V

Lisandro Stone era el ser más extraordinario que jamás había conocido. Por espacio de doce horas consiguió la señora de Soutar que resultara un secreto su presencia en Coquet Hall. Aquella mañana, cuando bajé a tomar el desayuno, se notaba que las cosas no andaban bien. El señor Lacacheur había apoyado un libro contra su cafetera y Sir Enrique Mac Queen desaparecía detrás del Financial Times. Se esmeraban en ignorarse el uno al otro. Hasta aquí nada había de particular. "Los otros" no habían bajado aún. Sólo al pedir mi potaje y traerme melón, que detesto, comprendí que algo raro había sucedido. Errores de esa clase no se cometían en Coquet Hall. Miré de soslayo a la señorita Amata, que tenía a su cargo el servicio del desayuno, y vi que había estado llorando. Se acercó a mí y me dijo en voz baja que su tía Elena deseaba hablarme.

Lacacheur tenía sobre su mesa una rosa blanca. Estirando un poco el cuello alcancé a descifrar la tarjeta que decía: "A mi príncipe, de Maisie".

Esto me irritó mucho, pero lo que más me fastidiaba era que Lacacheur en nada me ayudaba a hacer frente a la conversación de Sir Enrique Mac Queen, quien hablaba incesantemente, pues pasaba su vida formando y reformando extraordinarios proyectos y extrañas combinaciones. Sus pantalones —ostensiblemente elegidos para la región—, así como sus automóviles y sus cañas de pescar, eran muy costosos, por lo menos así nos lo había dicho repetidas veces.

Había recibido en Glasgow una educación sólida; pero él, así como su mujer, fallecida hacía poco, habían resuelto dar a sus hijos "todo lo mejor". Los "chicos", que en aquel momento estaban practicando golf, habían frecuentado un gran colegio, cuyo nombre no daré, ya que es posible que alguno de mis lectores lo conozca. Eran más ignorantes que su padre, pero lo miraban con desprecio porque incurría en gaffes que ellos sabían evitar. Nada era bastante para los "chicos". Sus automóviles, así como su indumentaria, lo mismo que la de Sir Enrique, provenían de la calle Jermyn y de Piccadilly. Pero como si esto no bastase, los padres, resueltos a hacer lo todo con perfección, les llamaron Antonio y Miguel.

Justo es decir que Antonio —al igual que el "papá" comenzaba su carrera desde abajo y que pasarían por lo menos seis meses antes de llegar a la cúspide. Más tarde era posible que fuese al Parlamento. "Papá" podía pagar este lujo y la firma British Alloys Ltd. contaría así con un gran hombre. No se debe creer por esto que Sir Enrique fuese millonario. ¡No, por cierto! Sólo conocía a algunos de ellos. Era un hombre modesto. Una vez dijo a Marcos que se consideraba en la categoría de los Rolls, pero no en la de los yates. Los dos muchachos habían terminado sus estudios y todo inducía a creer que pensaban pasar gran parte del verano en Coquet Hall y no, como en años anteriores, únicamente el mes de agosto. Todos los huéspedes estaban de acuerdo en que la señora de Soutar les tenía que hacer comprender que aquélla sería la última temporada que debían pasar allí.

Me apresuraba a terminar mi desayuno para ir a ver a la señora de Soutar, pero Sir Enrique era un torrente de palabras. Había estado pescando en el lago de Lord Legge.

—¡Un día magnífico, mi viejo amigo! ¡Un gran día! Esto les ha encantado a los "chicos". ¡Nunca nos hemos divertido tanto!

—Me alegro de que hayan tenido tan buena pesca.

—En cuanto a eso no sé qué decirle, mi viejo amigo. No pescamos absolutamente nada. Ni siquiera rondaron el anzuelo. Pero, con todo, resultó un día maravilloso. Fuimos en el mismo bote y con el mismo barquero del año pasado. ¿Qué le parece...? ¿y qué le diré de la casa de Legge? ¡Nunca vi sitio igual! Lord Legge estaba de viaje, lo que no impidió que diéramos una vuelta. Legge nos había dicho que viéramos todo cuanto quisiéramos. Mire usted, él pertenece a la United Refrigerators y yo soy Alloys, de manera que no podía negarse, al menos en ese momento. ¡Nunca vi sitio semejante! Tiene trescientas sesenta y cinco ventanas, una para cada día del año. ¡Ahí tiene usted una idea inteligente! ¡Y el comedor, copiado del Taj Mahal!...

Lacacheur nos dio la espalda con violencia, y por milagro no provocó un accidente con su taza de café.

—... en cuanto a las dalias, se cuentan por miles y miles, mi viejo amigo. De regreso tuvimos ocasión de hacerle un favor a la señora de Soutar...

En honor a la verdad, Sir Enrique Mac Queen tenía siempre el placer de hacer un favor a cualquiera.

—... recogimos al señor Stone en la estación de Rothbury, evitando así que el coche de caza tuviera que hacer un largo viaje.

—¿Quién es el señor Stone? —pregunté.

Me hallaba bastante sorprendido, pues sabía que el canónigo y su mujer debían llegar en esos días y no había oído decir que se esperase a otro huésped. Amata Carlyle me lo hubiera comunicado.

—Me había olvidado —dijo Sir Enrique llevándose el índice a los labios en señal de silencio—. Se trata de un misterio...

Lacacheur, terminado su sobrio desayuno, cogió su rosa blanca y su libro, y nos dejó.

—Me imagino que a usted se lo contarán todo —dijo Sir Enrique, en cuanto se hubo retirado Lacacheur—. Este Stone es un personaje sorprendente; un detective privado. ¡Me dijo algunas cosas, mi buen amigo...! No tengo inconveniente en adelantarle que son terribles; pero no puedo agregar nada más. Estoy prácticamente bajo juramento de secreto.

La señora de Soutar me aguardaba arriba en su salita. Era la primera vez que la veía ése año. Desde mi llegada había estado recluida. Ya he dicho que aquella mujer inspiraba respeto. Nunca olvidaré que era hija de un pastor, cosa por cierto muy difícil de olvidar y que nadie olvidaba. Era baja, gruesa, de cara redonda y colorada. Hasta las siete vestía invariablemente falda negra y blusa de seda blanca de cuello muy alto, al que mantenían rígido unas pequeñas ballenas. Después de las siete vestía de terciopelo negro y ostentaba un camafeo prendido en el mismo cuello. Desde hacía más de diez años nunca la había visto fuera de Coquet Hall, así es que no sería exacto si pretendiese describir sus sombreros. En los amplios y lujosos cuartos de Coquet Hall la decoración era elegante pero correcta; mas en la salita que ella ocupaba, donde antaño vivió el ama de llaves del almirante Brophy, toda la locura de los Corstophine y de los Dalmeny se había dado cita. El pequeño cuarto estaba colmado de objetos y de reliquias que habían pertenecido a los Soutar y a los Carlyle. Encima de la chimenea había un gran óleo del doctor Carlyle, con la diestra descansando en una Biblia. Sobre el escritorio se veía la fotografía del coronel Soutar, encuadrada en plata, con una amapola sujeta en el marco. Diseminados por todas partes había caracoles, estatuitas, cajas con mariposas y fotografías, innumerables fotografías. La gran mesa del comedor de la rectoría, cubierta con su tapete de felpa, parecía llenar el cuarto. Ahora servía de escritorio y ante ella, en la cabecera, estaba sentado el señor Stone.

La actitud de la señora de Soutar era grave, de honda preocupación, pero había dejado para su sobrina Amata la debilidad de las lágrimas.

—Éste —dijo— es el señor Stone. Señor Stone, le presento a mi abogado, el señor Muir. —Luego, mirándome, agregó—: Es mejor que sea el señor Stone quien le explique la razón de su presencia aquí. Estoy anonadada..., pues, venga o no la policía, esto es el fin de Coquet Hall...

Y con la cabeza erguida salió del aposento.

Me encontré frente a frente con Lisandro Stone. Estoy casi seguro de que usaba corsé y segurísimo de que llevaba monóculo. Su traje gris, muy claro, era de un corte perfecto, aunque se dejaba ver que era extranjero. Podía proceder de París o de Ginebra. Su cuello era de los que llamaban choker y su corbata de un tono más pálido que el de su traje, casi de color de plata. Cabello muy corto, casi al rape, lo cual, combinado con su monóculo, le daba el aspecto del tradicional prusiano. Sin dar la impresión de ser brutal, se traslucía que era hombre que se hacía respetar. El gesto de su boca era duro, la compasión no debía de contarse entre sus virtudes. Se caló el monóculo y me miró con fijeza; apretó los labios, entornó los párpados y me observó mientras tomaba asiento. Bruscamente me preguntó:

—¿Le sugiere algo el nombre de Langdon-Miles?

—Nada extraordinario —dije—. Una señora que viene aquí todos los veranos, y que es, o más bien dicho era, secretaria de una maestra de escuela de ese nombre. Pero antes de proseguir, señor Stone, me permitirá que en mi calidad de representante de la señora de Soutar le pregunte por qué ocultó su presencia aquí, en el hotel, desde anoche y por qué motivo se halla entre nosotros. El señor que lo trajo de la estación me dijo que era usted un agente secreto de investigación. Si usted busca pruebas para algún caso de divorcio, le advierto que yo no me voy a entender con gente de su calaña. Todos nuestros clientes son bien conocidos por nosotros, además...

—¡Divorcio! —gritó—. ¡Un caso de divorcio! Soy Lisandro Stone y nadie va a jugar conmigo. Estoy investigando un caso de asesinato, particularmente horrible.

Pensé que se trataba de un loco y traté de serenarlo.

—Bueno, bueno... en este caso, ¿no es preferible que la policía intervenga?

—La policía, señor, está siguiendo una pista errónea en el otro extremo del país. ¡Idiotas!

—Preferiría que usted se explicase —le dije—, pero le prevengo, señor Stone, que para ser digno de la confianza de la señora de Soutar voy a exigirle que muestre sus credenciales.

Violentamente sacó una carta del bolsillo y me la tiró sobre la mesa. Mientras la leía, sentí que me clavaba de nuevo con su monóculo. A continuación reproduzco la carta:

"LANGDON-MILES y GABBITAS,

COMISIONISTAS FINANCIEROS,

5 Wall Street, N. Y. City.

"Señor Don Lisandro Stone.

2 B Pall Mall,

Londres — Inglaterra.

"De mi consideración:

"Pinkerton, la agencia norteamericana de detectives, me ha indicado su nombre como el de la persona más capacitada en Europa para satisfacer mi propósito.

"Mi hermana menor, Felipa Langdon-Miles, del Easton Knoyle, Torquay, murió repentinamente el día 20 en circunstancias misteriosas. Los comentarios de la prensa de Boston sugieren que la muerte podría haber sido producida por hechos anormales. Hace ya varios años que no mantengo ninguna comunicación con los míos, pero, por el honor familiar, le ruego que investigue y me comunique cualquier novedad. No tengo confianza en la policía inglesa y debido a la crisis económica me veo en la imposibilidad de hacerlo personalmente.

"Mi hermana era emotiva pero virtuosa y no creo que en el misterio haya intervenido ninguna complicación amorosa. Era probable que con el transcurso de los años mi hermana heredase una considerable fortuna. El testamento de mi padre puede, sin duda, consultarse en Somerset House. Sugiero que, con referencia a este asunto, investigue los antecedentes de un tal Haroldo Warburton, que antes residía en Melbourne y que contrajo enlace con mi hermana mayor Beatriz, que reside actualmente en Wildwood Road, en Hampstead. Es más fácil encontrar toda la información pertinente en Inglaterra que aquí. He arreglado con el Banco Chases el pago de sus honorarios y gastos, y le quedaría sumamente agradecido si me telegrafiara aceptando este asunto.

"Le saluda muy atentamente,

EDUARDO LANGDON-MILES"

El señor Stone se había puesto de pie y encendía un cigarro, pero no me quitaba los ojos de encima.

—¿Y ahora? —dijo.

—Señor Stone —respondí—, creo que tal vez fuera mejor que me contara el caso en todos sus detalles.