Nueva York: 10 de abril de 1994

Alicia estaba acuclillada en la oscuridad casi total de un callejón a una manzana del Club Napolitano. Vestía un leotardo negro ajustado fabricado con una fibra de alta tecnología recién desarrollada empleada en la investigación espacial. La malla sintética era lo bastante densa como para detener una bala, pero pesaba menos que la ropa normal. Alicia estaba totalmente cubierta con ella, salvo las manos, que prefería tener libres. Una máscara de la misma sustancia le protegía la cara, dejando dos orificios para los ojos y otros dos para respirar. Llevaba botas reforzadas de alto impacto, cada una con una vaina en la que se ocultaba un estilete perfectamente equilibrado. Alicia se refería con cariño a aquella ropa como su "traje ninja".

Junto a ella esperaba agazapada su pantera negra, Sumohn. Aunque llevaban más de una hora esperando en la oscuridad, el enorme felino no había emitido un solo ruido. Esperaba pacientemente, quizá con más calma todavía que su ama. Bajo la piel de la bestia de la jungla se podían percibir claramente sus músculos de acero. Sus ojos amarillos estaban expectantes y prometían muerte. Presentía que aquella noche se cobraría alguna presa.

El monstruoso felino tenía setecientos años, y como Alicia era ghoul de Anis. Se mantenía con vida gracias a pequeñas cantidades de sangre de la Matusalén, y poseía una inteligencia casi humana, aunque bestial. Sus reflejos eran cientos de veces más rápidos que los de cualquier ser vivo y muchos no-muertos. Incluso los vampiros temían a Sumohn, y con buen motivo. A lo largo de los siglos había conseguido destruir a muchos Cainitas. Sus garras y sus colmillos afilados bastaban para cortar barrotes de acero, y decapitar a un Vástago era más sencillo.

—¿Dónde demonios está? —se dijo Alicia tratando de controlar su frustración. Su plan requería una coordinación exacta, y los minutos preciosos se estaban perdiendo uno tras otro. Era poco después de medianoche, y a lo largo de la última hora los vampiros no habían dejado de entrar en el Club Napolitano. Melinda Galbraith, acompañada por un pequeño contingente de la Guardia de Sangre, había llegado hacía media hora. Durante los siguientes treinta minutos habían ido entrando los cuatro

Serafines, cada uno procedente de una dirección distinta. Estaba claro que no confiaban demasiado en sus compañeros del consejo. La reunión acababa de comenzar, y Alicia no se atrevía a esperar mucho antes de hacer su aparición. No podía darle a la Muerte Roja la posibilidad de atacar.

Casi como respuesta a sus pensamientos, un ruido sordo comenzó a llenar el aire de la noche. Miró hacia el cielo, pero no vio nada. Todavía no. La bruma y la contaminación reducían mucho la visibilidad, pero sabía lo que iba a suceder a continuación. Jackson lo había planeado todo hasta el último detalle.

Puso una mano en el cuello de Sumohn—. Prepárate —le susurró, reforzando con aquellas palabras el lazo telepático entre las dos. Sin un solo ruido, el felino se incorporó sobre sus patas y abrió las fauces con un silencioso rugido de satisfacción. Las panteras negras eran cazadores salvajes, y al contrario que la mayoría de los depredadores, a menudo atacaban sin más motivo que la diversión. La estrategia de Jackson estaba pensada para evitar el enfrentamiento, pero con tropas de élite como la Guardia de Sangre involucradas nunca había nada seguro. Sumohn era la garantía de Alicia. Nada iba a impedirle llegar hasta los Serafines.

El sonido se hizo cada vez más fuerte y el aire comenzó a vibrar al ritmo de un motor defectuoso que producía un sonido mecánico fuerte e irregular. La basura omnipresente en las calles de Nueva York formaba pequeños remolinos, como si fuera agitada por una gigantesca batidora invisible. El ritmo era cada vez más cercano. Mucho, mucho más cercano.

Alicia podía ver las luces, rojas, blancas y amarillas, a unos sesenta metros del suelo. Un redoble colosal inundó la noche, acercándose más aún.

Fijó la mirada en la entrada del Club Napolitano. Permanecía cerrada, aunque no había duda de que aquel monstruoso latido metálico se oiría claramente desde el interior. La Guardia de Sangre seguía firme en su puesto. Alicia no esperaba nada menos, aunque sospechaba que al menos un miembro del escuadrón terminaría saliendo pronto a investigar. No podían arriesgarse a no descubrir lo que estaba sucediendo fuera. En Manhattan, la ignorancia significaba la muerte.

Las luces se encontraban a solo treinta metros de la calle cuando uno de los guardaespaldas de Melinda abrió por fin la puerta del local y salió a la calle, observando el cielo para buscar la fuente del ruido. La cabeza del vampiro se echó hacia atrás sorprendida al ver lo que flotaba sobre él. Corrió inmediatamente dentro del local.

—Seis entraron con Melinda —dijo Alicia—. Veamos cuántos salen a contemplar el espectáculo.

No tuvo que esperar mucho para conocer la respuesta. Uno, dos, tres, cuatro vampiros aparecieron por la entrada. Sus ojos estaban fijos en la enorme máquina a menos de treinta metros sobre sus cabezas, y que descendía rápidamente.

Las hélices del helicóptero producían un rugido atronador constante. Las calles vibraban con su latido, provocando pequeñas ondas que atravesaban el asfalto y que producían una telaraña de grietas en el cemento. Los cláxones saltaban a lo lejos y las sirenas de policía aullaban. El agudo chasquido de una transmisión de radio con interferencias resonó en los cristales de los rascacielos cercanos, que estallaron por la vibración.

Los vampiros estaban hipnotizados por aquella máquina que se desplomaba. Uno alzó las manos, como si intentara detener el descenso del helicóptero mediante su fuerza de voluntad. Era imposible. No se podía parar la combinación de veinte toneladas de metal y la gravedad.

A veinticinco metros del suelo, el aullido averiado e irregular del motor se detuvo repentinamente. Las inmensas hélices de ascensión siguieron girando durante un instante y luego se congelaron. El metal chocó contra el metal mientras el helicóptero se desplomaba sobre el pavimento.

Alicia liberó el pelaje de Sumohn.

—Vamos —ordenó en el segundo anterior al choque. La bestia no necesitó más ánimos. Voló atravesando la manzana que les separaba del Club Napolitano con Alicia corriendo casi a su misma velocidad.

El helicóptero se estrelló contra la calle a menos de treinta metros del local, impactando con la fuerza de un meteorito que cayera de los cielos. El ruido golpeó los oídos como un martillazo en la frente. El hormigón se agitó y saltó como si estuviera vivo mientras una oleada de energía cinética barría toda la calle. Enormes llamaradas rojizas surgieron de los restos y un humo negro y espeso inundó la zona. Nadie pareció advertir la rapidez con la que se propagaban las llamas. Desde el interior del metal retorcido se oía el grito de algunos hombres. El aullido de las sirenas se amplificó cien veces, ya que decenas de coches patrulla, escuadrones antidisturbios y ambulancias volaban hacia la escena. Incluso en Manhattan, donde los sucesos extraños eran frecuentes, la caída de un helicóptero en medio del East Side, a siete manzanas de la casa del alcalde, era todo un acontecimiento.

Los cuatro Guardias de Sangre bajaron corriendo los peldaños que conducían al Club Napolitano, cautivados por la violencia del desastre a tan pocos metros de distancia. Eran criaturas de destrucción inevitablemente atraídas por la carnicería. Aquella distracción solo les ocuparía unos segundos, sabía Alicia, pero eso era todo lo que necesitaba para correr a su espalda, abrir las puertas del local y entrar, con Sumohn siempre fiel a su lado.

El fulgor de las llamas se reflejaba en los ventanales arqueados que formaban la fachada del vestíbulo, inundando la recepción con un brillo rojizo. Dos Guardias de Sangre esperaban junto a las inmensas puertas dobles, cada uno empuñando con lasitud un machete. Ninguno de los dos tuvo oportunidad de emplear su arma.

Sumohn golpeó al de la izquierda con la fuerza de una locomotora. El felino alcanzó al vampiro en el pecho, lanzándolo al suelo sin oportunidad de gritar. El animal le hundió los colmillos en el rostro, en una horrenda parodia de un beso. Con un profundo gruñido surgido de la garganta, la pantera cerró las inmensas fauces y le arrancó la cara al vampiro. Un segundo mordisco instantes después arrancó el resto de la cabeza de los hombros. El Guardia de Sangre se disolvió como la masilla recalentada formando un charco burbujeante.

Alicia no tenía garras ni colmillos, pero sí sus estiletes. Cien años de rígido entrenamiento habían afinado sus habilidades hasta alcanzar la perfección. Como ghoul, no poseía la velocidad inhumana de un vampiro, pero sí sabía utilizar el elemento sorpresa para lograr que el primer golpe fuera el definitivo.

El guardia acababa de levantar el machete cuando Alicia pasó girando a su lado con una pirueta de bailarina. Con un rápido movimiento de las muñecas, clavó cada uno de los estiletes en un ojo.

El vampiro aulló de dolor y sorpresa. Dejó caer su machete y se llevó la mano a los ojos, que era precisamente lo que Alicia esperaba. Los Guardias de Sangre eran asesinos adiestrados y despiadados, pero muy rara vez se encontraban con nadie capaz de causarles dolor. Como era el caso de muchos no-muertos, quedó totalmente sorprendido al descubrir que sus oponentes también podían luchar. Además, cuando Alicia estaba involucrada el único resultado posible era la Muerte Definitiva.

El machete, especialmente tratado contra las disciplinas vampíricas, demostró ser una excelente arma contra su propietario. Alicia lo blandió trazando un amplio arco dirigido hacia el cuello del vampiro, decapitándolo con limpieza. El cuerpo sin cabeza se desplomó sobre la alfombra como un saco de cemento. Unos segundos después, Alicia recuperó sus cuchillos y los volvió a guardar en las botas. Lo único que quedaba del guardia eran algunas manchas en la alfombra.

Arrojó el machete al guardarropa. Entrar con una hoja desnuda en la sala de la reunión sería un error. De momento tendría que usar las palabras, no el acero.

Inspiró profundamente y cogió el picaporte de las puertas dobles que conducían a la siguiente sala. Las abrió de un tirón y entró en el salón de banquetes. Sumohn le seguía como una silenciosa sombra negra.

Cuatro poderosos vampiros estaban sentados en una mesa con un mantel blanco sobre un estrado ligeramente elevado. Eran los líderes de la Mano Negra, los Serafines, los señores del Sabbat. Directamente frente a ellos, separados por unos siete metros, había casi veinticinco Cainitas. Alicia los observó rápidamente en busca de Walter Holmes, pero no dio con él.

—Ya era hora, puta —dijo Melinda Galbraith, en la zona que separaba a los Serafines de los demás vampiros. Vestía un traje de color rojo sangre y parecía contenta por ver a Alicia—. Te hemos estado esperando. Bienvenida a tu ejecución.