóptero. Solo el cinturón de seguridad evitó que se precipitara al cielo nocturno, donde la cabeza del tamaño de un garaje se cerraba rápidamente, con los dientes apenas a metro y medio ya. Casi a cámara lenta, Jonás vio cómo la mandíbula superior se lanzaba hacia delante y dejaba a la vista las encías aún rojas de sangre y los dientes blancos, tan próximos que había podido darles una patada con su pierna derecha, que colgaba en el vacío. Pero era incapaz de moverse; estaba paralizado por el miedo y su cuerpo asomaba por la puerta abierta del aparato. Consiguió agarrarse a alguna parte y volvió a meter la pierna en la cabina en el momento en que las mandíbulas se cerraban donde la tenía un segundo antes. La visión de la muerte blanca seguía subiendo.

El helicóptero alcanzó los veinte metros en el momento en que el ancho hocico de la fiera topaba con la panza del aparato, enviándolo de costado fuera de control. La cabina empezó a dar vueltas.

Mac agarró la palanca de control con ambas manos.

—¡Vamos, maldita sea!

El helicóptero se precipitaba hacia el mar en un ángulo de treinta grados cuando, por fin, los rotores cogieron aire. Mac sacó el aparato del picado hacia el agua segundos antes de que se zambulleran en el Pacífico y resopló de alivio cuando el helicóptero remontó el vuelo y ganó altura, dejando atrás el apuro.

—¡Maldita sea, Jonás, me parece que me he cagado encima!

Jonás se esforzó por recuperar el aliento. Le temblaban las piernas y le fallaba la voz. Al cabo de un minuto largo, se obligó a decir algo con la garganta reseca.

—Es… es mucho más grande de lo que pensaba. —Intentó tragar saliva—. Mac, ¿a qué… a qué altitud estábamos cuando nos ha golpeado?

—A unos veinte metros. ¡Joder, fíjate, todavía estoy temblando! ¿Has disparado?

Jonás contempló el rifle que aún sujetaba con fuerza en la mano derecha.

—No. Me ha pillado desprevenido. ¿Tenemos combustible para otra pasada?

—Negativo. Llamaré al Kiku para informar que volvemos; luego, seguiremos el rastro. —Durante varios minutos, volaron sin abrir la boca. Por fin, Mac rompió el silencio—. Dime una cosa, ese monstruo… ¿es lo que viste venir hacia ti en la fosa de las Marianas, hace siete años?

Jonás miró a su amigo.

—Sí, Mac, eso es lo que vi.