X

El último día del período escolar de invierno comenzó y terminó en forma desastrosa. Era el día de nuestra representación de Navidad, fecha siempre solemne. Desde luego, el acontecimiento más importante de nuestra vida social era el Día del Discurso, en junio, pero eran muchos los padres y familias de las muchachas que venían a Torquay con motivo de las fiestas de Pascua para ver la función. Además, aquel año debía desarrollarse una pequeña ceremonia en el Salón de Fiestas, antes de que se alzase el telón. Y allí comenzaron nuestros infortunios.

A mi entender, la señorita Langdon-Miles había cometido una tremenda imprudencia. Iba a descubrirse un hermoso Cuadro de Honor y, con tal motivo, ¡no había vacilado en invitar a que pronunciase unas palabras al capitán Carhampton! Yo estaba estupefacta. Aunque jamás había estado en Easton Knoyle, me bastaba lo que había oído decir de él para conocerlo. Cierto que el nombre de Felicidad, su hija, era el primero que aparecía en el Cuadro de Honor, pero presumo que también la niña tenía más seso que modales. Cierto, igualmente, que el capitán Carhampton, aunque llevaba una vida licenciosa, había vuelto al Parlamento elegido por Bournemouth West, creo que dentro de las filas del partido conservador. Además, era un hombre extremadamente rico. Pero ni siquiera los maliciosos podían considerarlo como una de las debilidades de la señorita Langdon-Miles, si bien su designación para el discurso era algo incomprensible.

Pasé una mañana febril vigilando el embalaje de los baúles de las niñas, arreglando los itinerarios de viaje y atenta a que no fallara Parkinson en la distribución del servicio de té. La señorita Mac Taggart había elaborado absurdos proyectos para la representación de Navidad —y la misa subsiguiente—, que transformaron al Easton Knoyle en un verdadero caos. Por qué se le había permitido tal licencia es algo que me resultaba imposible comprender. Me senté para almorzar —un almuerzo apresuradísimo— en un estado de agotamiento total. Entonces, Mac Taggart, incapaz de sujetar su lengua como siempre, proyectó la primera sombra desagradable sobre la fiesta al informar en la mesa de que, en una de sus visitas al dentista, había visto un retrato del capitán Carhampton en la revista Tatler, comiendo en un lugar llamado creo que Quaglino's, con una mujer que no era la señora de Carhampton. Además, en la citada revista se le llamaba "capitán Reginaldo Carhampton (a) "Bongo". Todo esto era de lo más ominoso. Desaprobé la charlatanería de Mac Taggart; cosas tales es mejor pasarlas en silencio.

La discusión se hallaba en pleno apogeo cuando llegó el hombre en cuestión —una hora antes de tiempo— conduciendo un ruidoso automóvil tipo "sport" de color rojo. Entonces la señorita Langdon-Miles me pidió que entretuviera al capitán durante una hora, enseñándole el colegio. Me hallaba turbada, mas debo admitir que pronto me sentí a mis anchas en su presencia. Sin duda, sus modales adolecían de un exceso de familiaridad, pero es justo reconocer que los mostachos militares realzaban su elegante porte. Su alegre charla me hizo rejuvenecer y hasta llegué a pensar si mis recelos no eran infundados. Incluso me hubiera atrevido a decir que la mayor parte de las cosas que se decían de él eran calumnias.

Felicidad se colgó del brazo de su padre llamándole "Bongo" y en sus transportes de alegría llegó incluso a llamarme "querida Coppy", culminando todo esto cuando el capitán y Felicidad se empeñaron en meterme en el coche encarnado y llevarme —¡qué locura!— hasta el Sheldon ¡para tomar un cocktail! Comencé a preguntarme si no me estaban tomando el pelo, como se dice vulgarmente. Al sonar las tres de la tarde nos reunimos todos en el Salón de Fiestas. Yo me hallaba completamente aturdida.

Llegó el momento del discurso del capitán Carhampton y fue un verdadero desastre. Observé que la señorita Langdon-Miles se mordía los labios, retorcía la cadenilla de sus impertinentes y se tornaba cada vez más pálida. Nuestros visitantes intentaron tomar a risa el asunto, pero es indudable que debieron sacar una pésima impresión. En lo que a mí atañe, me sentía arrebolada, encendida.

El capitán comenzó diciendo que había tenido el placer de recorrer el edificio con "la señorita" Coppock, una joven damita encantadora (¡Yo que pasaba de los cincuenta!). Como es natural, no sabía dónde meterme, hasta que una observación, formulada con voz suficientemente alta por la señorita Mac Taggart, respecto a la juventud de las damas, demostró plenamente hasta qué punto imperaba la camaradería en el profesorado.

Yo había explicado al capitán Carhampton que el marco del Cuadro de Honor representaba lilas —como exponente de pureza— entremezcladas con ramos de amarilis —emblema del Easton Knoyle—; el conjunto constituía un encantador y sugestivo simbolismo. Mas para aquel hombre no había nada sagrado. Era una novedad para él —dijo— que una amarilis fuese una flor, pues siempre la había considerado como algo con lo que "uno puede divertirse en la sombra". Agregó que le gustaría volver al colegio, con tal de que, ¡por Júpiter!, se tratase de Easton Knoyle. Y así siguió, en el mismo tono, hasta que al fin llegó al término de lo que supongo debería calificarse de discurso, para felicitar a la señorita Langdon-Miles por su admirable éxito en —¡qué atrocidad!— "preparar a las potranquitas para iniciar su carrera en la vida". La señorita Langdon-Miles me dijo luego que el salón comenzó a danzar ante sus ojos y llegó a temer de verdad un desvanecimiento. Advertí también que el canónigo Fish mantuvo la vista clavada en el cielo raso, mientras su rostro, habitualmente rubicundo, había palidecido. Por gracia del Cielo yo me encontraba cerca de la puerta y logré escabullirme apenas el capitán concluyó su discurso. Me sentía postrada por la vergüenza y pensé que debía retirarme a descansar unos instantes. Entonces se produjo un incidente singular.

Al cruzar el vestíbulo todo parecía muy tranquilo. Las criadas estaban en la sala dando los últimos toques para servir el té; todos los demás se hallaban en el Salón de Fiestas. Comencé a sentirme un poco mejor —hubo momento en que creí desmayarme—, y como no quería perder la representación, me encaminé de nuevo hacia el Salón de Fiestas. Mas, al pasar junto al pie de la escalera, me quedé helada de terror. Un pequeño ruido me hizo mirar hacia arriba y tuve la casi absoluta certeza de que entre los balaustres había aparecido fugazmente una pierna empantalonada. ¡La cosa era alarmante en extremo! No cabía duda de que el propietario de aquella pierna era alguno de nuestros visitantes, pero ¿por qué se había escurrido hacia el piso superior y procedía de aquella forma? Mi primer impulso fue —pues no carezco de cierto valor físico— coger el palillo del gong y seguir a la pierna. No obstante, como la prudencia es a veces la mejor parte del valor, decidí consultar la cuestión con la señorita Wheelwright. Por desgracia, al abrirme paso entre el gentío del Salón de Fiestas quedé aprisionada y el haberme esforzado por lograr mi empeño hubiera ocasionado demasiada perturbación.

Imagínense mi estado de ánimo: agotada por el ir y venir con el capitán Carhampton al mostrarle la escuela; abrumada por su desdichado discurso; y, por añadidura, alarmada por lo que pudiera suceder arriba mientras estaba en el salón, prensada contra el radiador de la calefacción y sin poderme mover. Entonces, para colmo de desdichas, se levantó el telón. La representación se alejaba lamentablemente de las tradiciones del Easton Knoyle. Durante todo el período escolar, es decir, desde que supe que la señorita Mac Taggart, en su calidad de profesora de inglés, quedaba a cargo de la elección y montaje de la obra, abrigué serios temores. La primera parte fue excelente. Las pequeñas del Firs, bajo la dirección artística de la señorita Wheelwright nos ofrecieron cuatro tableaux vivants shakespearianos. Nada podía hallarse de más buen gusto que las hadas rodeando gracioamente a Titania, bajo la luz de la luna. Y la vívida y macabra representación bajo la luz verde de los reflectores, en la que aparece el fantasma de Banquo, casi hizo venirse el teatro abajo. Pero luego llegó lo que pretendía ser la bonne bouche y pareció algo interminable. Jamás me explicaré a santo de qué se le ocurrió a la señorita Langdon-Miles autorizar a la Mac Taggart para que se metiera con un drama de la Restauración; tal vez presumió que la obra sería objeto de una cuidadosa expurgación. Pero no fue así, y las risotadas del capitán Carhampton sólo contribuían a destacar lo que tal vez hubiera podido pasar inadvertido. Soy una súbdita leal, sin embargo, nunca, nunca recibí con tanta satisfacción como entonces la muerte del "rey". Pensé que jamás llegaría, y mientras tanto, el radiador despedía un calor insoportable. Por fin, todo el mundo comenzó a pasar a la sala contigua, para tomar el té. Avizoré hasta dar con la señorita Wheelwright, y le hice un guiño que, por desgracia, vio la Mac Taggart, por cuanto me dijo al oído de modo dramático:

—¡Hum! ¡Apuesto a que el "señor Pym" anda por ahí! Debe de haberse mezclado con el gentío.

—¡Déjeme en paz! —le respondí de mal talante y seguí mi camino. Me pareció que transcurría un siglo hasta que logré arrancar a la señorita Wheelwright del grupo que la cercaba. Ambas decidimos no dar la señal de alarma, y nos deslizamos sigilosamente para subir al primer piso; la señorita Wheelwright empuñó el palillo del gong y yo una gruesa fusta. Todo parecía hallarse tranquilo y tuvimos la impresión de hacer las necias al recorrer las habitaciones vacías de aquel modo, es decir, armadas de cap-â-pie. Aparentemente, en nada se había alterado el orden de la casa. El baúl de la señorita Langdon-Miles y mi maleta, ambos cerrados y listos para el viaje del día siguiente, se hallaban tal como los dejamos antes de irnos a almorzar. Sólo el pequeño botiquín del cuarto de baño se hallaba abierto, pero el hecho tenía escasa importancia, ya que tanto la señorita Langdon-Miles como yo habíamos sacado casi todo cuanto había en él; además, podría haber quedado accidentalmente abierto en la precipitación de los arreglos matutinos. Todo estaba en orden. La señorita Langdon-Miles llevaba puestas sus joyas, y las pocas de que yo disponía estaban cuidadosamente envueltas y guardadas en la maleta. De manera que no cabía hablar de hurto. Sin embargo, ambas seguimos por el pasadizo; la puerta que daba a la sacristía se hallaba abierta y el incienso de los cultos del Adviento flotaba pesadamente en el aire.

Era el día más corto del año y la capilla, pese a ser apenas las cuatro de la tarde, se hallaba sumida en densa oscuridad. Incluso en los días más claros del año, las vidrieras artísticas así como los recargados adornos de piedra, producían aquella opaca atmósfera religiosa tan cara al alma del canónigo Fish y de la señorita Langdon-Miles. A esa hora el efecto de la capilla inspiraba todavía mayor respeto y recogimiento. Normalmente, Totterdell hubiera cerrado ya la capilla, pero había recibido orden de dejarla abierta hasta un poco más tarde que de costumbre, por si algunos familiares de las muchachas deseaban admirar nuestros tesoros. El establo y el pesebre próximos a la puerta del Oeste, construidos por las pequeñas del Firs, llamaron considerablemente la atención; su éxito, lo recuerdo perfectamente, casi me hizo perdonar el desarreglo causado por la paja. Mirando hacia la amplia capilla desde la sacristía, la señorita Wheelwright y yo podíamos contemplar, a través de la puerta del Oeste, el gran prado exterior y la avenida. Los faros de los automóviles iluminaban el musgo blanquecino de escarcha, y hacían que el exterior pareciera luminoso en comparación con el interior de la capilla. Hasta nosotros llegaban, con el aire helado decembrino, los rumores alegres de la Navidad y el ruido de los automóviles que emprendían la marcha.

En el interior de la capilla las velas del altar, la lámpara del santuario y unas pocas bujías colocadas en torno al establo, apenas lograban perforar la oscuridad intensificada por las nubes de incienso. Un estremecimiento de emoción mística recorrió mi cuerpo, pero pronto me repuse para dedicarme de lleno a la tarea emprendida. Repentinamente, la señorita Wheelwright me oprimió fuertemente el brazo; le parecía haber advertido un movimiento en la oscuridad del extremo de la capilla. Susurré a su oído que siguiera adelante por el pasillo central, mientras yo tomaba uno lateral. Avanzamos cautelosamente, de puntillas, hasta llegar a los escalones del presbiterio. Súbitamente recordé que no llevaba la cabeza cubierta, por lo que me puse un pañuelo mientras señalaba violentamente a la señorita Wheelwrigth que hiciera lo mismo. Si los pañuelos iban a permanecer en su debida posición o no mientras manejábamos el palillo del gong y la fusta, llegado el caso, no hubiera sabido decirlo, pero por lo menos habíamos hecho cuanto estaba a nuestro alcance. Nos reunimos a mitad de camino entre el presbiterio y la puerta del Oeste, y de pronto ambas nos quedamos petrificadas. Una cabeza de hombre se ocultaba lentamente tras uno de los bancos. El banco se hallaba justamente al final de la capilla, fuera del alcance de la difusa luz que emitían las velas en torno al Nacimiento, y era difícil ver quién era, aunque indudablemente se trataba de un hombre. Sin duda, también él había advertido nuestra presencia, por cuanto, lentamente, toda la figura comenzó a surgir ante nuestros ojos y el "señor Pym" —si es que se trataba de "señor Pym"— cruzó pausadamente la nave; durante un instante su silueta se recortó contra la claridad que entraba por la puerta.

—¡Eh! —grité, sintiéndome a la par ridícula e irreverente.

El eco de mi voz recorrió en forma extraña la solitaria capilla. El hombre pareció vacilar un instante y luego, con una considerable presencia de ánimo, se hincó de rodillas y comenzó a orar. Este gesto fue para nosotras de lo más desconcertante. Después de todo, la señorita Wheelwright y yo operábamos sobre sospechas bien vagas; todo aquello podía ser completamente absurdo. Y aun cuando el orante llegara a ser el siniestro roué del café Mellor's, ¿quién se atrevería a interrumpir a nadie en sus devociones? Además, aquello podía ser —¿por qué no?— un signo de arrepentimiento. Le hice señas a la señorita Wheelwright de que se sentara y aguardáramos.

Pasaban los minutos y el supuesto "señor Pym" seguía arrodillado. Ocasionalmente llegaban hasta nosotras los fugaces resplandores de los automóviles que comenzaban a alejarse por la avenida, y un fuerte viento que empezó a soplar por la puerta del Oeste hacía vacilar la llama de las velas. Percibí cómo la señorita Wheelwright respiraba entrecortadamente y yo misma comencé a sentirme muy nerviosa y a desear que apareciera alguien por allí. Entonces se me ocurrió que si aquel hombre era en realidad el propietario de la pierna empantalonada que alcancé a divisar mientras desaparecía escaleras arriba, poco antes de que comenzara la representación, por fuerza tenía que haber estado oculto por espacio de dos horas en la capilla. Entonces, al vernos avanzar armadas con el palillo del gong y la fusta debió pensar que el juego había terminado y por eso no vaciló en aparecer ante nuestra vista.

Sintiéndome cada vez más desesperada, comencé a susurrar lo que estaba pensando a la señorita Wheelwright y a exponerle un plan de operaciones. Pero me asaltó otra idea que me lleno de pánico: quizás el "señor Pym" abrigara el propósito de permanecer escondido entre los bancos hasta que Totterdell cerrase la capilla; se quedaría así en el interior del colegio por espacio de toda una noche. Un sudor frío comenzó a bañarme la frente al darme cuenta de que, en tal caso, la sacristía y el pasadizo daban a los dormitorios de la señorita Langdon-Miles y mío, que de esta manera el desconocido podía franquear libremente. Sin gran esfuerzo nos hubiera podido asesinar en nuestros lechos y quién sabe cuántas cosas más. Estaba claro que nos hallábamos frente a un temible sujeto. En forma apresurada trasmití a la señorita Wheelwright lo que estaba pensando.

—No puedo entender una palabra de lo que me está diciendo —me contestó—. ¡Hable más alto, Coppock!

Como me lo dijo en un tono áspero, comencé a sollozar.

El "señor Pym" nos veía, sin duda alguna, mientras cuchicheábamos. Mi impresión era que el sujeto no rezaba en absoluto, sino que nos observaba atentamente a través de sus dedos entreabiertos, aunque simulaba cubrir el rostro con ambas manos. De pronto, el muy vil, antes de que pudiéramos reaccionar, se puso de pie, salió por la puerta del oeste y corrió a través del prado. Seguimos tras el; pero, ¡ay!, me sentí desconcertada. Calzaba mi nuevo modelo de zapatos recién estrenados, con finas aplicaciones de cabritilla, y aventurarme a través del prado hubiera significado destrozarlos. La señorita Wheelwright fue más osada. La nieve que comenzaba a caer no bastó para contenerla, a pesar de que su vestido de terciopelo verde hubiera podido estropearse, y prosiguió la carga valerosamente con un ánimo insuperable.

Entonces, todo aquello me pareció de pronto un sueño de locos; literalmente un sueño en el que todos los personajes aparecíamos como locos y estúpidos. A lo lejos, más allá del campo de tenis, titilaban las luces de las casas bajo un cielo todavía amarillento en un crepúsculo agonizante; a la derecha, desde la porte-cochere, llegaba el rumor de risas, gritos y el ruido de los últimos automóviles al arrancar. A mi espalda estaban las velas, el incienso y la oscuridad. Al frente, a la débil luz que llegaba de la gran puerta de entrada, la señorita Wheelwright corría sobre el prado blanco, enarbolando su palillo del gong, con el pañuelo todavía sobre su cabeza. Un poco más allá, sin sombrero y con el gabán flotando al viento, el "señor Pym" desaparecía a la carrera entre los rododendros.

De repente dejé de sollozar, y, sentándome en los escalones de la capilla, comencé a reír a carcajadas. Reía y reía, extrañada ante mi propia risa... y de pronto descubrí que estaba en mi cama y que la señorita Bussey me rociaba con agua el rostro, mientras Parkinson —¡alma noble!— tenía mi mano entre las suyas. Oí a alguien pronunciar la palabra "histeria" y me sentí rotundamente avergonzada de mi conducta. Aun transcurrido mucho tiempo desde aquello, debo reconocer que me porté estúpidamente, aunque supongo que el capitán Carhampton, las disputas con Mac Taggart y el "señor Pym" —todo en una tarde— constituyeron una prueba superior a mis fuerzas.

Aquella noche no oí nada más respecto al "señor Pym"; la última vez que lo vi fue cuando corría entre los arbustos en dirección a las caballerizas y al sendero de la parte trasera. Por lo visto alguien me dio un sedante por cuanto me dormí profundamente. A la mañana siguiente descendí al comedor a la hora del almuerzo. Me sentía abochornada por lo sucedido, pero como todo el mundo se hallaba excesivamente atareado con los equipajes y los taxis, nadie se ocupó de mi aventura. La señorita Wheelwright se mostraba un poco fría y distante conmigo; actitud injusta a todas luces, si bien supuse que procedía así por pensar que la había abandonado en el momento más crítico. Como era de esperar, a la mitad del almuerzo la Mac Taggart se dirigió a mí con sus modales ordinarios:

—Coppock, ¡mi "bici" se ha evaporado!

—¡Ah!, ¿sí? —exclamé—. No entiendo bien lo que quiere decir.

—Mi "bici", Coppock. Su amigo "Pym" se la llevó... La robó. Bell lo vio desde su ventana pedaleando por el camino en forma desaforada y sin sombrero.

Tres días después la policía de Torquay descubrió la bicicleta de la Mac Taggart punto menos que triturada en el fondo del acantilado de Babbacombe.