XIII
Creo que, como diría la señorita Trubshawe con su moderna manera de hablar, allá en lo profundo de "mi subsconsciente" siempre había sabido cuál sería el fallo. Pero el que mis temores más excesivos, aquellos temores que me habían perseguido en mis pesadillas abrumadoras se hubieran confirmado de manera tan rotunda, resultaba para mí un terrible golpe. El señor Paston, así como el canónigo Fish, dando muestras de un infinito cariño, quisieron inducirme a que tomara unas vacaciones, pero me repugnaba hacerlo. ¿Qué hubiera pensado de mí la señorita Langdon-Miles? Entonces más que nunca, aunque sólo fuese para malograr los turbios propósitos del asesino, tenía que hacer todo lo posible para ocupar el lugar que su muerte dejó vacío. Hasta el curso siguiente no se designaría nueva directora —¡cuánto me atemorizaba la idea de enfrentarme con una persona extraña!— y los administradores habían expresado el deseo de que la señorita Wheelwright y yo siguiéramos al frente del colegio como mejor pudiéramos.
Pocos días después me hallaba en Cambridge. Todos los años la señorita Langdon-Miles llevaba unos días a esa ciudad a las muchachas que iban a Girton después de las vacaciones de verano. Allí se hacían las presentaciones y establecíanse los contactos necesarios para que en el otoño las niñas no se sintieran perdidas en un ambiente extraño. La señorita Langdon-Miles confiaba mucho en la eficacia de ese amable procedimiento, y yo estaba resuelta a actuar tal como ella deseaba. Miranda Gladstone, Felicidad Carhampton y Gay Clintock —¡qué nombres ponen hoy los padres a sus hijos!— debían pasar, en consecuencia, dos noches bajo mi tutela en el hotel Trinity Arms.
No acierto a comprender cómo el simpático Hallam tuvo noticia de nuestra llegada. Es de presumir que él y Miranda mantuvieran correspondencia. La primera tarde de nuestra estancia en Cambridge, mientras las niñas y yo conversábamos —estaban encantadoras con sus trajes de fiesta—, entró el joven Hallam resplandeciente de audacia. Advertí que Miranda se sonrojaba. Luego hubo, sin duda guiños y maniobras a espaldas mías, pues como por arte de encantamiento, Felicidad y Gay se instalaron en el rincón opuesto del salón, mientras Hallam amable y solícito me decía:
—Señorita Coppock, apostaría a que está usted rendida después del viaje. Si desea acostarse, no se preocupe por nosotros, pues nos arreglaremos divinamente.
—No lo dudo —respondí con una sonrisa. Aunque soy una sentimental y pese a que me sintiera atontada por el viaje, sabía muy bien cuál hubiera sido en este caso la actitud de la señorita Langdon-Miles, por lo que resolví seguir su ejemplo. Continué, pues, tejiendo, mientras los muchachos conversaban. De repente algo me hizo aguzar el oído.
—¿Te acuerdas, Miranda —decía Hallam—, de aquel artista pequeño y extraño que dejamos en Victoria el día que os esperé en la estación a ti, a la señorita Coppock y a la pobre tía Felipa? Pues resulta que pasó la noche siguiente en este mismo hotel.
—¡Aquí! —exclamó Miranda.
—Señor Langdon-Miles —intervine yo—, debe de estar usted equivocado, ya que recuerdo perfectamente que el señor Toplady dijo que partía para Sussex.
—Pues fue Toplady, señorita Coppock, el que durmió aquí. Mi tía Beatriz y mi tío Haroldo pasaron igualmente la noche en este hotel, camino de Northumberland, cosa muy agradable para mí. Como sólo disponía de dos días de vacaciones no fuimos a Cambridge hasta por la tarde... después de tomar el té contigo, Miranda, ¿recuerdas? Como es natural, deseaba permanecer el mayor tiempo posible en la ciudad...
—Lo comprendo muy bien —dijo Miranda.
—... y cuando regresamos, aquí estaba Toplady (¡qué nombre!), sentado en este mismo sofá. Recuerdo que se hallaba exactamente detrás de mi tío Haroldo mientras se inscribía en la gerencia. Conversé con él largamente.
—¡Qué extraño! —exclamé—. Estoy segura de que dijo que iba a Sussex; por otra parte, no es posible ir a Cambridge por la estación Victoria.
—Me pareció terriblemente aburrido —prosiguió Hallam—. ¡Qué horror debe de haber sido para ustedes viajar constantemente con él desde Torquay! —Desde Taunton, dirá usted. Venía de Simonsbath y tomó el tren en Taunton.
—¡Oh, no, señorita Coppock! —intervino Miranda—. Subió a nuestro coche en Taunton, pero mientras usted y la pobre señorita Langdon-Miles se hallaban en el vagón comedor llegó el revisor y oí que le decía a Toplady: "Veo que ha cambiado de coche, señor". Lo que me hace pensar que el viejo Toplady es un poco embustero, porque, además, estoy segura de que aquel día nadie se paseó con sombrero rojo por el andén.
—Bueno —dijo Hallam—, Toplady nos tiene sin cuidado. ¿No te parece, Miranda? Qué maravilloso será tenerte aquí el año que viene. Tú no conoces Cambridge, ¿verdad?
—No, pero espero conocerlo pronto.
—Nunca es bastante temprano para comenzar cualquier cosa. Todavía no es de noche. ¿Qué te parece si damos un paseo por el parque?
—¡Oh, sí! —exclamó Miranda—. ¿Me da usted permiso, señorita Coppock?
—En verdad no sé que decirle. —Interiormente me decía que la señorita Langdon-Miles le hubiera negado el permiso, pero, sin darme tiempo a agregar palabra alguna, Hallam se puso de pie.
—¿No se preocupe, señorita Coppock, que no nos pasará nada. ¡Vamos, Miranda!
Estos jóvenes siempre me aturden. Quise protestar, pero no me dieron tiempo. Gay y Felicidad, al otro lado de la sala, se echaron a reír, lo que me pareció una actitud sumamente descortés; afecté ignorar su presencia.
Durante un instante quedé sumida en profunda meditación. Luego me puse de pie y me dirigí hacia la gerencia con el propósito de consultar el libro-registro de huéspedes. Recorrí las hojas hasta llegar al 20 de mayo. Hallam tenía razón: además los cuartos eran contiguos. La prueba estaba a la vista:
Habitación número 121. Señor y señora de Warburton. De Hampstead.
Habitación número 122. Señor F. Toplady. De Fowey.
"¡Habráse visto cosa igual!", me dije.
Me senté para escribir una larga, larguísima carta a mi tía Berta. Tuve tiempo de sobra, pues Hallam y Miranda regresaron escandalosamente tarde.