Viena, Austria: 1 de abril de 1994

Etrius soñaba...

Se encontraba en una enorme caverna, rodeado por sus compañeros. A su espalda se extendía un túnel largo y oscuro que conducía hacia el mundo exterior. A su derecha, a decenas de metros, descansaba un inmenso sarcófago de piedra, el motivo de su presencia en aquel lugar.

Una hora antes habían localizado por fin la puerta oculta en la cara del acantilado que permitía el paso a la cámara interior. Para su sorpresa, solo estaba custodiada por una gran criatura rocosa, un inmenso gólem que se movía sin gracia ni velocidad. Destruirlo había sido fácil, pero abrir la inmensa puerta de piedra que giraba hacia fuera había sido otro cantar. Sin embargo lo habían logrado, y ahora descendían en fila india por el pasadizo inclinado que les llevaría hasta la cámara. Todos guardaban silencio. Aquella noche Tremere obtendría el poder definitivo... si tenía la fuerza y el coraje para hacerse con él.

Etrius era el único miembro del círculo interior que aún albergaba algunas dudas. Aunque los magos de la Orden de Tremere llevaban más de un siglo convertidos en vampiros, aún sospechaba que había secretos sobre los no-muertos que desconocían. Sus compañeros no sentían estos miedos. Sus investigaciones sobre las leyendas Cainitas les habían convencido de que el único modo de lograr el reconocimiento apropiado de los demás clanes vampíricos era que su líder se convirtiera en un miembro de la Tercera Generación. Eso significaba que Tremere tenía que localizar a uno de los fabulosos Antediluvianos y beber su sangre, obteniendo así sus poderes. Ese era el objetivo de aquella expedición.

Una década de búsqueda les había permitido dar con el lugar de reposo de cuatro antiguos vampiros en letargo. Por algún motivo que Etrius era incapaz de recordar habían decidido atacar a Saulot, el fundador del misterioso clan conocido como Salubri. Fueran cuales fueran las razones, habían sido correctas. Se encontraban en la cripta del monstruo y su sarcófago les esperaba.

—Abrid la tapa del féretro —ordenó una voz desde la oscuridad. La cámara estaba inundada por poderosas y antiguas magias. Ningún hechizo o cántico funcionaría allí, así que para abrir la tumba necesitarían la fuerza bruta—. Si lo hacéis juntos lo conseguiréis.

Etrius no podía identificar al hombre que hablaba, pero de algún modo no parecía importar. Ahora que estaban en el interior de la cripta ya no había vuelta atrás. Todas sus dudas se desvanecieron durante el descenso hacia las entrañas de la tierra, y ya no cuestionaba la sabiduría de sus actos. Había que hacer lo que había que hacer. Era necesario destruir a Saulot para que Tremere asumiera el lugar que le correspondía por derecho entre los líderes de los trece clanes Cainitas.

—Esta maldita cosa pesa más que los pilares de Hércules —declaró Goratrix mientras se inclinaba y empujaba—. Debe pesar más que diez bueyes.

—Probablemente esté fija en su lugar gracias al poder de Saulot —opinó Meerlinda, la única mujer del grupo. Estaba empujando la tapa con toda su fuerza—. Nada puede pesar tanto.

—Empujad —ordenó la voz desde la oscuridad mientras todos obedecían—. El alba se aproxima. Empujad.

—En el nombre de todos los demonios del infierno... ¿Cómo mueve Saulot esta losa? —preguntó Abetorius—. No veo goznes, por lo que se mantiene solo por su peso. Él tendría que levantarla desde el interior del sarcófago.

Se trataba de una idea aterradora que debería haberles hecho desistir, pero no fue así. Una implacable urgencia por terminar el trabajo se apoderaba de todos ellos. No había lugar en su mente para hacerse preguntas. Gruñendo, maldiciendo y protestando, los siete miembros del consejo interior siguieron luchando contra la losa.

Por fin, con un chirrido de protesta, la roca comenzó a moverse.

—Más fuerte —ordenó la voz desde las sombras—. Empujad más fuerte.

Etrius obedeció. No tenía elección. Su mente estaba ocupada únicamente por aquella losa. Abrir el sarcófago era lo más importante del mundo. Aquel trabajo le consumía, le llenaba con un frenesí que no podía negar. Empujó como un poseso... o como un vampiro Vinculado con Sangre y obligado a obedecer los dictados de su maestro.

Palmo a palmo, la piedra implacable se deslizaba sobre la parte superior de la tumba, revelando poco a poco su interior. Una figura solitaria, vestida con una capa negra y plateada, reposaba tranquilamente. Se trataba de Saulot, el Antediluviano, fundador del clan Salubri.

Con un estruendo que sacudió toda la estancia, la losa cayó al suelo. El sarcófago estaba abierto. Ansiosos, los siete miembros del círculo interior se reunieron a su alrededor para observar al vampiro dormido.

Era un hombre alto y distinguido que parecía totalmente en paz. No había señal alguna de que sintiera su presencia. Tenía los brazos doblados sobre el pecho y los dedos estaban entrelazados en su plácido reposo. Etrius no recordaba haber visto nunca a un Vástago con una expresión tan relajada, o en una armonía tan absoluta con su entorno.

—Destruidlo —susurró la voz desde la oscuridad, como si estuviera afectada por la presencia del Antediluviano—. Bebed su sangre antes de que despierte.

Tremere apartó a los miembros del consejo y se acercó con manos temblorosas.

—Mi destino aguarda —declaró con una sed de sangre en la mirada que no trataba de disimular. Etrius notó inconscientemente que su voz no era la de siempre, pero eso no parecía importante.

Con cuidado, el jefe de la Orden puso sus manos alrededor de la cabeza y los hombros de Saulot. El Antediluviano no reaccionó cuando Tremere le incorporó. Etrius sentía el miedo recorrer su columna vertebral. A pesar de estar en letargo, Saulot debía haber sentido su presencia. Tendría que haber reaccionado, regresando a la conciencia... pero no lo había hecho. Era muy extraño.

Parecía evidente que no era el único en tener estas preocupaciones.

—Bebe —ordenó la voz desde la oscuridad—. Bebe.

Tremere obedeció. Extendió sus colmillos y mordió el cuello de Saulot, comenzando a chupar. El tiempo se detuvo mientras absorbía toda la vitae del antiguo, hasta no dejar ni una gota. Entonces, titubeante, casi cayendo al suelo, liberó el cascarón vacío y dejó que el cuerpo se derrumbara en el sarcófago.

—Quema —declaró con voz emocionada—. Su sangre arde en mi interior. Puedo sentir su poder, su increíble poder recorriendo mis venas como si fuera fuego.

Una aguda risa demoníaca inundó la caverna.

—¡Está hecho! —gritó alguien—. ¡Está hecho!

Etrius, aturdido, se apoyó en el borde del sarcófago. Tremere había tenido éxito en su búsqueda. Había diabolizado a un miembro de la Tercera Generación. El Antediluviano Saulot ya no existía, y en su lugar estaba él. El líder de la Orden prácticamente refulgía con su energía impía. Para Etrius, su maestro parecía de algún modo... mayor. Más peligroso. Diabólico.

Entonces observó el interior de la tumba y vio el rostro de Saulot.

Todavía no había comenzado la disolución. El fundador del clan Salubri aún conservaba su aspecto y parecía dormir pacíficamente en su tumba con expresión calmada. Sin embargo, sus labios estaban ahora torcidos en una ligera sonrisa sardónica. Además, en el centro de su frente, un tercer ojo, un tercer ojo totalmente consciente, se había abierto y observaba a los vampiros que rodeaban el sarcófago.

—¡El tercer ojo! —gritó Etrius señalando el rostro de Saulot—. ¡El ojo demoníaco!

El pánico recorrió las filas como un huracán. Inspirados por un temor irracional que no podían acallar, lucharon como posesos para volver a colocar la tapa de piedra sobre la tumba. El terror les dio la fuerza necesaria, y a los pocos minutos habían completado su tarea. Sin embargo, no podían olvidar la sensación de que aquel monstruoso tercer ojo aún seguía vigilando cada uno de sus movimientos. Gritando con un terror implacable, huyeron por el túnel que les conduciría hacia la noche abierta de las montañas. Tras ellos se cerró la inmensa puerta de piedra, sellando eternamente el lugar de reposo de Saulot. Nueve de ellos habían entrado, y nueve salieron.

Etrius despertó...

Temblando horrorizado se levantó de su ataúd. Sus manos y su rostro estaban cubiertos por un fino velo de sudor sangriento. A menudo soñaba con aquella terrible noche de hacía ocho siglos y medio, pero nunca antes con tanto detalle. Como ocurrió con la pesadilla de la transformación del consejo en vampiros, sabía que aquello era algo más que un simple recuerdo. Se trataba de un mensaje enviado por algún jugador desconocido en la eterna partida conocida como la Yihad.

No estaba seguro de que esos recuerdos fueran totalmente ciertos, ya que sospechaba que algunos elementos habían sido coloreados por el paso del tiempo. Sin embargo, no se podía negar el hecho de que eran nueve los vampiros que habían descendido hacia la tumba de Saulot. El consejo interno estaba formado por siete miembros, y el propio Tremere elevaba el total a ocho.

La voz en la sombra, la presencia invisible que habían aceptado sin cuestión, hacía el noveno. Había sido el cerebro que planeó, hasta cierto punto, lo que había sucedido en aquella cámara. Estaba seguro de que en la selección de Saulot como víctima de Tremere también había tenido algo que ver.

Por encima de todo, sabía que el susurro misterioso en la oscuridad era el del Conde St. Germain.

Maldiciendo, Etrius tocó la pesada llave de acero que colgaba de su cuello alrededor de un cordón negro. Servía para abrir el pasadizo que descendía a las cavernas bajo la Capilla, donde Tremere descansaba en letargo. Siempre la llevaba encima. Cada vez que se sentía nervioso la tocaba, buscando seguridad. Aquella noche necesitaba toda la seguridad necesaria.

Había soñado con aquel horrendo viaje a la cripta de Saulot muchos cientos de veces, pero sus pesadillas siempre habían sido vagas y confusas. Nunca antes había recordado el papel que St. Germain tuvo en los siniestros acontecimientos. Aquél era otro ejemplo de cómo el misterioso Conde había manipulado y engañado al clan Tremere durante casi mil años, y de cómo había permanecido invisible y oculto de aquellos a los que empleaba como peones.

Etrius caminaba de un lado a otro en su sanctum. Como casi todos los Vástagos, no creía en las coincidencias. Aquellos sueños, que revelaban la traición de St. Germain, indicaban que importantes acontecimientos relacionados con el Conde estaban a punto de tener lugar... o que ya habían sucedido. No era una idea precisamente agradable.

Tremere, el Consejo Interior y todo el clan habían servido como piezas en la partida de St. Germain durante siglos. Etrius estallaba de rabia. Era tan orgulloso como cauto, y odiaba la idea de haber sido utilizado con tanta facilidad. Sin embargo, sabía que la venganza era mejor servirla fría. La ira agotaba valiosas energías. La lógica, no la emoción, sería lo que aseguraría el final del Conde.

Elaine de Calinot le creía. Era la única del Consejo Interior que comprendía la verdad, y los otros no eran más que estúpidos confiados. El plan de la hechicera era convencer a los antiguos de la Camarilla de que el terrorífico espectro conocido como la Muerte Roja era en realidad St. Germain, y que debía ser destruido. Estaba convencida de que la caza de sangre contra el Conde terminaría consiguiendo su destrucción. Etrius no estaba tan seguro.

Él había mandado por su cuenta a Peter Spizzo, un vampiro del que sabía que era tan ambicioso como incansable, a eliminar a St. Germain. Le había prometido un puesto en el Consejo Interno si conseguía cumplir con su misión, y Spizzo tenía talento para hacer real lo imposible. Nunca fallaba. Era el arma secreta de Etrius, un arma que Elaine desconocía.

El cazador ya había descubierto que St. Germain llevaba cientos de años buscando el Apócrifo de los Condenados. Se trataba de las fabulosas secciones perdidas de El Libro de Nod, los volúmenes que supuestamente contenían los mayores secretos de Caín, anotados por Seth, el primer ghoul. Aunque Spizzo temía que St. Germain ya hubiera localizado los fragmentos, Etrius no estaba tan seguro. Dudaba incluso de que aquellos libros existieran. Era un materialista testarudo, e incluso se había llegado a preguntar si el propio Caín no era más que una leyenda conveniente para explicar la existencia de los Vástagos.

Pensó en si tenía que informar a Spizzo de su sueño. Podría ser significativo que St. Germain hubiera elegido a Saulot como víctima de Tremere. Quizá el Conde fuera un enemigo del Antediluviano, o puede que hubiera estado trabajando como agente para otro vampiro de la Tercera Generación que tratara de destruir a un rival. En la Yihad todo era posible.

Sin previo aviso, una insensibilidad sobrenatural se apoderó de su mente. Reconoció la sensación. Otra inteligencia estaba compartiendo sus pensamientos, viendo el mundo a través de sus ojos. En el pasado siempre había ignorado aquella sensación, creyendo que se trataba de la presencia de Tremere. De nuevo, ahora no estaba tan seguro.

Podía ser el Antediluviano. Hacía pocas noches, cuando hablaba de St. Germain con Peter Spizzo, había estado convencido de que el líder del clan estaba escuchando la conversación. Sin embargo, en el episodio anterior, poco después de su primer sueño sobre St. Germain, no lo había creído con tanta seguridad. Podía haber sido otro. Aquella noche se sentía igual. Podía ser Tremere el que compartiera sus pensamientos, aunque también podía tratarse de un vampiro totalmente distinto... con motivos más siniestros.

Con una terrible sensación de hundimiento, Etrius comprendió que no podía confiar en sus instintos.

Sus suposiciones podían ser ciertas... o no. No tenía modo de saberlo. Era posible que Tremere le estuviera espiando... o St. Germain. Era enloquecedor.

Con cautela, enfocó su mente hacia el enorme mapa del mundo que cubría uno de los muros de su sanctum. La mayor parte del planeta estaba dividida en siete territorios, cada uno controlado por un miembro del Consejo. Dejando que sus reflejos tomaran el control, comenzó mentalmente a revisar los países en sus dominios. Era un ejercicio que empleaba a menudo para relajarse y calmar sus pensamientos. Aquella noche pretendía otra cosa. A los pocos segundos, el espía mental se había marchado, pero Etrius seguía sin pista alguna sobre su identidad.

Fue entonces, con ese pensamiento en la mente, cuando comprendió que una vez más, en su sueño, no había conseguido ver claramente los rasgos del Conde St. Germain. El rostro de aquel misterioso vampiro no era más que un recuerdo vago, siempre oculto en la penumbra. Había permanecido tras el telón y nadie conocía su aspecto. Podía ser cualquiera entre mil vampiros. Podía ser un miembro respetable de la Camarilla. Aquella mente diabólica podía incluso ser un Justicar, o un líder del odiado Sabbat.

Aquello fue un sombrío recordatorio del peligro al que se enfrentaba. Estaba totalmente solo, como una mosca atrapada en una telaraña de traición que llevaba casi mil años tejiéndose. No podía confiar en nadie. Absolutamente nadie.