IX
A la tarde siguiente tuve la sensación de que casi todos en Coquet Hall conocían lo del monstruo de Bundaberg y lo que el destino deparaba a la pobre Beatriz Warburton.
Cuando bajé esa mañana del 28 de mayo, el canónigo Fish ya estaba tomando su desayuno. Era un hombre que nunca me había gustado. De acuerdo a sus personales dotes, era un elevado y ferviente teólogo, pero el misticismo que le rodeaba era excesivo para mi sentir de librepensador. Además, se bañaba con agua fría —por lo menos así nos lo informó— y por eso durante el desayuno estaba aún más rosado que en otras horas del día.
Por el contrario, su mujer era totalmente distinta. En cierto modo todos la queríamos. Era sencilla. Se puede decir que fea, aunque eso era lo de menos tratándose de la querida Margarita Fish. La luz interior brillaba en sus ojos. Era tímida —terriblemente tímida—, pero no buscaba la felicidad entre las gentes. Bajo el seudónimo de "Miguel Lechlade" había escrito algunos de los sonetos más hermosos de nuestros tiempos, a pesar de que su identidad era conocida por muy pocos. ¡Pobrecita! Sufría de insomnio y creo que sus mejores obras fueron escritas durante las primeras horas de la madrugada.
Hacía casi diez años que los Fish veraneaban en Coquet Hall, de modo que era natural que el canónigo me saludara con cierta efusión. Pero ¡qué impetuoso era! Quizás debido a que yo tenía los nervios de punta, su excesiva amabilidad me irritó sobremanera.
—¡Pobre señora de Soutar! —dijo cuando hubo terminado sus salutaciones—. Estoy desesperado con este terrible asunto. Naturalmente la policía llegará a tiempo, pero, en cualquier forma, es algo terrible. No quisiera abandonar a la señora de Soutar en esta hora de prueba, pero no sé si debiéramos quedarnos. Es algo sumamente denigrante. Supongo que los demás partirán...
Bueno. Si a Elena Soutar le había parecido bien confiarse al canónigo, yo no tenía por qué inmiscuirme en sus asuntos. Siempre guardó un exagerado respeto a su investidura. Debo decir que, a pesar de todo, estaba sorprendido.
El señor Stone acababa de terminar la última tostada cuando me senté a la mesa. Estaba acosado por la incertidumbre. Sus primeras palabras me proporcionaron algún alivio, aunque sabía que en realidad esta calma sería de corta duración.
—La señora de Warburton ha pasado la noche —dijo—. El ataque número 3, al corazón, no se ha producido. Crowe me ha dicho que esta mañana se encuentra algo mejor.
—Gracias a Dios —murmuré.
—No estoy tan seguro como preocupado. Algo ha perturbado el plan establecido por Haroldo. Quizás haya sospechado algo. Dígame, ¿quién es ese Juan Smith que nos sorprendió en el pasillo? Es un tipo desagradable. ¿De dónde lo ha sacado Fanshawe?
No le pude dar muchos detalles sobre Juan Smith. Llevaba al servicio de Marcos sólo un par de años; esto no era extraño, pues los secretarios o sirvientes de Marcos —ignoro exactamente lo que eran— nunca duraban mucho en su puesto. Y, por otra parte, no tenía la impresión de que Juan Smith, pese a su aspecto antipático, hubiese sido capaz de llevarle chismes a Haroldo.
—Bueno —dijo Stone—, ya es hora de que me vaya; el coche me espera. Veré a Wuthersby en Scontland Yard esta tarde y, si puedo, lo traeré conmigo mañana a cualquier hora. ¡Adiós! ¡No pierda de vista a Haroldo!
Aparentemente, el día en Coquet Hall transcurrió con toda normalidad. A la señora de Warburton se le había perdonado la vida por unas horas. Los muchachos Mac Queen pasaron la mañana en carreras de automóvil entre Newcastle y el hotel, y por la tarde perdieron una increíble cantidad de pelotas de golf en el brezal. A pesar de que el calor en aquel año de 1931 se hizo sentir más pronto que en otros años, Lacacheur pasó el día junto al fuego de la salita íntima que se encontraba al lado de la gran sala, absorto en la lectura de Los crímenes de los papas. Marcos bajó muy tarde. Margarita Fish, después de su viaje agotador, pasó toda la mañana en la cama. La señora de Bradford hizo su aparición, sólo durante unos instantes, a la hora del almuerzo. La señorita Bunting recorrió los alrededores en pos de brezo blanco para la tumba de Binks. El matrimonio Warburton paseó lentamente para tomar el sol. Yo, en cambio, pasé una mañana desprovista de todo atractivo. No estaba de humor para ir a pescar; de todos modos había demasiada luz. Quizás debí de hacerlo, pero tenía la impresión de que mi presencia de algún modo protegía a la señora de Warburton, aunque, en realidad, no sabía muy bien cómo. Durante un rato vagué de un lado a otro y por fin me dirigí a la salita íntima. Me costaba admitir que en aquel mismo lugar había pasado tardes tan agradables escribiendo El pastor de Ettrick y que allí mismo Marcos y yo habíamos jugado tantas y tan agradables partidas de ajedrez. ¡Fueron tan alegres vacaciones!... Con cierta melancolía pensé que éstas pudieran ser las últimas. Traté de leer algunas notas que había tomado durante el invierno sobre unas cartas de Scott a Hogg, pero el cuarto era un horno y Lacacheur me miró con verdadera furia cuando quise abrir la ventana. Resolví intentarlo en el salón de fumar. Cuando salía, Lacacheur levantó los ojos de su manuscrito.
—Algún antepasado en el presidio de Botany Bay [4], supongo.
—¡Dios Santo —murmuré—, usted también lo sabe!
—¡Naturalmente! Mi especialidad es el crimen y el señor Stone estaba encantado de poder consultarme.
—¿Sobre el caso Washwood?
—Claro que sí. Lo estudié hace muchísimos años. Presumo que Stone habrá ido a Scotland Yard. Esperemos que llegue a tiempo. Me ha dado la impresión de ser un hombre inteligente y rápido. Sólo han transcurrido ocho días desde la muerte de la señorita Langdon-Miles; no ha perdido el tiempo. Marcos, con aire de gran superioridad intelectual, dice que no cree una sola palabra y que Stone es un sujeto vulgar. Naturalmente, todo se debe a los celos. A Marcos siempre le ha disgustado que otra persona que no fuese él ocupase el sitio de honor.
—Marcos es siempre escéptico —dije—, pero el diario...
—¡Ah... sí, el diario hubiera debido convencerlo! Usted, según he oído, lo ha tenido en la mano. Debo decirle, mi querido Muir, que es sumamente satisfactorio comprobar que mis teorías sobre la criminalidad hereditaria se cumplen también en la práctica.
—¡Satisfactorio! —dije con voz entrecortada.
—¡Oh! Naturalmente que uno lo lamenta por la pobre señora, pero si, digamos un siglo atrás, a un antepasado de Washwood hubiese sido deportado a Botany Bay, ¡qué fascinante resultaría! Un examen del árbol genealógico de Washwood podría ser de gran utilidad. Espero con ansiedad descubrirlo.
Me retiré asqueado. El almuerzo fue terrible. No tenía ningún apetito. Un criado dejó caer un cubierto, lo cual asustó tanto a la señorita Bunting, que profirió un grito estridente. ¡Por lo visto, ella también lo sabía! Marcos estaba fastidioso. Hacía mofa de nuestros nervios y durante todo el almuerzo leyó con ostentación el Connoissieur. Sin embargo, cuando bebió el coñac noté que su mano temblaba. Lacacheur también había colocado un libro sobre la mesa, pero no advirtió que estaba al revés hasta haber terminado la sopa. El canónigo y la pobre Margarita no hablaron; creo que ella lloraba silenciosamente. La señora de Bradford parecía impasible, quizás porque fuese la única que ignorara aún todo. Y para colmo de males, los Warburton traslucían felicidad.
Después del almuerzo, a solas en el gran salón de fumar, creí que podría dormir un rato, mas, a medida que transcurrían las horas, la atmósfera de aquella casa extraña y hermosa se tornaba terrorífica. Era tan solitaria... tan silenciosa... La tienda de campaña, plantada entre el brezo, a kilómetro y medio de distancia, después del incidente del corredor se había transformado en algo hostil. Ya no era lo que antaño me pareció, un amable vínculo con el mundo exterior, sino una avanzada de algún maligno ejército sitiador. Estábamos rodeados por el mal, y para colmo de males una espesa niebla todo lo envolvía. Gran parte del hotel, casi podríamos decir la totalidad, parecía malsano, como si todo fuese ligeramente anormal. Quise convencerme de que esta sensación era fruto de mi nerviosidad, que el único ser verdaderamente anormal era Haroldo Warburton y que el señor Stone, segura, muy seguramente, llegaría a tiempo. La policía se llevaría tranquilamente a Haroldo y todo quedaría arreglado. Pero el silencio durante las largas horas de aquella tarde calurosa era terrible. "Los otros" estaban en sus cuartos, y sólo Dios sabía qué ocurría detrás de todas aquellas puertas. ¡Tan silencioso todo y tan peligroso! Aquella vida falsa, el lujo, la riqueza... y aquellas extrañas mentes torturadas, cada una con sus pensamientos secretos. Marcos, por ejemplo, o bien Lacacheur, o Margarita Fish, tan patética, tan sombría, rondando por los silenciosos corredores. Y las señales en la noche. También había estricnina, heroína y un entierro elegante en Torquay...
Sonó el teléfono y di un salto en mi silla; reprimí un grito. Me reproché por mi debilidad y me alegré de estar solo. Hubiera sido ridículo. El hechizo estaba roto. Entró Alicia.
—Por favor, perdone que lo haya molestado, pero es un telegrama para la señora de Bradford y hay una palabra que no llego a comprender. Algo que parece terminar con "tris" o "triz".
Atender el teléfono fue para mí un alivio. Me daba momentáneamente algo que hacer. Era la señorita del correo de Rothbury, transmitiendo uno de esos ridículos telegramas que Berta de Bradford solía recibir. Felizmente esta vez Alicia era la única persona que asistía al espectáculo que yo daba con la repetición del pasaje que decía: "Sí, dice Mac Taggart que tiene cicatriz grande pierna derecha. Madre de Miranda cedió finalmente. Newcastle, dieciséis horas mañana. Muy afectuosos cariños. Sofía".
Escribí el telegrama rápidamente, sin preocuparme siquiera de lo que decía, y le dije a Alicia que se lo diera a la criada de la señora de Bradford, una pobre criatura a la que ésta siempre reñía. En seguida salí al patio. Había resuelto dar un paseo de dos horas. No me era posible aguantar aquella lujosa casa silenciosa ni un solo instante más.