XIII

Después de esto, todo fue viento en popa. Cuando terminó mi larga exposición de cómo —tomando por punto de partida la jaqueca biliosa de Sofía— había podido reconstruir los hechos contra Rosa y Eduardo, noté que todas las miradas que hasta entonces habían estado fijasen mí, se dirigían hacia el señor Stone. Resultaba bastante difícil ver a la débil luz del fuego —afuera ya era noche cerrada—, pero estaba segura de que Stone se había puesto verde mientras pasaba nerviosamente el dedo por su cuello, como si de repente éste le hubiese quedado chico. Se sentó y sus manos se cerraron nerviosamente sobre la pequeña mesa Pembroque sobre la cual se hallaban todavía la agenda de cuero verde, las pastillas y los desvaídos recortes del Melbourne Sun.

Después, temo que el señor Stone se haya referido a mí en forma bastante desabrida. Su voz se tornó ronca y no pude entender bien lo que decía, pero distinguí algunas frases como "vieja chocha" y otras semejantes. Me sorprendió bastante, pues siempre tuve a la familia de Langdon-Miles por muy bien educada. Sólo puedo suponer que su actitud reflejaba la influencia de su ineducada mujer. El buen mozo Hallam Langdon-Miles y el pequeño señor Muir habían cogido de la chimenea grandes candelabros de plata. Como se trataba de dos piezas del siglo XVIII bastante pesadas, abrigué la esperanza de que no llegarían a ser empleadas como armas. Hallam y Muir se habían aproximado a Stone, colocándose a ambos lados del asesino. Yo había combinado con Mabel Trubshawe que si se producía cualquier incidente desagradable, ella se apresurase a sacar a Miranda del cuarto.

Con excepción del violento arranque del señor Stone, yo era la única persona que había hablado desde nuestra llegada. Me habían escuchado en absoluto silencio. Hasta podría creerse que el señor Lacacheur, Maisie Bunting y Marcos estaban petrificados. Por fin habló Hallam, dirigiéndose a Stone:

—¡Dígame, puerco inmundo!, ¿dónde está mi tío?

La respuesta de Stone fue casi un mero gruñido:

—No sé, en verdad, no sé. ¡Lo juro!

—Había olvidado —dije— explicar lo del señor Warburton. ¡Qué tonta he sido!... Estarán ustedes ansiosos por tener noticias suyas. Naturalmente yo no hubiera permitido nunca que lo asesinasen. Después de saber la verdad habría sido ridículo, ¿no es cierto?

—Pero se ha ido —dijo Hallam—; ha desaparecido desde hace más de veinticuatro horas... con el Bentley. ¿Dónde está?

— Su tío Haroldo —expliqué— recibió en la mañana de ayer una carta de la señorita Leticia Howe, de Liverpool...

—Nunca la he oído nombrar...

—No interrumpa —proseguí—. Naturalmente no la ha oído nombrar nunca, por la sencilla razón de que no existe. En su carta la señorita Howe explicaba que había sido institutriz de los niños Langdon-Miles y que siempre conservó vínculos de amistad y correspondencia con la querida Beatriz... su predilecta. Agregaba que se había enterado de la muerte de Beatriz demasiado tarde para poder asistir al entierro, pero que estaba en Rothbury, donde pensaba pasar la noche... Le rogaba, con el corazón desgarrado, que tuviera la bondad de encontrarse con ella en aquel cementerio solitario perdido en las lomas. Deseaba visitar la querida tumba y deseaba mucho, pero muchísimo poder oír algo acerca de la manera en que la pobre Beatriz había pasado sus últimas horas. No era ésta una invitación que, por lo general, un hombre sensible pueda rechazar.

—Y mi tío concurrió...

—No. A pesar del evidente riesgo, envié en su lugar a mi sobrina, la señorita Coppock. Sofía, deberá contarnos a todos lo que sucedió... ¡Vamos, hija, habla!

—Fue la cosa más extraordinaria —dijo Sofía— y espero que sabré relatado bien. Me tendrán que perdonar si no consigo hacerla. Ayer por la mañana la señorita Trubshawe y yo partimos en su pequeño Austin. No había subido a este automóvil desde que nos fuimos de La Trilla. ¡Qué tonta fui al no descubrir yo misma lo de las aspirinas!..., pero me sentía entonces tan enferma..., y además, ¿quién podía concebir tanta maldad? Pero ya estoy apartándome del tema. La señorita Trubshawe y yo llegamos al pequeño cementerio gris que está situado.un poco más abajo de la loma de Crigdon (¡qué lugar desolado!) a la hora exacta fijada por la señorita Leticia Howe para encontrarse con Haroldo Warburton. Ella había llegado antes que nosotras, o por lo menos así lo pensamos, pues frente a la puerta del camposanto estaba parado un gran Rolls amarillo. La mujer estaba junto a la tumba... El sitio era apacible y las coronas estaban aún frescas. La señorita Trubshawe y yo nos dirigimos por el sendero hacia ella; pero, ¡imagínense ustedes!, no era la señorita Leticia Howe ni por asomo, sino una persona a la cual conozco muy bien. "¡Señora de Carberry! —exclamé—. ¡Qué placer inesperado! No la he vuelto a ver desde que nos visitó usted el invierno pasado en el Easton Knoyle...

"Entonces sucedió algo verdaderamente inaudito. La señora de Carberry dejó caer de sus brazos el perrito y echó a correr, sí, a correr atropelladamente hacia la salida. El chófer debía de estar observándonos, pues puso en marcha el motor. La señora de Carberry subió de un salto al coche y, sin darnos tiempo para reaccionar, se alejaron a toda velocidad y desaparecieron. Como no podíamos dejar al perrito negro en el cementerio, nos vimos obligadas a traerlo con nosotras. ¿Han oído ustedes alguna vez cosa igual?"

Cuando Sofía terminó su relato estaba sin aliento. Los acontecimientos de los últimos días habían sido mucho para ella, y creo sinceramente que aún no había llegado a comprenderlo todo. Jamás pudo, en realidad, entenderlo. Sentí ciertos escrúpulos al enviarla a aquel cementerio tan solitario, pero pensé que el ver a la señorita Coppock, del Easton Knoyle, llenaría de terror más que nada en el mundo a Rosa Langdon-Miles. Ignoro cuál debía ser el destino que aguardaba a Haroldo Warburton... una inyección quizás, o un tiro de revólver. Nada más sencillo en tan desolado lugar. Presumo que aquella brillante azada nueva debía de estar en el Rolls, pero la forma en que se planeó la muerte de Haroldo fue un punto que el señor Stone no quiso aclarar nunca. Tampoco conseguí que me dijese jamás si había tenido la intención de asesinar a Felipa en su cama la noche que se escondió en la capilla del Easton Knoyle. Los miembros de la familia Langdon-Miles siempre fueron muy tercos.

Hallam era, en verdad, un joven muy impaciente. Parecía estar descontento y quería saber dónde estaba su tío.

—No alborote —le dije—. Su tío está totalmente a salvo. Cedí mi habitación aquí a Mabel Trubshawe, que pasó en ella la noche mientras yo estaba en Edimburgo.

Todos los oyentes se mostraron muy asombrados al oír esto.

—¡Sí, Edimburgo —proseguí— y no Simonsbath, ni siquiera Cambridge! Durante las últimas veinticuatro horas Haroldo Warburton ha estado en la tienda de campaña de Mabel Trubshawe. Bastante incómodo, sin duda, y sumamente aburrido, pero tenía unas novelas policíacas para pasar el rato. Era, como ven ustedes, el único sitio donde a nadie se le podía ocurrir ir a buscarlo. Si alguien lo hubiese encontrado antes de que yo regresara de Edimburgo, el señor Stone hubiera huido inmediatamente. Pero mientras el señor Stone siguiera en la creencia de que Rosa había eliminado a Haroldo y de que yo estaba camino de Exmoor... pues, continuaba tranquilamente con su plan. ¿No es verdad, señor Stone? ¿Es así?... Muy bien, si no quiere contestar, nadie puede obligarlo.

—¿Y dónde está el Bentley? -preguntó Hallam.

—En una cantera, en el camino de Rothbury —dije—. Creo que será poco probable que vuelva a ver a su mujer, señor Stone, a menos que... Pero ¿para qué ocupamos ahora de un futuro desagradable? ¿Desea usted comunicarnos algo?

Si alguien en aquel salón había pensado que Lisandro Stone se iba a dejar hundir sin presentar ninguna resistencia, se equivocaba de medio a medio. Sus manos se aferraron convulsivamente a los bordes de la mesa. Sudaba copiosamente. Se puso de pie.

—¡Todo es mentira! —gritó—. Una cruel mentira... Esta vieja malvada tiene más de ochenta años; está senil, loca, lo aseguro. Todo es una invención de su mente enfermiza... una locura, porque Eduardo Langdon-Miles está en Nueva York. Se lo dije al señor Muir. Le dije que había hablado por teléfono con él. El teléfono trasatlántico... hace apenas unos días.

—Bueno —dije—, podríamos intentarlo de nuevo, pero es sumamente costoso.

Hubo una pequeña risa general al oír esto y en seguida el señor Stone recomenzó su furioso discurso.

—Esta vieja bruja enloquecida no puede probar nada... absolutamente nada. Todos estos absurdos personajes, "Pym" y "Toplady", ¿quiénes son? Sólo disponemos de la palabra de esta momia para creer que en verdad hayan existido... Y si hubieran existido, ¿qué tienen que ver con la muerte de la señora de Warburton o de la señorita Langdon-Miles? Les digo que no es sino una infame mentira. No puede probar absolutamente nada. ¿Quién era ese personaje "Pym", si ni siquiera daba un verdadero nombre? ¡Yo nunca he estado ni cerca de Torquay! ¡En mi vida!

El hombre se estaba poniendo muy violento. Gritaba y le salía espuma por la boca. Se apoyaba con tanta fuerza sobre la pequeña mesa Pembroke, que temí llegase a romperla. Y les confesaré que he omitido algunos términos obscenos. Era algo verdaderamente horrible. Supongo que Miranda no entendería el significado de sus palabras.

—Señor Stone —dije—, no sea tonto ni nos tome a nosotros por tales. No puedo hacer aparecer al señor "Pym", por la sencilla razón de que usted es el señor "Pym".

—¡Pruébelo entonces, pruébelo!

—Muy bien —dije—; así lo haré. La señorita Mac Taggart, la profesora de inglés (una persona a la cual yo no he conocido nunca), se encontró con usted en la playa... cuando estaba haciendo el papel de "Pym". Había llevado a bañarse a las pequeñas del Firs y usted, señor Stone, estaba en traje de baño. Si la memoria de la señorita Mac Taggart es buena; hallaremos una gran cicatriz en su pierna derecha. ¿Quiere tener la bondad, señor Stone, de levantarse un poco el pantalón...?

—No haré nada de eso —respondió el señor Stone—; es cierto que tengo una marca, o si usted prefiere, una cicatriz en la pierna. Pero si no la tuviera, ¿no la hubiera inventado usted para aplicársela al señor "Pym", que también es inventado por usted? Además, aquí no hay ni un alma que haya conocido a ese señor "Pym".

—En eso se equivoca usted —dijo Miranda. Todos miraron a la niña con asombro. Estaba muy colorada, pero seria. Sus ojos brillaban y hablaba con voz firme.

—Ahí es donde se equivoca —repitió—. Seguramente recordará usted, "señor Pym", habernos llevado a Prudencia Lloyd y a mí en tranvía hasta Paignton. El año próximo vaya ir a Girton, y no volvería a hacer semejante cosa. Pero ¿no recuerda lo que nos reíamos...? Después gastamos todas sus monedas en la máquina automática del muelle. Seguramente recordará esto, "señor Pym".

—¡No, no recuerdo nada!-contestó secamente—, Primero habla una vieja y ahora una colegiala.

La señorita Amata había encendido las luces y pude comprobar que yo estaba en lo cierto: el señor Stone se había puesto verde, de un color verde muy feo.

—Me asombra —continuó diciendo Miranda-que no se acuerde usted. Le hicimos gastar todas sus monedas y luego quisimos que obtuviera cambio por un florín del reinado de Isabel, que colgaba de su cadena de reloj.

—¡Ah!-exclamé. Como un relámpago el señor Stone había llevado la mano al bolsillo de su chaleco.

—¡h! —gritó Hallam—. Había dos florines iguales en casa. Los encontraron hace muchos años en el jardín de la vieja casona sobre el Wirral... Mi padre tiene uno de ellos en la India, y siempre dijo que mi tío Eduardo tenía el otro.

Dicho esto, no hubo mucho más que agregar. El señor Stone intentó una débil defensa. Creo que hacía responsable de todo a Rosa, pero la voz se le estranguló en la garganta. La señorita Amata tuvo que ir a buscarle un coñac. Entonces miré a Elena Soutar.

—Señora de Soutar —dije—, tenga usted la bondad de llamar por teléfono a la comisaría de Rothbury. El oficial de guardia ya está al corriente de todo y enviará inmediatamente un automóvil y la orden de detención correspondiente, siempre que diga que llama de parte de la señora de Bradford.