Capítulo 23
Truco 10: Vaughantown, parto con dolor, sí, pero parto al fin y al cabo
Lugar: Vaughantown (enclave cómodo y precioso de la campiña castellana).
Fecha: Uno de los 50 domingos por año de apertura de curso.
Cuando Greg se levantó y comenzó a pronunciar sus habituales palabras de introducción, Eduardo se quedó de piedra. No sabía en qué idioma hablaba el tío. ¿Inglés? ¿Chino? ¿Quechua? Y no fue el único. Las caras de los otros españoles a su alrededor manifestaban una mezcla de estupor y pánico. ¿En qué se habían metido? ¿Iban a estar seis días enclaustrados en este lugar apartado donde la gente hablaba una jerga ininteligible?
Los promotores le habían advertido de que no iba a entender ni una palabra al principio, pero no se lo creía. Exageraban sin duda. Llevaba dos años estudiando inglés y tenía, según su academia, un nivel intermedio alto. Sin embargo, ahora empezaba a sentir una extraña ansiedad que le ponía los pelos de punta. Esto no era inglés… esto no era el inglés que sus profesores habían estado utilizando todos estos meses. Esto era otro idioma. Tenía que ser otro idioma. Se había apuntado, sin darse cuenta, a un curso de eslovaco o de farsi o de quién sabe qué.
Greg era un nativo de habla inglesa, de profesión director teatral. Tenía tablas, eso sí, pero no cuidaba su dicción. No vocalizaba como un actor clásico ni como los profesores de inglés que Eduardo había conocido en su academia. Sus frases parecían una cacofonía de sonidos nasales que el pobre no atinaba a descifrar. Los 17 angloparlantes presentes en el curso, americanos e ingleses en su mayoría, además de dos australianos y un sudafricano, se reían de vez en cuando, lo cual le desencajaba aún más. ¿Cómo era posible que entendieran al tío?
Pero éstos hablaban también una lengua rara a años luz de los vocablos y estructuras que Eduardo llevaba dos años estudiando. Le hacían preguntas a Greg y éste les contestaba, al parecer con anécdotas de programas anteriores que producían continuas carcajadas. Eduardo no entendía ni las preguntas ni las respuestas. No entendía nada.
Bienvenido al mundo real, Eduardo. Tal vez te reconforta saber que tu caso se asemeja al del 95% de los directivos y técnicos españoles. Pero que no te reconforte demasiado. Ya conoces el refrán: mal de muchos…
Lo insólito de todo esto, Eduardo, está en que si yo te pusiera por escrito toda esa jerga ininteligible, todo el discurso de Greg y todos los intercambios posteriores, los entenderías casi perfectamente. Mirarías el papel, levantarías la vista hacia mí y dirías: «¿Te estas quedando conmigo o qué?».
Por favor, Eduardo, créeme. Todo lo que no has entendido esta tarde es un inglés común y corriente, tal y como lo habla la gente normal. Si sigues aquí conmigo, entremezclándote con estos angloparlantes, todas las horas del día y durante los seis días que dura el programa, notarás que a partir del tercer día comenzarás a sintonizar con su «jerga» y comenzarás a sentir una confianza con el idioma que nunca has sentido en tu vida. No te vamos a mimar, al igual que tus futuros homólogos ingleses, americanos, holandeses y noruegos tampoco lo harán en las negociaciones y en los contactos profesionales.
Ahora bien, tus profesores de inglés, esos sí te van a poner fácil el inglés. Aunque se esfuercen por no hacerlo, te van a hablar en un inglés asequible. Te van a levantar si te caes. Te van a arropar y a convertir tu contacto con el inglés en un simulador de vuelo, donde si te estrellas no mueres. Aquí, en este valle de la falda norte de la Sierra de Gredos, no hay simuladores. No te voy a hacer el flaco favor de cortarte la carne en trozos digeribles. Esto es vuelo libre, amigo mío, donde si te estrellas, estarás esparcido por medio valle.
Desconfía, Eduardo, de los profesores de inglés. Desconfía de los verbos irregulares. No te aferres a los ejercicios de rellenar espacios en blanco. Tu mente será un descomunal espacio en blanco cuando afrontes el mundo real si no cierras los ojos ahora, te tapas la nariz, te tragas el orgullo y te sometes a los rigores y a la riada lingüística que se te vendrá encima en los próximos días. Olvídate de la gramática, patea el diccionario, haz si quieres una carnicería total a mi pobre idioma. Pero hazlo con brío y confianza. Gana enteros en el capítulo psicológico del coraje y del valor. Haz oído. Lánzate al ruedo.
Si lo consigues, amigo Eduardo, saldrás del envite con un inglés cualitativamente igual que antes, pero cuantitativamente elevado a la décima potencia. Habrás franqueado la, para muchos, infranqueable barrera de la confianza. Habrás pasado del «no puedo» al «sí puedo». Habrás perdido el respeto al idioma. Habrás superado el vicio de pensar en español cuando hablas en inglés. Habrás perdido el miedo escénico. Habrás desterrado para siempre el cacareado sentido del ridículo.
Y, lo más importante de todo, te habrás dado cuenta de que el inglés ya no es una ciencia oculta, reservada únicamente para los listos y para los adinerados, con sus veranos en Reino Unido y sus cursos académicos en Estados Unidos. Habrás logrado tú solito desmitificar el inglés y convertirlo en lo que es: una herramienta de comunicación que cualquier persona puede dominar si se esfuerza y se deja orientar.
Enhorabuena, Eduardo. Creo que lo vas a conseguir.
No es mi intención en este libro hacer publicidad de productos de mi empresa. Sin embargo, muchos de ellos son el fruto de tantos años tratando de averiguar cómo demonios conseguir que un español se haga de una vez por todas con el dichoso inglés que se me hace absolutamente necesario hablar de ellos cuando representan innovaciones importantes en el camino hacia soluciones definitivas.
Cuando un español me pregunta «¿cuánto voy a aprender en Vaughantown?», le respondo: «No vas a aprender nada, pero vas a mejorar más en menos tiempo que en cualquier lugar de este planeta». Cuando la misma persona me mira un poco extrañado, añado: «No vas a aprender muchas cosas nuevas, pero vas a triplicar tu nivel auditivo y a perder, de por vida y en sólo seis días, cualquier atisbo del sentido del ridículo. Si eres un pesado para los demás cuando hablas en español, pues hacia el quinto día de la experiencia, tus nuevos amigos angloparlantes te van a llamar "pesado" también, y será porque habrás superado el miedo escénico y ya sabrás, por primera vez en tu vida, expresarte en inglés con la eficacia suficiente como para transmitir tu personalidad real».
TRAER EL EXTRANJERO A ESPAÑA
La inmensa mayoría de los españoles, cuando dicen «tengo que soltarme con el inglés», piensan que la solución está en ir al extranjero. Sin embargo, suelen plantearse la estrategia como nuestro amigo Miguel del capítulo anterior, una estrategia en la que se gastan más de 10 000 € a cambio de muy poca cosa. Se marchan fuera, contratando desde España, una experiencia académica y residencial sin saber mucho más de cómo se va a desarrollar. Muchas veces se sienten más vulnerables en el nuevo ambiente, tan extraño y diferente… tan vulnerables a veces que tienden, sin querer, a sentirse atraídos hacia otros españoles que ven o conocen allí. Tampoco se sumergen en la vida del lugar, puesto que sólo conocen a sus profesores y a sus compañeros de clase. Acaban aprendiendo, con sus nuevos amigos españoles o turcos, a pedir una pinta en los pubs locales.
Como en el caso de Miguel, las 16 horas de vigilia de cada día en Bristol, Londres, Dublín o Chicago suelen reducirse a dos horas cómo máximo de contacto real dinámico con el nuevo idioma y con la gente local. Por este motivo, se me ocurrió, en el año 2000, crear en España un microcosmos del mundo anglosajón en todo su esplendor, en toda la cruda realidad de su dinámica lingüística y temperamental. Decidí, gracias a las nuevas posibilidades brindadas por Internet y el correo electrónico, intentar llegar a todo tipo de públicos del mundo anglosajón, buscando voluntarios interesados en venir a España para hacer nuevos amigos españoles y «zarandearles» durante seis días seguidos en un intento de superación definitiva de la barrera psicológica que tienen con el inglés.
Difundida la invitación, la acogida fue tremenda y en los últimos ocho años más de diez mil personas, todas voluntarias, han cruzado océanos y canales para prestar su voz y su amor por la cháchara y para ser mis cómplices en esta curiosa y noble tarea. He aquí el desglose de voluntarios angloparlantes en un programa de seis días de hace unos meses:
Un banquero de Ontario
Una maestra de Glasgow
Un funcionario de Ottawa
Una farmacéutica de Boston
Un mochilero de Nueva Zelanda
Dos amas de casa amigas de Texas
Un fisioterapeuta de Nuevo México
Un bombero jubilado de Melbourne
Un matrimonio jubilado de Londres
Un guardabosques de Dakota del Sur
Un profesor de la Universidad de Leeds
Un empresario jubilado de Johannesburgo
Una escritora de novelas rosas de Virginia
Una estudiante recién licenciada de Sidney
Un joven rico, sin actividad laboral, de California
Llegan de todos los rincones del mundo y llegan como voluntarios. Al leer el enunciado del programa de Vaughantown, piensan: «Esto es para mí. Me alojan y me dan de comer en un sitio precioso y lo único que tengo que hacer es hablar. Yo, que no me callo ni debajo del agua».
Por esto, a veces llamamos a los programas de Vaughantown en plan jocoso «la maratón del parloteo». Es tal la intensidad lingüística, que un solo día equivale a 10 días en el extranjero. Sólo nuestra amiga Claudia, del capítulo anterior, ha encontrado una fórmula que pueda competir en igualdad de condiciones, con la salvedad de que ella sólo se codeaba con gente con acento de Kansas. En Vaughantown, usted tiene que vérselas con acentos que van desde Escocia hasta Nueva Zelanda, pasando por Texas e Irlanda del Norte.
Cada día y cada hora de la estancia en Vaughantown le obligarán a oír inglés en boca de nativos y a expresarse para que le entiendan. Son, en su mayoría, muy habladores y tienen una edad media de 50 años. Tendrán muchas anécdotas vitales y otras historias que contarle y le darán la tabarra todo el día con lo suyo. Puesto que no saben español y tienen poca o nula experiencia escuchando hablar en inglés a los españoles, no le entenderán en un principio y usted tendrá que aprender a expresarse con la mayor claridad posible para que la conversación discurra por unos derroteros interesantes.
Cada hora se le asignará un angloparlante y por las tardes estará a veces con dos a la vez. Desde que se siente a desayunar hasta que se caiga rendido en la cama a medianoche o después, el inglés no parará. No existe en todo el mundo ningún lugar donde se encuentre más intensidad a la vez que más variedad lingüística en inglés. Es inigualable y, por esto, es imperativo que yo haga mención de ello en este libro. A muchos españoles no les entra en la cabeza que uno pueda sufrir más apuros de comunicación en inglés en España que yendo a vivir al extranjero. Los que sí han ido a Vaughantown y han sufrido en carne propia la tremenda intensidad lingüística de la experiencia, saben que es una riada imparable de inglés que le llevará río abajo y que usted no tendrá más remedio que aprender a mantenerse a flote, si es preciso, al estilo perro, como nuestro amigo del capítulo 8.
Lo más importante en Vaughantown es, como ya he reiterado, la notable mejora que se experimenta en dos aspectos: la comprensión auditiva y la confianza al hablar. Para terminar este capítulo, quiero ofrecerle, casi textualmente, un párrafo que me escribió el Consejero Delegado de la filial española de una de las empresas multinacionales más importantes del mundo. Es una persona muy conocida y respetada en el mundo empresarial español y cuando yo le di unas horas de clase de inglés hace tres años, me quedé impresionado no sólo por su calidad humana, sino por lo bien que sabía expresarse en inglés. Cuando le mencioné esta última impresión mía, él quiso puntualizar:
«El presidente mundial de esta empresa es canadiense y los otros siete miembros del comité de dirección son ingleses, escoceses y un surafricano. Sigo bien solamente el 80% de lo que dicen, y cuando se acelera el cruce dinámico de comentarios de un lado al otro de la mesa, me quedo con menos del 50%. Después, en las comidas y cenas, hablan de patinaje artístico o del bungalow que uno tiene en las Islas Fiji y me quedo totalmente a dos velas. En las comunicaciones rutinarias siempre me he defendido sin problemas, pero desde que estoy en la cumbre, el reto comunicativo es mucho más evidente, y la importancia de entender todo a la primera absolutamente crítica».
Al igual que Javier Solana en Bruselas o que los miembros de la delegación española de las Naciones Unidas en Nueva York, usted no va a hablar un inglés perfecto jamás. Pero recuerde de nuevo lo que le voy a decir, porque quiero repetírselo una vez más: lo más crítico para el futuro de su inglés está en poseer un oído perfecto para los significados y matices del idioma. Si no me cree o si no quiere atenerse a esta advertencia, entonces hará bien en tirar este libro por la ventana ahora mismo.
En mis 35 años de experiencia docente, sólo he encontrado cinco formas distintas para resolver, de una forma definitiva, el reto auditivo en inglés y son éstas:
- 3000 horas oyendo y escuchando inglés en soporte audio, sin angustiarse si no entiende en muchos momentos.
- Un mínimo de dos años viviendo y estudiando o trabajando en un país de habla inglesa.
- Un mínimo de cinco años realizando un trabajo importante en el que deba tratar con nativos de habla inglesa diariamente.
- Un mínimo de diez estancias tipo «Claudia en Kansas» del capítulo anterior (diez meses en total).
- Entre siete y quince programas de Vaughantown, según su nivel auditivo de arranque.
Solamente las dos últimas alternativas son realistas para la mayoría de los españoles. Tácheme de tremendista o de aguafiestas, pero no he conocido todavía en toda mi vida profesional ningún español capaz de entender a la primera (por mucho que piense que sí) que no haya pasado por procesos tan radicales como los que acabo de citar o peores.
Good luck!