Viena: 10 de abril de 1994
Etrius cerró con cerrojo la puerta de su estudio y lo recorrió cuidadosamente de una esquina a otra. Revisaba cada rincón oscuro, cada sombra. En circunstancias normales nunca se hubiera preocupado por espías invisibles, pero aquél no era el caso.
Seguro de que allí no estaba más que él, recitó en alto un poderoso hechizo de atadura que selló la entrada. Un segundo conjuro, pronunciado con tonos claros y firmes, protegió las paredes, el suelo y el techo de cualquier disciplina vampírica. Una tercera invocación se aseguró de que ninguna rata, insecto, araña o criatura mágica pudiera superar los dos primeros conjuros.
El hechicero Tremere valoró sus esfuerzos y gruñó satisfecho. La estancia estaba totalmente protegida de cualquier asalto físico o mental. Normalmente no hubiera recurrido a precauciones tan elaboradas, pero sus pensamientos estaban consumidos por el miedo al misterioso St. Germain y a la igualmente terrorífica Muerte Roja.
Sintiéndose más a salvo, se dirigió hacia la enorme chimenea roja que dominaba un muro de su estudio, donde ardía un fuego rugiente. Los troncos que alimentaban las llamas eran mágicos y nunca se consumían.
Girando tres dedos para formar un patrón especial, apagó las llamas. Extendió la misma mano y la apoyó contra los ladrillos, pronunciando una sola palabra. Sus cuatro sílabas habían sido empleadas por hechiceros a lo largo de ochocientos años, y contenían un enorme poder. Sin un solo sonido, la chimenea se desplazó un metro y medio a la derecha, revelando una pesada puerta de roble. Una llave especial que no podía duplicarse y que siempre colgaba de su cuello abría la cerradura.
El mago vampiro se llevó la mano izquierda al cordel negro. La llave de acero descansaba sobre la piel fría de su pecho. El cordel estaba protegido por los hechizos de atadura más potentes del mundo, y solo Etrius se lo podía quitar. Era el único capaz de emplear aquella llave.
Tremere se había convertido en miembro de la Tercera Generación bebiendo la sangre de Saulot mientras el Antediluviano dormía indefenso en letargo. Aquélla había sido una lección que el hechicero no había olvidado jamás. Preocupado por sufrir un destino similar, Tremere había supervisado la construcción de una cripta especial en las cavernas místicas bajo la Capilla de Viena. La única entrada a la tumba se encontraba tras la puerta de roble para la que solo existía una llave, la que Etrius llevaba al cuello.
Abrió la cerradura, revelando un túnel negro que conducía hacia abajo. Doscientos treinta y siete escalones llevaban al visitante a la cueva en la que descansaba el sarcófago de Tremere. Etrius los había contado muchas veces, y aquella noche tenía intención de volver a hacerlo. Con una expresión sombría, entró en el pasadizo y comenzó el descenso.
Cientos de complejos conjuros protegían aquel túnel. La única iluminación la proporcionaban unas antorchas que ardían con la misma llama sobrenatural de la chimenea, ya que allí no funcionaba la electricidad. Los muros estaban sellados con magias similares a las empleadas en el estudio. No era posible fundirse con la tierra, ni tampoco emplear la disciplina de Teleportación. Tremere quería descansar sin molestias, y había hecho todo lo posible por asegurar su protección. El único eslabón débil de aquella cadena era Etrius.
El pasadizo terminaba en una pequeña caverna de siete metros de longitud y cinco de anchura. El techo, que se perdía en la oscuridad, se encontraba a más de diez metros. Pasado el sarcófago había otro pasadizo que conducía hacia profundidades inexploradas. Nadie sabía lo que había bajo la tumba. En ocasiones Etrius creía haber oído susurros procedentes del abismo, pero no estaba seguro y no tenía mucho interés en explorar.
Reuniendo todo su coraje, se acercó al ataúd. Durante muchos años solo había acudido allí cuando su mentor le invocaba mentalmente, pero a lo largo de la décadas las llamadas se habían hecho cada vez menos frecuentes. Tremere no solía despertar de su letargo. Etrius ansiaba el consejo del viejo mago sobre St. Germain y la Muerte Roja, pero no había obtenido respuesta.
Preparándose para lo peor, empujó la tapa del ataúd mientras recuerdos febriles acudían a su mente. En aquella dimensión oscura y opresiva bajo la Capilla era difícil separar la realidad del sueño. Recordó haber encontrado una vez un gigantesco gusano blanco en el interior. En una visita similar había hallado el sarcófago vacío, mientras que en otra había visto dos cuerpos en el interior. Más recientemente había advertido un tercer ojo sin párpados en la frente del mago, igual al poseído por Saulot. Etrius no estaba seguro de que ninguna de aquellas visiones fuera cierta. Puede que no fueran más que sueños, o al menos eso esperaba.
Para su inmenso alivio, en el interior encontró el poderoso cuerpo de un hombre. Sus fuertes y dinámicos rasgos estaban calmados y tenía los labios curvados en una leve sonrisa. El vampiro hechicero no daba señal alguna de saber que hubiera alguien cerca. Sin embargo, Etrius estaba convencido de que si intentaba tocarle sería detenido.
—Hoy, poco después de la medianoche —susurró—, comienza la caza de St. Germain. Elaine de Calinot y yo planeamos acusarle de ser la Muerte Roja. Nuestro Justicar, Karl Schrekt, pedirá una Caza de Sangre. Después de casi mil años, el cazador se convertirá por fin en la presa.
El vampiro en la caja forrada de terciopelo no respondió. Etrius había tenido la vaga esperanza de que Tremere le hiciera algún comentario sobre su proceder. Aquel ambicioso plan tenía un grave defecto: exigía la reacción de la Muerte Roja. Si el monstruo no hacía nada, la Caza de Sangre no tendría sentido y St. Germain seguiría siendo la fuerza siniestra que manipulara al clan Tremere.
Esperó durante cinco minutos. Nada. El vampiro dormido no se movió. Con rostro serio, volvió a poner la tapa en el sarcófago. Hiciera lo que hiciera, no tenía ni la aprobación ni la censura de su maestro.
Comprobó cuidadosamente la caverna en busca de algo extraño, pero nada parecía fuera de lugar. Asintiendo, regresó a las escaleras. Lentamente pero con firmeza, ascendió los doscientos treinta y siete escalones que conducían hasta su estudio. Sentía el peso del mundo sobre sus hombros. Batallaba contra sombras solamente con Elaine de Calinot a su lado, y ni siquiera estaba seguro de poder confiar en ella.
Llegó al descansillo superior y abrió la puerta tras la chimenea. La enorme entrada se cerró inmediatamente a su espalda y la llave volvió a estar alrededor de su cuello. Siempre la llevaba encima, y solo los miembros del Consejo Interior conocían su existencia y su utilidad.
Murmuró el contra-hechizo adecuado y la chimenea regresó a su lugar. La cámara estaba exactamente igual a como la había dejado. No había intrusión alguna y todo parecía en su sitio. Todas las salvaguardias estaban levantadas y los hechizos seguían enteros... pero no intactos.
Torciendo el gesto, revisó mentalmente los conjuros de atadura que protegían la estancia. Las grietas eran débiles pero claras. Los efectos de una magia así eran imposibles de borrar. Alguien había puesto a prueba las defensas de la cámara y había buscado un modo de entrar mientras él se encontraba en la caverna inferior.
Sus ojos se convirtieron en delgadas líneas de furia. Extendió su mente y examinó los hechizos que protegían la Capilla. Habían sido tejidos por todo el Consejo Interior y su aura protectora era el escudo más poderoso que existía en el mundo contra cualquier ataque psíquico. La telaraña mágica no mostraba señal de haber sido alterada. Cualquiera que hubiera intentado entrar en su estudio ya se encontraba dentro de la fortaleza vienesa.
Alguien llamó a la puerta con un sonido seco que retumbó en toda la cámara.
—¿Qué quieres? —rugió, invocando toda la fuerza de su poderosa voluntad. No permitiría que nadie le amedrentara sin lucha.
—Soy yo, sire —llegó claramente la respuesta—. Tu chiquillo y servidor, Peter Spizzo. ¿Ocurre algo?
Relajándose solo un poco, Etrius aflojó los hechizos que sellaban la estancia.
—Entra —dijo.
Spizzo obedeció. Era un Cainita entrenado en las artes del espionaje y el engaño, y siempre permanecía en la sombras. Parecía preocupado.
—¿St. Germain? —preguntó.
Etrius asintió.
—¿Quién si no? Debe saber de mis investigaciones. Hace poco pensé que quería sorprenderme en el estudio y destruirme. Cobarde... Estamos muy cerca de él, Spizzo. Muy cerca.
—Acorrala a un chacal y luchará, sire —dijo Spizzo—. Deja a St. Germain a los Justicar de la Camarilla. Muy pronto será su lucha, no la tuya.
—Una buena decisión —dijo Etrius—. ¿Están hechos ya todos los preparativos?
—La limosina te espera. Solo tardaremos unas horas en llegar al castillo de Schrekt.
—Excelente —respondió el maestro con voz sombría—. Cuanto antes partamos, mejor. Recuerda lo que te dije antes. No confíes en nadie en ese cónclave, ni siquiera en Elaine de Calinot.
»Aunque somos compañeros en esta aventura, no estoy seguro de sus motivos. Podría ser un peón de St. Germain. Nadie en el clan Tremere está por encima de la sospecha. No bajes la guardia ni por un momento.
—No temas, sire —dijo Spizzo con una sonrisa siniestra oscureciendo sus rasgos. Durante un instante adoptó un aspecto satánico—. Conozco bien la traición.