Capítulo 28

El profesor lo es todo

Durante todo este largo periplo por el aprendizaje del inglés, he mencionado poco el papel del profesor y no he dejado de recordarle, fiel lector, que la clase, el método y el profesor constituyen, en el mejor de los casos, el 20% de la solución final. He comparado al profesor con un simulador de vuelo, con la parte de la piscina que no cubre e incluso le he tachado de ejercer poco o nulo impacto a la hora de abordar las dos prioridades más críticas para el dominio de un segundo idioma: la comprensión auditiva y la confianza al hablar. Incluso, si no recuerdo mal, he dicho que sufre una deformación profesional consistente en hablar un inglés en clase demasiado nítido, escogiendo al paso estructuras, términos y expresiones que, consciente o inconscientemente, sabe que están al alcance de sus alumnos. Me he atrevido a decir que, a partir de cierto momento, el profesor puede ser contraproducente para el progreso.

Y no me retracto en absoluto. De hecho, para que le quede claro y no caiga otra vez en el error del 99% de los españoles ante el inglés, consistente en creer que la solución se encuentra en el aula, se lo voy a repetir:

  1. En el plano técnico-lingüístico, el profesor sólo es importante en el paso de nivel principiante a nivel preintermedio. Después, cualquier esfuerzo por su parte por corregir y enseñar es, en la mayoría de los casos, contraproducente para el progreso real del alumno. Le añade tanta información lingüística nueva que se abruma y desanima.
  2. El profesor, después de unas mil horas de experiencia docente, ya adopta, sin darse cuenta, una forma de hablar en clase que dista mucho de cómo habla con sus homólogos angloparlantes. Escoge inconscientemente vocabulario al alcance de los alumnos y, aunque posiblemente no hable despacio en el aula, sí se expresa con un inglés de alta definición. Después de la primera hora de clase, el reto auditivo deja de existir para el alumno y éste puede fácilmente caer en la convicción de que es capaz de entender inglés mejor de lo que lo habla, impulsándole a prestar poca atención a este aspecto prioritario.
  3. El profesor aborda la temática de la clase dentro de una progresión basada, principalmente, en los aspectos clave de la gramática inglesa, presentándolos dentro de un orden preestablecido y haciendo que el alumno los practique hasta demostrar cierto manejo. Por esto, el alumno nunca desarrolla un oído ágil, amplio y plural. Está acostumbrado a que el profesor le formule preguntas, durante 20 minutos seguidos, dentro del pasado simple o de la voz pasiva o con la expresión would rather. Si de repente, mientras están machacando un tiempo determinado de un verbo, el profesor le preguntara: What’s the square root of 16? (¿Cuál es la raíz cuadrada de 16?), el alumno se quedaría en blanco, incapaz de responder, incluso si el profesor repitiera la pregunta cinco veces seguidas. Para el alumno, el profesor ha salido de repente de la caja y ahí fuera sólo existen ruido lingüístico y otras cosas etéreas.
  4. El aula es un lugar cómodo y protegido. Es, repito, la parte de la piscina que no cubre. El profesor no puede crear en el aula la ansiedad y apuros que el alumno siente en situaciones reales de comunicación. Si el alumno se cae en su clase, el profesor le levanta; si se estrella, como en el simulador de vuelo, sabe que no muere. En la vida real y, sobre todo, profesional, si el alumno se estrella, sus vísceras se quedan esparcidas en 300 metros a la redonda y su orgullo profesional termina por los suelos. Una hora superando con éxito una situación comprometida de comunicación en inglés vale por 100 horas de clase. Esto es una verdad evidente, algo que he observado en muchas ocasiones. El profesor, el método o el aula no ofrecen, ni de lejos, la solución para el alumno.

Usted podrá recibir clases con el mejor profesor del mundo hasta el día del Juicio Final y todavía será uno de esos sempiternos alumnos de nivel medio o medio alto de inglés. Jamás franqueará las barreras más importantes del inglés hasta que no abra la ventana y tire fuera al profesor y su método.

LOS PROFESORES DE INGLÉS

El 99% de los profesores de inglés en el mundo son malos. Estoy orgulloso de ser profesor de inglés, pero no estoy en absoluto orgulloso de mi gremio, y en esto incluyo a los cien mil centros de idiomas que habrá en el mundo. Dan, en su inmensa mayoría, gato por liebre y, lo que es peor, sobreviven más que bien haciéndolo. La demanda para aprender inglés es altísima, pero el público está muy poco instruido en cómo abordar el tema y piensa, erróneamente, que con unas horitas de clase uno puede hacerse con el idioma. Esto, lógicamente, engendra una industria enorme de oportunistas y otras personas, físicas y jurídicas, poco profesionales. La demanda ha superado tradicionalmente la oferta y, es más, la demanda se basa en aprender inglés sin dolor, por lo que es normal que cada cinco o diez años haya escándalos en el sector como los hay en el mundo de los adelgazantes. Los milagros no existen y, puesto que hacerse con un buen dominio del inglés exige entre 2000 y 3000 horas de clase, estudio y uso en la vida real, se entiende que la gente busque el milagro, el atajo. Como consecuencia, el sector responde y gana su dinero dando lo que el público quiere: la esperanza de que con la academia tal o el centro de idiomas cual, encontrará la solución indolora definitiva.

Pero dejemos las academias y centros para otro día y centrémonos en los profesores, puesto que un mal profesor suele ser señal de una mala academia de idiomas, por lo que usted podrá rápidamente llegar a una conclusión válida sobre su elección de proveedor. He aquí una radiografía del 99% de los profesores de inglés que pululan por las capitales mundiales y provinciales del mundo no anglosajón:

  1. Son en su mayoría jóvenes e inexpertos. Muchos son mochileros recorriendo el mundo que se dan cuenta de que pueden estar un año en un país «muy guay» enseñando inglés, puesto que es su lengua materna y ya lo saben. ¡Qué suerte!
  2. No son exigentes con sus alumnos ni insisten en que éstos se hagan de verdad con las estructuras críticas del idioma. Pasan.
  3. No tienen vocación. Están un año o dos en un país o ejerciendo la profesión hasta que surjan nuevas oportunidades o mientras aprenden el idioma local.
  4. Usan libros de texto disponibles en el mercado, libros en su mayoría editados en Reino Unido y diseñados para un público mundial o paneuropeo. No tienen la experiencia suficiente ni las ganas de diseñar una metodología propia basada en las necesidades particulares de la tipología de estudiante que tienen en su país de residencia.
  5. La mayoría no sabe dotar al alumno de una firme base gramatical, ya que nadie les ha enseñado cómo hacerlo ni se han molestado ellos mismos. Llegan al aula muchas veces con fotocopias de artículos de revista y pasan la hora leyendo y comentando.
  6. No saben entregar al alumno un plan interesante y eficaz de trabajo personal ni tampoco saben motivar a aquél a esforzarse fuera de la clase, algo imprescindible para el aprendizaje.

LA ELECCIÓN DEL PROFESOR

Hay excepciones a este negro panorama, no cabe duda. Ese 1% que se libra de mis dardos lo constituyen, calculo, 20 000 personas de los dos millones de profesores de inglés que se ganan la vida por todo el mundo. ¿Quiere usted como profesor a uno de esos 20 000? ¿Quiere asegurarse de que su profesor es muy bueno? No es fácil encontrar este tipo de profesor y hay un solo baremo para medir y saber:

¡¡¿De qué planeta es este profesor?!!

¡¡Cómo mola el nuevo profe!!

¡Este nuevo profesor es todo un fenómeno!

¡Me encanta mi nuevo profesor!

¡He aprendido más en esta primera clase que en todo el año pasado!

Dígame su nombre otra vez. Me ha gustado mucho su clase.

¡Alucino! ¡Qué pedazo de profesor!

¡Con este nuevo profesor no me voy a perder ni una hora de clase!

Si usted no dice, de forma totalmente espontánea, una de las citadas frases o algo muy parecido, entonces cambie de profesor o pida a la academia que lo cambie. Al igual que con el flechazo del amor, uno sabe perfectamente cuándo está delante de un profesor de verdad. No hace falta rellenar un cuestionario de 30 preguntas sobre los diferentes aspectos técnicos.

En su vida de estudiante, usted tuvo o ha tenido muchos profesores aburridos, ¿a que sí? También ha tenido seguramente algunos muy buenos. ¿Cuántos días de clase tardó usted en sentirse cómodo con el profesor y atraído por su forma de enseñar? Normalmente esto ocurre en la primera clase. Es una reacción emocional fruto, normalmente, de un estímulo intelectual. De repente el tema es más sugerente y muy pronto más fácil y accesible, porque el profesor es un comunicador muy interesante. Si esto le pasa en su primera clase, sabe que está probablemente delante de un excelente profesor. Habrá que esperar unas semanas más para saber si su calidad es duradera, puesto que algunos profesores pierden el gas cuando se les acaban los trucos con los que logran impresionar y embaucar.

Por lo tanto, ante la necesidad de contratar clases de inglés, diga una mentira. Si no es principiante, diga al profesor o al centro de idiomas que necesita unas clases de refuerzo durante unos días para un encuentro profesional inminente y contrate solamente un par de semanas de clases. Así podrá deshacerse del profesor sin parecer desalmado o sin hacerle sentir que le ha rechazado. La mayoría de los malos profesores de inglés son personas agradables y hasta entrañables y a muchos alumnos les da corte despedirles o pedir un cambio. Ahora bien, si durante esas dos semanas de clase, constata que su profesor es muy bueno, no le suelte ni loco… jamás.

EL PROFESOR LO ES TODO

Ahora llegamos a la sección más importante de este libro. Voy a dar la vuelta, en apariencia, a todo lo que vengo diciendo. En ciertos capítulos he dejado momentáneos destellos de lo que voy a decir aquí, destellos que podrían permitir que algunos lectores intuyeran mis convicciones reales con respecto al proceso de aprendizaje del inglés. Si usted ya lo ha intuido, estoy seguro, sin embargo, de que no habrá podido intuir todo hasta las últimas consecuencias. No habrá podido porque mis convicciones son un tanto radicales. Sin mayor preámbulo:

El profesor es la figura más importante en el aprendizaje.

El profesor es la figura más importante en el desarrollo de la vida humana.

Vamos por partes. En el aspecto técnico-lingüístico, el profesor no es el elemento más importante. Sin embargo, en el enfoque de la motivación, sin él, todo lo demás raramente se consigue. Con respecto al aprendizaje del inglés, si el profesor es mediocre, si es uno más del montón, usted no se sentirá demasiado motivado y no hará ni el 10% del inmenso esfuerzo que se requiere para tener un buen dominio. A la inversa, si el profesor es un «fenómeno de la enseñanza», si usted sale de su primera clase diciendo alguna de las frases citadas en la sección anterior de este capítulo, entonces es mucho más probable que intente por todos los medios hacer ese inmenso esfuerzo.

El profesor lo es todo.

Sin un excelente profesor de inglés, ningún alumno llega a buen puerto. No se motiva, ni asiste regularmente a clase, ni lee veinte novelas en inglés, ni sale al extranjero para estudiar Corte y Confección en una pequeña comunidad del centro de Pennsylvania, ni habla en inglés con su amigo imaginario del asiento del copiloto de su coche, ni piensa cómo conjugar en el pasado el verbo to eat camino del trabajo en metro, ni navega constantemente por Internet, ni lee la prensa en español escuchando inglés como «ruido de fondo». Sin motivación, el alumno no hace nada de esto. Pero si el profesor es de un calibre tal que el alumno iría hasta la Antártida por él, entonces todas las acciones que acabo de enumerar son posibles.

En general, las personas no se automotivan. Si yo le pido a usted que se siente en una silla de curioso diseño, es muy poco probable que, de pronto, se interese sobremanera por el diseño, construcción y comercialización de sillas o muebles. La motivación es casi siempre exógena, no endógena. Proviene de estímulos externos, no internos. Si usted me dice que desea con toda su alma aprender inglés, voy a pensar que o bien tiene un excelente profesor que le está motivando o sus jefes le han pendido sobre su cabeza la desnuda y afilada espada de Damocles: o aprende inglés o queda despedido. El miedo es un aliciente muy eficaz a corto plazo, pero quema y destruye. Sin embargo, la motivación positiva que es capaz de infundir un excelente profesor cambia la vida de las personas siempre positivamente.

Hace poco leí una estadística que me llamó mucho la atención y que viene a confirmar esta tesis. Se trataba de un artículo en el cual venía la siguiente cita: «La mitad de todos los antropólogos norteamericanos no sabían lo que era la antropología al término del Bachillerato». Parece mentira, pero si usted fuera norteamericano le parecería normal. Me explico.

Los dos primeros años académicos del sistema universitario norteamericano son como una especie de continuidad del bachillerato del ciclo secundario. El 80% de todas las asignaturas cursadas en estos dos primeros años, entre los 18 y 20 años, es obligatorio y común a todas las carreras. Se trata de 48 créditos universitarios de un total para la licenciatura de 120. Todo estudiante norteamericano, en cualquiera de las 3700 instituciones de estudios superiores del país, ha de acumular estos 48 créditos (16 asignaturas semestrales) dentro de las siguientes áreas:

  • 12 créditos (4 asignaturas) del área de Humanidades
  • 12 créditos de Ciencias Sociales
  • 12 créditos de Ciencias Naturales y Matemáticas
  • 12 créditos del área de Técnicas de Comunicación

Puesto que todo hijo de vecino que cursa estudios universitarios en Estados Unidos, independientemente de la carrera que elija, ha de pasar por el aro y cursar cuatro asignaturas de cada área mencionada, es normal que, durante los dos primeros años, se den miles de casos en los que un futuro ingeniero esté sentado al lado de un futuro historiador en clase de Álgebra II, o que un futuro profesor de educación física copie, durante un examen de historia, lo que escribe un futuro odontólogo sentado a su izquierda. Todos se codean con todos en el 80% de las asignaturas de los dos primeros años.

Me gusta este sistema por dos motivos, el primero porque permite que un estudiante cambie de carrera académica en cualquier momento de los dos primeros años sin perder lo acumulado, es decir, sin perder los créditos universitarios ya cursados. Si un estudiante se queda desencantado de Biológicas al cabo de año y medio y quiere declarar como nueva especialización Historia del Arte, lo puede hacer sin penalización, en la mayoría de los casos. Esto puede parecer extraño para un europeo, pero para un norteamericano como yo, el sistema universitario en Europa es largo y tremendamente esclerótico y solamente los últimos cambios sugeridos por el Tratado de Bolonia parecen vislumbrar un tímido cambio.

El segundo motivo por el que me gusta el sistema americano es porque da por sentado que un joven de 18 años, al terminar el Bachillerato, no suele tener una idea muy clara de realmente qué es lo que quiere hacer con su vida ni qué es lo que de verdad debe estudiar en la universidad. El exponerle de nuevo a muchos temas que ya vio entre los 14 y 17 años en la escuela secundaria le da una segunda oportunidad para revivir la asignatura, pero esta vez a una edad más madura y con más circuitos cerebrales terminados y funcionando. Para un chaval de 18 ó 19 años, releer Macbeth o experimentar de nuevo la magia del Álgebra le pueden impactar de una forma bien diferente a cuando todavía era un chico de 15 años sólo interesado en el fútbol, en las chicas o en los videojuegos; o una chica solamente interesada en ser animadora del equipo de fútbol o en ganar el casting para la grabación de un anuncio televisivo local.

Pero volviendo al tema, puesto que todo estudiante universitario en Estados Unidos debe, forzosamente, cursar cuatro asignaturas en cuatro áreas diferentes, está obligado a sentarse en una clase y oír, durante un semestre académico, a un profesor de Psicología, a un profesor de Física, a un profesor de Oratoria o a un profesor de Poesía del Renacimiento.

Ahora, imaginemos que dos amigos, al hacer la matrícula e inscribirse en la universidad, se reúnen para elegir, juntos, qué asignaturas van a cursar durante el primer semestre de estudios. Sigamos su conversación:

David: Tengo que elegir una asignatura de Ciencias Sociales. ¿Cuál has elegido tú?
Ralph: Voy a hacer «Principios de Sociología».
David: ¿Sociología? ¿Estás loco? Eso es aburridísimo. Pasarás todo el tiempo con relaciones sociales y de grupo. Odio a la gente, sobre todo cuando hay mogollón.
Ralph: Entonces ¿qué vas a elegir tú, Psicología?
David: ¿Estudiar chalados y chifladas? Pues no. Creo que voy a elegir ésta, Antropología. Por cierto, ¿qué es?
Ralph: ¿Antropología? Estudias tribus primitivas y cómo se aprende sobre nuestra propia evolución viendo en las tribus cómo vivíamos hace diez mil años. Algo así.
David: O sea, estudiar los Watusi y los Pigmeos. Eso sí que mola. Voy a apuntarme, a eso. En fin, da lo mismo. Mi destino es construir puentes. No creo que un ingeniero deba preocuparse si en la carrera estudió un semestre de Psicología o de Antropología.

Ahora imaginemos que somos observadores invisibles en el primer día de clase de septiembre en la asignatura «Antropología l». Hay 37 alumnos sentados en el aula esperando la llegada del profesor, 37 alumnos de los cuales solamente tres han elegido la Antropología como carrera. David, futuro ingeniero, se cuenta entre los otros 34.

Entra el profesor, alto, delgado y con ojos azules penetrantes. No trae libro alguno. De hecho, no tiene nada en las manos. Hay una mesa tipo escritorio delante de los pupitres de los alumnos y se sienta en la parte delantera de la misma, desde donde escanea el escenario durante cinco segundos antes de pronunciar palabra. Finalmente habla:

«Soy alto, delgado y no llevo corbata. Tengo la nariz un poco aguileña y no sentí nada cuando ejecutaron ayer a Karla Tucker en la penitenciaria de Texas. Saquen un papel y escriban su opinión de mi persona en 30 palabras o menos. Es anónimo… no pongan su nombre en el papel. Después me lo entregan».

Resulta que el profesor no tenía la nariz aguileña y, aunque no llevaba corbata, sí llevaba una corbata «bolo», es decir, unos hilos de cuero tejanos que hacen las veces de corbata.

Al finalizar el ejercicio, el profesor se dirige a la clase:

«Tendemos a opinar con demasiada rapidez sobre lo que nos rodea y sobre lo que oímos. De los 37 estudiantes aquí presentes, solamente 14 han mostrado escepticismo sobre mi nariz y sólo dos han admitido su ignorancia sobre mi opinión de la pena de muerte. El que llevara la típica corbata bolo ha llevado a 29 de ustedes a pensar que soy partidario de ella.

»Para los 23 estudiantes que no se han fijado en absoluto en mi nariz, les advierto que durante este semestre les voy a cambiar su forma de fijarse en las cosas y van a beneficiarse durante el resto de su vida gracias a ello. Para la inmensa mayoría de ustedes que han dado por sentado que apoyo la pena de muerte, voy a enseñarles muy bien cómo abordar los temas, las imágenes y las impresiones con una mente diferente, una mente que, ya sea en el aspecto antropológico o en cualquier ámbito de la vida personal o profesional, les ayudará a penetrar detrás de las impresiones y llegar a las realidades. Ustedes van a ser, durante este semestre, mis cómplices y, juntos, vamos a conseguir algo que les ayudará a ser dos veces más perspicaces y certeros, independientemente de lo que opinen finalmente de mi nariz o de la pena de muerte».

Sentado y escuchando, David cambió de postura, incorporándose, conforme hablaba el profesor. Se sentía aludido y, sin embargo, no se sentía en absoluto a la defensiva. En los 20 primeros minutos de clase el profesor les había tocado una fibra sensible a él y a muchos de los demás presentes. Ésta iba a ser una clase interesante. ¡Sí señor! ¡…Y menos mal! La mitad de los demás profesores que le iban a tocar este semestre eran unos muermos.

Tres meses más tarde, David fue a la oficina central administrativa de la universidad y cambió su carrera de Ingeniería Civil a Antropología. Ahora, 33 años después, es catedrático de Anthropology and International Affairs en la Universidad de Vanderbilt (Nashville, Tennessee). Ha publicado cuatro libros y más de cien artículos en sus 24 años de docencia e investigación. Sin embargo, lo que más le gusta es emular al primer profesor de Antropología que tuvo en su primer año universitario. En otras palabras, lo que le gusta más que nada es cambiar las trayectorias académicas y, en última instancia, vitales, de sus estudiantes. Para eso son los profesores y, por eso, la mitad de todos los antropólogos en Estados Unidos ni sabían qué significa la palabra al terminar el Bachillerato.

Sí señor, para eso son los profesores.

Nadie en la historia se ha hecho experto en un tema a través de lo que le ha enseñado su profesor, o profesores, pero muchos lo han conseguido «gracias» a cómo éstos han enseñado. La labor del profesor no es enseñar la asignatura que le corresponde, sino transmitirla con tanta pasión que los alumnos acaben igualmente apasionados. Un profesor enamorado de su área del saber que es, a la vez, capaz de transmitir este amor a otros, ganará adeptos a diestro y siniestro. Convertirá a todo hombre o mujer en su discípulo salvo aquellos nacidos vagos, cínicos o soberbios. Con estos últimos no hay nada que hacer. Transitan por el mundo perdiéndose todo lo bonito que la vida ofrece sin que haya remedio. Simplemente hay que intentar reconocerlos y evitarlos.

Si yo fuera el rey del mundo, con plenos poderes, cambiaría el nombre de «profesor» por el de «catalizador del aprendizaje». Es un nombre un poco rebuscado, pero es muy acertado. El único profesor bueno es aquel que enciende en los alumnos la pasión por el área del saber que enseña. Si no se enciende esa llama, el aprendizaje se hace aburrido y cuesta arriba. A la inversa, si la llama arde, el aprendizaje cambia de trayectoria casi al instante y adquiere velocidades rayando en lo supersónico. Hacer que esto ocurra compete al profesor, que es la única persona en perfectas condiciones de conseguirlo. No lo puede conseguir ni el libro de texto, ni los dos administradores que cobran sueldo por cada docente en el aula, ni el área del saber en sí. Encender la pasión por el tema, hacer que los alumnos se enamoren del mismo y lo devoren literalmente, son cosas que solamente un excelente profesor puede conseguir.

Es el alumno quien aprende, no el profesor, y compete a éste conseguir que la trayectoria de aprendizaje del alumno sea lo más rápida y eficaz posible. Puesto que es el alumno quien va a «rellenar los espacios en blanco» en su educación, entonces es imperativo que lo quiera hacer y que esté motivado a hacerlo. Si el profesor es un mediocre, como el 90% de todos los profesores que existen en el planeta Tierra, pocos espacios en blanco se van a rellenar y el resultado final será lo que estamos padeciendo hoy en día: unos índices alarmantes de fracaso escolar y un sinnúmero de empresas quejándose de que los jóvenes llegan de la universidad medio analfabetos en muchos aspectos clave de la actividad profesional.

Cada mes abro un nuevo cursillo de formación para profesores novatos que van a entrar en mi empresa. Les hablo durante hora y media y me voy, volviendo al término de las dos semanas para hablar durante otra media hora. Una vez, hace más o menos un año, en mi presentación de apertura, me salí por la tangente en un momento dado para hablar de las causas reales que condujeron al estallido de la Guerra Civil Norteamericana, acentuando los motivos industriales, agrarios y de comercio internacional en vez del tema, importante pero secundario, de la esclavitud. Casi todos los profesores novatos eran ingleses, por lo que sabían poco realmente de la Guerra de Secesión en mi país. Sin embargo, dos semanas después, cuando volví a verlos, ya preparados para entrar en batalla como profesores formados y preparados, dos de ellos me comentaron cosas de la Guerra de Secesión, citando aspectos que yo no había mencionado dos semanas antes. Ante mi extrañeza, explicaron que mis palabras en la primera sesión les habían picado la curiosidad y estuvieron navegando por Internet durante más de una hora sobre el tema. Resulta que los cinco minutos en que salí por la tangente con un tema sin conexión por completo con el motivo de mi presentación habían hecho que, al menos, dos personas terminaran mil veces más conocedoras de un tema que antes. Esto, amigo lector, es el poder del profesor y es, en el análisis final, su único cometido: ser catalizador del aprendizaje del alumno, conseguir que el alumno se enamore tanto del tema que el profesor expone, que dedique su cuerpo y alma a devorarlo vivo.

Unos párrafos atrás, creo que usted estaba de acuerdo conmigo en que la mayoría de los profesores que tuvimos durante nuestra época de escolaridad fueron aburridos. Pero ¿recuerda a alguno muy bueno? ¿Recuerda a alguno que le cambiara la vida o casi llegara a hacerlo? Seguramente me dirá que sí… que había uno, dos o tal vez tres que durante los 16 años de escolaridad (universidad incluida) dejaron una huella importante en su forma de enfocar las cosas. Ahora, imagine cómo hubiera sido su educación primaria, secundaria y superior si absolutamente todos sus profesores hubieran exhibido la misma calidad humana y profesional que aquellos que recuerda como excelentes. Usted no sólo sería dos o quizá tres veces más inteligente y estaría más preparado que ahora, sino que seguramente su disposición y actitud ante la vida sería tres veces más positiva también.

Volviendo a mi rol de rey del mundo, si tuviera bien asido el cetro en la mano, desviaría el 50% de todo lo gastado en el sector público para remunerar a las personas que, para mí, son las más importantes en este planeta nuestro: los profesores, desde preescolar hasta la universidad. Pero, al mismo tiempo, tendría espías a la salida de las aulas, pendientes de oír las mismas frases citadas en el apartado anterior, el titulado «La elección del profesor». Si no hubiera unanimidad entre los niños, adolescentes y universitarios al salir del aula, ese profesor pasaría al paro y lo sustituiríamos por otro. Como rey del mundo sería implacable en este tema, porque si queremos cambiar de verdad el mundo a mejor, es aquí, en la calidad del profesorado, donde lo vamos a conseguir. Un excelente profesor no sólo cambia la trayectoria de aprendizaje de la mayoría de sus alumnos (volvemos a descartar como casos perdidos a los nacidos vagos, cínicos o soberbios), sino que les dota de una actitud mucho más positiva ante la vida y, como he dicho en otra ocasión, la simbiosis «actitud-aptitud» funciona siempre y genera no sólo logros, sino también milagros.

En España, los jóvenes llegan a la edad adulta y aportan su parte a la economía nacional y mundial a pesar del sistema educativo, no gracias a él. He conocido a tantos jóvenes de alto potencial en la cuneta académica o con trayectorias descarriadas que tiendo a perder los estribos cuando alguien quiere debatir conmigo este tema.

Desde hace 35 años, mis alumnos, en su mayoría padres y madres de hijos e hijas, me han pedido consejo sobre cómo conseguir que su prole aprendiese inglés. Ahora mi empresa tiene un departamento llamado Línea Junior, departamento creado y potenciado para ayudar a los padres en esto. Está creciendo rápidamente, porque el enfoque del Ministerio de Educación, al menos hasta el momento, sólo consigue que la inmensa mayoría de los alumnos odien el inglés y lo aprendan mal y con defectos. Sin embargo lo que más me ha llamado la atención a lo largo de estos 35 años, han sido las veces que un padre o una madre me ha venido diciendo lo siguiente:

«No sé qué hacer con mi hijo. Es inteligente pero es un caso perdido. Hemos intentado de todo y ya no sé qué hacer. Tiene 22 años y todavía no ha aprobado primero de Económicas. Pasa de todo. A lo mejor si le dotas de un buen nivel de inglés tendrá alguna salida profesional. No lo sé».

Ante esto, siempre le pido que mande al chaval (casi siempre un joven varón) a mi despacho. Habré ayudado a padres desesperados en unas 15 ocasiones en los últimos 35 años y no recuerdo ningún chaval cuya forma de ser y cuyo potencial no me parecieran adecuados para tener éxito en la vida. De hecho, creo que todos me cayeron estupendamente bien, un poco vagos algunos, pero en mi opinión por motivos, en cierta medida, justificados. También noté que bastantes sufrían el «síndrome de los papás angustiados», con padres que volcaban en sus hijos toda la ansiedad de sus altas expectativas.

En casi todos los casos, he desviado el problema a una señora irlandesa que conozco experta en «enchufar» a los jóvenes, con o sin un nivel de inglés suficiente, dentro del sistema universitario americano, australiano, suizo o inglés, según su edad y área de interés. No recuerdo ningún fracaso. En todos los casos, mi amiga, la irlandesa, ha encontrado cómo reconducir no sólo la trayectoria académica del joven, sino, en el análisis final, su trayectoria vital. Les mandó a países donde las relaciones humanas y académicas se basan más en la confianza que en la desconfianza, sistemas educativos que son, en cierta forma, más fáciles que el sistema educativo español, sistema que para mí tiende a ser más difícil que la vida real posterior.

Cuando se encontraban con profesores de actitud positiva, apasionados por sus disciplinas y abiertos a ayudar a los alumnos a aprender, estos jóvenes «flipaban». No se lo creían. Después, seis años más tarde, cuando tropecé con un padre, antaño tan angustiado, éste me dijo: «¿Jorge? ¡Bueno, no te lo vas a creer! Está de adjunto al director de Marketing de Johnson & Johnson en Chicago».

El profesor lo es todo. Milagros como el de Jorge ocurren a diario en las aulas de estos profesores. Y existen muchas personas a lo largo y ancho del mundo perfectamente capacitadas para entrar en las aulas y volver todo al revés en menos de un año y de una forma 1000% positiva. Sin embargo, no están presentes, porque a los profesores se les paga mal, se les forma mal y se les administra mal. Es algo endémico a nivel mundial. Ningún país puede tirar la primera piedra, y mucho menos España.

Y para finalizar, si usted quiere aprender inglés, va a tener que realizar un esfuerzo que le parecerá sobrehumano. Sin embargo, si encuentra y ata corto a un profesor de las características que describo en estas páginas, ese esfuerzo «sobrehumano» dejará de serlo y usted lo hará con ganas y sin sentir dolor ni pena ni pesadez. Usted hará todo lo que se receta en los diversos capítulos de este libro, no porque yo se lo diga o porque usted esté de acuerdo en que le conviene, sino porque tiene un profesor extraordinario y esto le motivará a ir a por todas con arrojo y resolución. El profesor lo es todo.