VII
El 20 de mayo, pocas horas antes del deceso de la señorita Langdon-Miles, Sofía me escribió desde el Club Anglo-Americano de Señoras, describiéndome la velada que se había llevado a cabo en el Old Vic y el asombroso viaje que hizo en compañía del señor Toplady. Fue esta carta la que me permitió unir una serie de elementos aún dispersos y formar una explicación satisfactoria sobre las tabletas de aspirina envenenadas.
En primer término tenía la declaración interesante a la vez que decisiva de Hallam sobre el desastre económico de la firma "Langdon-Miles y Gabbitas", ocurrido durante la crisis norteamericana. Si no hubiese sido por esta valiosa información, es muy posible que nunca hubiera logrado explicarme claramente los acontecimientos. La razón por la cual se había asociado una mujer de baja estofa con el "señor Pym", así como todos los sucesos del Easton Knoyle, se aclaraban y convertían, por sí solos, en una prueba irrefutable ante mis ojos. En segundo lugar, se veía a las claras que el señor Toplady (R. A.) era un tremendo embustero.
Al iniciar la realización de su segundo y más terrible plan, Rosa había decidido que en lo que se refería a Felipa, su paciencia estaba exhausta, y que ésta última debía ser eliminada cuanto antes. De ahí la presencia del señor Toplady.
No existía —al menos así pensaba Rosa— ningún riesgo en que Eduardo asumiera este nuevo papel. Cuando personificaba al "señor Pym" había sido visto de cerca únicamente por el viejo Totterdell y por algunas de las niñas. La señorita Langdon-Miles no lo había visto nunca y Sofía sólo lo había entrevisto en la oscura capilla, y a la débil luz de unas velas. Además, en ese momento, cuando Sofía estuvo cerca de él, se había cubierto el rostro con las manos, prudentemente. La pobre infeliz e inocente Sofía había creído de buena fe que estaba rezando las oraciones del Nacimiento. ¡Precisamente Eduardo, quien, años atrás, había abandonado la Iglesia para dedicarse a los negocios de bolsa y al crimen! ¡Cómo me reí al leer la carta de Sofía!
Durante los cinco meses que transcurrieron entre la Navidad y fines de mayo, Eduardo se dejó crecer una hermosa barba a lo Van Dyck. Y con el traje de Norfolk y su gran chalina quedó bien caracterizado para desempeñar su papel. Tanto que a la misma Sofía le pareció el atavío demasiado perfecto. Para residencia de un artista, Fowey era menos indicado que Chelsea, pero tenía la ventaja de justificar la residencia de Toplady en el oeste de Inglaterra. También lo de "R. A." era demasiado burdo. Yo me imagino que los académicos no se contratan frecuentemente como copistas. Al hacer una serie de averiguaciones fui informada de que el señor Toplady no era conocido en Burlington House[5]. Mentira número 1.
Yo había comenzado a sentir un cierto afecto por el señor Toplady, aunque jamás dejé de pensar que no era sino un simple impostor; extraordinario, cuando se tiene en cuenta cuán estrictamente fueron educados los Langdon-Miles. También me chocó que el señor Toplady cometiera errores tan simples: era sencillamente imposible copiar obras de Bellini en la oscuridad, o sea a la débil luz de la horrenda capilla del Easton Knoyle. Pero, como es natural, era muy conveniente para el señor Toplady que se le dejara solo, cerca del pasadizo y de las habitaciones de la víctima. Resultaba tan fácil introducirse en el dormitorio de la señorita Langdon-Miles cuando ella no estaba en él..., o aun estando... ya que las aspirinas envenenadas no son la única arma, hay otras más directas, aunque entrañen mayores complicaciones.
No era extraño que el señor Toplady estuviera encantado de poder instalar su caballete en la oscuridad tétrica de la capilla recordatoria. Era un sitio admirable, según de da él, para trabajar en el Bellini. Mentira número 2.
Pero súbitamente cambió de táctica. La señorita Langdon-Miles dijo que dentro de unos cuatro días iría a Londres. Y fue entonces cuando el señor Toplady postergó su trabajo para realizar una larga excursión a pie por Exmoor, en Simonsbath. Debe de haber sido justamente en ese momento cuando en la activa mente de Toplady surgió el plan de la maleta.
Cuando cuatro días más tarde se introdujo "casualmente" en el vagón de la señorita Langdon-Miles, en Taunton; debió de impresionarle desagradablemente el encontrar allí a Miranda. Era algo que no podía haber previsto y, como se verá más adelante, fue la causa de su perdición. Es innecesario que diga que jamás había estado en Simonsbath... Un breve estudio de la guía de trenes me demostró que no había ninguno de éstos que, viniendo de Minehead, le permitiera alcanzar la combinación del primer tren para Paddington. Por otra parte, Miranda dijo más tarde a Sofía que había oído al inspector decirle al señor Toplady: "Cambió de coche, señor, según veo". Es poco probable que se haya arriesgado a dejarse ver en Torquay aquella mañana... Debe de haber alcanzado el tren en Exeter. Pero de todos modos, su visita a Simonsbath era la mentira número 3.
Cuando la señorita Langdon-Miles fue con Sofía al coche comedor para tomar un café... su suerte estaba echada. Toplady puso en práctica un tonto subterfugio para enviar a Miranda corriendo por el andén de Bristol en pos de "una amiga con un sombrero colorado". En verdad, el señor Toplady podría haber pensado en algo más sutil. Y fue una torpeza, una verdadera torpeza, decir que su corazón enfermo le impedía correr tras la dama en cuestión. Muy torpe, ciertamente, para un hombre que se había jactado de sus interminables caminatas por las lomas de Exmoor. Mentira número 4.
Pero el subterfugio surtió efecto, por proporcionarle al señor Toplady dos minutos de absoluta soledad en el vagón, junto a las maletas y maletines. Dos minutos que fueron aprovechados para introducir las aspirinas fatales. Esta vez no había equivocaciones ni correría peligros Sofía. En la maleta se destacaba nítidamente el monograma de plata con las letras F. L. M.; y cuando Toplady vio a la señorita Langdon-Miles tan pálida y demacrada, como necesitando un analgésico, debió de pensar que todo marchaba rápidamente. Lástima que Miranda corriera tan velozmente en pos de la dama del sombrero rojo y que volviera tan pronto; Toplady se aturdió y colocó la maleta al revés. Nadie lo notó, excepto Sofía cuando el tren llegó a Paddington.
Me divirtió imaginar cuáles hubieran sido las emociones de la señorita Langdon-Miles si hubiera sabido que el pequeño artista que se hallaba frente a ella era su hermano Eduardo. Pero de esto hacía treinta años..., y la perdición no vendría por Felipa, sino por Miranda.