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A mi regreso de York hallé que todos aquellos idiotas de Coquet Hall estaban completamente subyugados por Stone. Naturalmente, no podía esperarse de Maisie Bunting sino estupidez, y tampoco se podía pedir mucho más al hipócrita de Graham Lacacheur. Pero Elena Soutar y el pequeño señor Muir hubieran debido ser más perspicaces, lo que me asombró en verdad. En cuanto al canónigo Fish, se hallaba sumido en un completo estado de estupor. ¡De poco le sirvió su fortaleza cristiana! Su mujer... bueno, las lágrimas nunca han servido para resolver problemas, y jamás he podido soportar poetas neuróticos. De los Mac Queen no digo nada, por supuesto, ya que no son gente de mi esfera.

Sin embargo recuerdo un almuerzo sumamente divertido. La tensión nerviosa era tremenda. Una criada descuidada dejó caer un tenedor, que provocó un alarido por parte de Maisie, la cual poco después cayó desmayada. Graham Lacacheur había colocado su libro al revés y Margarita Fish, como de costumbre, lloraba silenciosamente. Solamente el señor Marcos Fanshawe conservaba su habitual indiferencia, a pesar de que se hallaba de mal humor. Yo era la única impasible y temo que el señor Muir me haya creído una mujer sin corazón. En verdad, me divertía tratando de descubrir —aunque con poco éxito— algún parecido entre el señor Stone, sentado en un extremo del comedor, y su hermana Beatriz en el lado opuesto.

Stone había endosado su cuento a cada uno de ellos, por turno, tras hacerles prometer que guardarían la más absoluta reserva. Todos se hallaban dominados por una curiosa sensación de terror ante los acontecimientos que debían producirse y, al mismo tiempo, sentían cierto orgullo de estar en el secreto. Ninguno de ellos fue capaz de adivinar, ni remotamente, la verdad. También, para ser justa, yo era la única que sabía lo que había ocurrido en el Easton Knoyle y en Nether Fordington. En circunstancias menos espantosas hubiera juzgado la situación muy divertida.

Como es natural, luego de haber contado su historia a todos los demás, no pasó mucho tiempo sin que me llegara el turno. Concedí a Stone una entrevista. Le invité a que tomara una taza de té en mi salita, teniendo la precaución de guardar en un cajón el retrato de Sofía. Apenas comenzó vi claramente que ni Rosa ni Eduardo pensaban perder la fortuna, hiciera o no Beatriz un nuevo testamento. Era evidente que Beatriz iba a morir muy pronto —probablemente dentro de uno o dos días—. El cuento de Stone era un impertinente y rebuscado intento para establecer de antemano la culpabilidad de Haroldo. Lo más siniestro era que la opinión pública de Coquet Hall se inclinaba rápidamente —tal es la credulidad humana— contra el pobre Haroldo.

¡El monstruo de Bundaberg! Ciertamente había existido tal persona... pero murió en un establecimiento penal de Tasmania en 1916.

En un principio, al igual que Marcos Fanshawe, me negué a creer que el Enrique Washwood, de Bundaberg, hubiera existido jamás. Eduardo y Rosa cometieron varios errores fundamentales, aunque tuvieron una suerte increíble con el descubrimiento de que veinte años atrás hubo un asesino terrible en Australia. Debieron de quedar tan encantados con este hallazgo que hicieron con él la base de su plan. Yo sólo descubrí que Washwood había existido realmente cuando envié a Mabel Trubshawe aquella misma noche, en una visita relámpago, al Museo Británico, con instrucciones para escudriñar los recortes de los diarios en pos de aquella historia... siempre y cuando tal historia hubiera existido. No encontró por cierto el relato del caso de Bundaberg, pero descubrió que todos los párrafos relacionados con el asunto habían sido esmeradamente recortados de los Melbourne Sun y Sidney Star de 1910. Este hurto de los archivos del museo tenía que ser descubierto, inevitablemente, tarde o temprano. Probablemente muy pronto, pues Stone, en cuanto Haroldo, según lo planeado, huyera, sin duda atraería la atención sobre aquello y lo presentaría como la última y desesperada tentativa de Haroldo para borrar todo rastro de su pasado.

En cuanto Stone hubo alineado sus horrendas pruebas sobre la mesa de mi salita, me sorprendió el hecho de que la fotografía de Washwood estuviera en un papel aparte y no integrara ninguno de los recortes. Mucho después descubrí que era una reproducción sacada de un antiguo programa de concierto de Haroldo Warburton. El verdadero monstruo de Bundaberg tenía un tipo completamente distinto: el de un cretino brutal con taimada sonrisa. Haroldo, en cambio, por torpe que pareciera, tenía una timidez llena de encanto, como, siempre decía su sobrino Hallam.

Eduardo y Rosa tuvieron, pues, lo que deben de haber considerado como una segunda racha de suerte colosal, aunque fue fatal para ellos. A las veinticuatro horas de la muerte de la señorita Langdon-Miles, Eduardo desempeñó temporalmente en Londres el papel de señor Stone —solamente por unas pocas horas— y tuvo lo que llamó una entrevista muy fructífera con la secretaria de la señorita Langdon-Miles en el Club Anglo-Americano de Señoras.

Qué tonta esa Sofía! Estaba tan impresionada con la muerte de su "muy querida señorita Langdon-Miles" y tan encantada por el hecho de hallarse en presencia de un verdadero detective de carne y hueso, que no se le pasó por la imaginación pensar que tras la agresiva personalidad del elegante señor Stone se ocultaba el mismísimo Francisco Toplady. Se tragó el cuento con anzuelo, caña y todo. Sus prejuicios contra Haroldo siempre fueron totalmente absurdos y en el señor Stone encontraba un atento oyente. Le contó todo sobre los "desagradables modales" de Haroldo en el Old Vic y en qué forma ordinaria le había dado, cogiéndolos con los dedos, aquellos bombones de licor. Me imagino que Stone apenas podía dar crédito a sus oídos ni a su estupenda suerte. Él y Rosa se aferraron con tanto ahínco a ese relato de los bombones que ni siquiera reflexionaron. Se apoderaron de la anécdota y la encajaron en el plan general. Pero fue una lástima para ellos que transcurrieran casi veinte horas entre el momento en que Felipa comió los bombones y aquel en que cayó muerta en Cranmer Hall. Y una lástima, también, que en el caso de Nether Fordington yo investigara tan minuciosamente sobre cuestiones toxicológicas y supiese tanto sobre la rapidez con que la estricnina ataca a sus víctimas. Asimismo, sabía que la señorita Langdon-Miles —postrada por su querella con Beatriz en la noche anterior— había tomado dos aspirinas antes de partir de Club Anglo-Americano de Señoras para Cranmer Hall. En una palabra, hubiera sido mucho mejor para Eduardo y Rosa el haber descartado totalmente los bombones.

No quiero decir con esto que fueran tontos. Nadie piense que eran tan ingenuos como para esperar ver a Haroldo Warburton en el banquillo, acusado de un crimen premeditado. Esto era innecesario. Para-provocar en Coquet Hall una atmósfera violentamente hostil hacia Haroldo, para crear ese estado de cosas en el cual todos aguardábamos el momento en que envenenaría a su mujer, para enloquecernos a todos... para conseguir todo esto, el cuento de Stone era como hecho de encargo. Ante un tribunal no habría prosperado todo el asunto del monstruo de Bundaberg y de los bombones de licor. La farsa se hubiera descubierto. Mas, suponiendo que todos, todos nosotros, en Coquet Hall, estuviésemos tan convencidos de la culpabilidad de Haroldo que considerásemos nuestro deber —con un pequeño esfuerzo de Stone— pedir la exhumación del cadáver de Beatriz, y que luego Haroldo desapareciese, huyendo de la justicia a los ojos de todos, entonces la culpabilidad del fugitivo sería evidente. No habría juicio, su culpa quedaría probada sin que fuera necesario hacer muchas averiguaciones y Haroldo y sus herederos no podrían ser beneficiarios del legado de Beatriz. Después de todo, ¿quién más podría haber administrado la heroína cuya fuerte dosis sería encontrada en el cadáver de Beatriz? Para ese momento, a su vez, Stone, con los recortes de periódicos, píldoras y el diario de tapas verdes, habría desaparecido... y Eduardo Langdon-Miles estaría de regreso en su oficina de Nueva York, listo para expresar su sorpresa al ser informado de su buena suerte y heredar, en forma tan indirecta, la famosa fortuna de la familia de Langdon-Miles.

Una de las ingeniosidades de Stone fue la forma en que consiguió mantener inactivos a todos los que estaban en Coquet Hall. Por lo menos uno o dos de ellos habrían hecho lo imposible por salvar o prevenir a la pobre Beatriz... Claro que Stone tomó sus precauciones para impedirlo. Podrían estar horrorizados, pero no había necesidad de que se molestasen, ya que Stone era un detective profesional y estaba en contacto con la policía. Según Stone, la policía era muy lenta e incrédula; no obstante nos aseguró a todos que actuaría a tiempo... Lisandro Stone se encargaría de ello. Con una prueba más, el caso llevado ante Scotland Yard sería irrefutable. Entonces aparecieron el diario y las píldoras... "He aquí la prueba decisiva", dijo Stone, y corrió a Scotland Yard. No tengo necesidad de decir que, seguramente, jamás se aproximó a dicha institución.

En aquel día angustioso, cuando todos creían que Stone estaba en Londres y aguardaban ansiosamente su regreso con dos fornidos policías, en realidad ocupaba su tiempo en forma muy diferente. Como se ve, había comenzado a tener una vaga sospecha de que yo pudiera saber algo que no debía saber. En el horizonte del cielo límpido y sereno de Eduardo y de Rosa comenzaban a aparecer unas pequeñas nubecillas ¡Yo era la tía de Sofía Coppock! Con una charlatana en el lugar como Maisie Bunting, no era difícil que Stone se enterara de esto. Además, por la misma fuente, debe de haberse enterado de que yo había visto al coleccionista de hongos en el monasterio de York. Pronto se dejó dominar por el pánico, y una vez más estuvo en mis manos. Quiso preparar una coartada y demostrar que Stone y el micólogo eran dos personas y no una, su "visita" a Scotland Yard le dio esa oportunidad.

Una vez que el coche de caza lo hubo dejado en la estación de Rothbury, tomó el tren para descender en Newcastle y volvió al valle del Coquet en el Rolls amarillo. En el coche se puso nuevamente su plus-tour negro, el panamá blanco y tomó otra vez la lata de recolector. Habiendo llegado al comienzo del valle, continuó en bicicleta por el caminito que llevaba a Coquet Hall. Si lo hubiesen visto desde las ventanas del hotel, le hubiera servido para su propósito, ya que la noticia de que el micólogo había vuelto se comentaría por todas partes. Fue un caso de mala suerte que el señor Muir, no pudiendo soportar la tensión nerviosa ni un minuto más, eligiera ese momento para salir a dar un paseo en coche, en dirección a Otterburn. Faltó poco para que se cruzaran, y el falso micólogo tuvo que huir. De enfrentarse con el señor Muir, su cabello cortado casi al rape, a la alemana, como lo usaba el señor Stone, lo hubiera delatado y el encuentro habría sido desastroso. Se salvó por un milagro, y sospecho que cuando regresó al Rolls Rosa le echó un buen sermón. A todo esto, naturalmente, como por rutina, Mabel Trubshawe seguía sin cesar al Rolls, amarillo, fuera donde fuera... Rosa estaba a cargo de ella y Eduardo era asunto mío.

Una de las cosas curiosas del relato de Stone es que hubiera tanto de verdad en él. Casi todas las razones que invocaba para que Haroldo Warburton hubiera cometido el crimen se podían aplicar con igual validez a él mismo. El motivo —la fortuna de la familia de Langdon-Miles— era el mismo para ambos casos; como así también lo eran muchos de los detalles. La necesidad de eliminar primeramente a Felipa y luego a Beatriz, para así impedir que el dinero pasara a manos de la Iglesia, existía igualmente, tanto si el criminal era Haroldo Warburton, como si lo era Eduardo Langdon-Miles, alias Stone. El deseo de cambiar de veneno —estricnina por heroína— con el objeto de que Beatriz muriera de muerte "natural"... todo eso también era semejante, tal cual Stone nos lo explicó al señor Muir y a mí. Supongo que los Langdon-Miles fueron educados, de niños, con un gran respeto por la verdad, y el señor Stone no mentía a no ser que se viera forzado a ello. En una palabra, todo su relato era verdad, con excepción del pequeño detalle de que el asesino no era Haroldo Warburton sino él. El diario de Warburton, que apareció en momento tan preciso, era, sin embargo, el ardid más burdo y transparente de todos los presentados por Stone. Yo estaba asombrada ante la credulidad del señor Muir. No bien Stone me habló del diario, le envié a que lo fuera a buscar bajo la pila de pantalones de verano que se encontraba en el cuarto de vestir de Haroldo. Los Warburton, en ese momento, paseaban por el patio, de modo que no fue difícil para Stone introducirse en sus habitaciones privadas. ¡Pantalones de verano! El diario y las píldoras estuvieron siempre en el bolsillo de Stone. El pequeño señor Muir estaba ocupado en revolver las cosas de Beatriz, cuando por primera vez Stone dijo que los había "encontrado" en el cuarto de vestir. Después que inspeccioné el diario y las píldoras y que Stone los "volvió a colocar" entre los pantalones, envié a Crowe al cuarto de vestir y no pudo dar con ellos.

Supongo, dicho sea de paso, que mientras Stone y Muir revolvían los cuartos del matrimonio Warburton, el falso detective puso las aspirinas que tenían una dosis completa de heroína y pudo escamotear las que sólo contenían una dosis para provocar "un ataque al corazón". Además, también me inclino a pensar que las aspirinas poseían una pequeña porción de opio... exactamente la necesaria para asegurarse de que Beatriz sufriría un respetable número de dolores de cabeza. En una palabra, se trataba de un crimen bastante cruel...

Pronto vi que el diario tenía poco de convincente. Para comenzar, figuraban las fechas desde el principio del año, con los comentarios ya conocidos. Sin embargo, una pequeña etiqueta pegada en la parte interior de la tapa indicaba que este diario de bolsillo había sido comprado en un gran quiosco del Strand, en Londres. No podía pertenecer, pues, a Haroldo Warburton, quien se hallaba en pleno Pacífico durante el mes de enero. Pago sumas exorbitantes para mantener a la policía y no tengo intención alguna de convertirme en un sabueso profesional, pero afirmo que me sentí segura de que las anotaciones hechas en el diario eran sólo una imitación tolerable de la escritura de Haroldo... Por lo menos, lo suficiente como para engañar a los que estábamos en Coquet Hall. El punto que más me interesaba fue que hasta el 25 de mayo, fecha en que Stone había dejado de escribir en el diario, todas las anotaciones, tanto las normales como los siniestros rasgos en tinta roja, eran una fiel reseña de los hechos; pero, lo que podríamos llamar las anotaciones "proféticas", las referentes a acontecimientos que habrían de sobrevenir, fueron desmentidas, como lo probaron luego los hechos.

Naturalmente, Stone sabía que esto había de ocurrir así, ya que por más ingenioso que fuera no podía adivinar los días en que Beatriz iba a tener ataques al corazón o morir. Y así urdió varias estratagemas para demostrar por qué las fechas estaban equivocadas. Una de ellas fue la del pollo deshuesado. De acuerdo con el diario, el 25 de mayo debía sufrir Beatriz una crisis cardíaca. Cuando Stone vio la bandeja con la comida en lo alto de la escalera, aprovechó la oportunidad. Robó un poco de pollo, lo metió muy probablemente dentro de un sobre y después puso la bandeja sobre el felpudo... frente a la puerta del matrimonio Warburton. Una vez más, su ansiedad lo había traicionado, pues Crowe me dijo que a los sirvientes les estaba terminantemente prohibido servir las bandejas en forma tan incorrecta, ya que siempre se dejaban en los dormitorios o sobre una mesita. Stone suministró al fastidioso perrito una fuerte dosis de veneno para las ratas y dijo luego a los muchachos Mac Queen que Binks había comido algo de la cena destinada a la señora de Warburton. Por cierto, la señora de Soutar nunca hubiera permitido que semejante cosa ocurriera en Coquet Hall, pero Binks era un perro de lo más impopular y el "niño" Mac Queen no remoloneó en propagar el cuento.

Cuando en la noche del 28 de mayo murió Beatriz Warburton, todos sufrimos una fuerte impresión. Aun si hubiera sido de muerte natural, siempre nos hubiera impresionado, pues era una mujer progresista y estimada. Así me contaron al menos, pues yo nunca la conocí. Nadie en el hotel había pensado que la muerte ocurriría antes de la fecha indicada en el diario —1º de junio— y todos confiaban en que Stone llegaría con la policía durante la mañana del día 29. Todos tenían gran fe en Stone y creo que hasta él mismo se sorprendió de que la muerte se produjera con tanta rapidez; dijo que le había impresionado ver las persianas cerradas a su "regreso de Londres". Hábilmente atribuyó la muerte al hecho de que Haroldo "debió de presentir algo". Stone sugirió que el odioso Juan Smith habría informado a Warburton del registro efectuado en sus habitaciones... y de ahí que Haroldo precipitase el fatal desenlace.

La muerte de Beatriz Warburton me impresionó a mí también. Debo confesar que no había pensado que esto ocurriría en ausencia de Stone. Naturalmente, debí darme cuenta de que el alejamiento de Stone no tenía nada que ver con que Beatriz tomara o no una aspirina. ¡Pobre Haroldo Warburton! Estaba deshecho..., y el día del funeral Stone fue asiduamente de uno a otro de nosotros, insistiendo en que "hasta el final, Haroldo era un gran actor".

Cuando los Mac Queen encontraron aquella nueva y reluciente azada escondida bajo la manta del Bentley de los señores de Warburton, decidí que había llegado el momento de actuar. Al principio deseché el hallazgo de la azada como un ardid estúpido de Stone. Esto, en verdad, podría ser un intento para poner a los Mac Queen o a Maisie Bunting en un estado de pánico, pero pensé que así y todo carecía de lógica. Todos los esfuerzos de Eduardo y Rosa estuvieron destinados a convencernos de que la muerte de Beatriz sería "natural" en apariencia. Cualquier plan que sugiriese la idea de que Warburton trataba de disponer clandestinamente del cadáver, haría fracasar completamente la estratagema. El entierro debía ser tan "natural" como la muerte; aunque sospecho que Stone lamentó de todo corazón que Haroldo no pidiese la cremación del cadáver. La azada, si tenía por objeto inculcar en nuestras mentes la idea de una sepultura secreta, era algo que no tenía ni pies ni cabeza.

De pronto advertí todo su significado. Había supuesto que la azada escondida en el auto de Haroldo era para que nosotros la "viéramos". Lo mismo que fue conveniente que supusiésemos lo del monstruo de Bundaberg y lo del diario. Me había equivocado. Estando Beatriz enferma o muerta, sería raro que se usara el Bentley, y a no ser por la curiosidad de los Mac Queen, hubiera servido de excelente escondite por una noche. El señor Stone tuvo la precisa intención de ocultar la azada, y su hallazgo fue un serio trastorno para él, por cuanto no tenía relación alguna con la muerte "natural" de Beatriz. Era nada más que el instrumento necesario para explicar la desaparición de Haroldo y su huída de la justicia. Al comprar la azada, Eduardo y Rosa se estaban preparando para el acto final del drama: estaba destinada para cavar, no la tumba de Beatriz, sino la de Haroldo.