IV

El domingo por la tarde llegaron los señores de Warburton.

—Sus bigotes —hizo notar la señorita Bunting— son mil veces peores que los de la novia de Binks. Ahora que están casados es posible que ella se las ingenie para recortárselos.

—Mi querida Maisie, ¿cómo puede usted decir eso?

—Parecía hallarse muy enferma... —comencé a decir.

—No, es que es una persona muy abandonada —interrumpió la señorita Bunting—. ¿No es cierto, Binks?

—Pero, querida Maisie, ni siquiera los ha tratado usted...

—En eso, querido Graham, se equivoca usted. Los señores de Warburton nos fueron presentados a Binks y a mí por la señora de Soutar hace apenas dos minutos, cuando cruzábamos el vestíbulo para ir a almorzar. Traían un equipaje como para quedarse a vivir aquí toda la vida.

—Sea como fuere —proseguí—, presentaba un aspecto enfermizo, y ahora la pobre señora deberá enfrentarse con la noticia de la muerte de su hermana. Debo confesar que me produce gran pena.

Pero invariablemente la señorita Bunting se tornaba mordaz todos los domingos por la tarde y no había manera de hacerla entrar en razón; había resuelto que el matrimonio Warburton le resultaba antipático, y eso era lo definitivo.

—Estoy segura —continuó mientras acariciaba al perro— de que es progresista, socialista y otras tonterías semejantes, de las que se jactaba antes de casarse con ese australiano. A tenor de lo que predica, no tiene derecho a andar en ese gigantesco automóvil ni a reposar en una mansión tan costosa como ésta. Es el colmo de la hipocresía. ¿No te parece, Binks?

—Es posible —terció Lacacheur— que sea el bigotudo de Haroldo quien tenga el dinero.

—Eso sí que no —intervine—. Al casarse con una Langdon-Miles ha hecho un estupendo negocio. La señorita Amata me contó que era un pobre pianista australiano, un ilustre desconocido en este país. Ella lo tomó bajo su protección.

—¡Ya ven ustedes! ¿No les había dicho? —exclamó triunfante la señorita Bunting—. Se pasaba la vida pronunciando discursos subversivos ante los obreros portuarios para hacer olvidar su riqueza, mientras que ahora derrama a manos llenas su dinero sobre ese vago. Además, podría ser su madre. ¿No es cierto, Binks? Por otra parte, ¿a quién se le ocurre casarse con un australiano?

—Querida Maisie, ¡cómo puede usted decir eso! Habíamos esperado la llegada del matrimonio Warburton durante toda la tarde del día anterior, pero en algún punto de Lake District a la señora de Warburton le acometió una "crisis nerviosa" que obligó al matrimonio a pasar la noche en Keswick.

Cuando el lujoso Bentley se detuvo en el patio, bajo las ventanas del comedor, dábamos fin a nuestro almuerzo dominical. Aún no había aparecido el odioso Juan Smith para trasladar la silla de Marcos al salón de fumar. Marcos y yo habíamos visto llegar a Haroldo Warburton llevando a su infortunada mujer casi en brazos.

—Esa mujer parece hallarse en la agonía —comentó Marcos.

Debo decir que Marcos me resultaba en extremo agradable. Admito que es curioso y que nunca he comprendido del todo por qué. Si alguna vez se me hubiera ocurrido invitarlo a Doon Farm, creo que a mi hermana Juana le hubiera resultado antipático. Y sin embargo, tenía sus atractivos, no físicos por cierto. Era espantosamente gordo, aunque supongo que su adiposidad obedecía a la falta total de ejercicio. Para colmo, empeoraba su aspecto una masa de cabello rojo y crespo. Mas de estas cosas no se le podía echar la culpa, como tampoco de que su boca pareciese un "enjambre de dientes", como decía la señorita Bunting, y que fuese un tanto ceceoso. Sus gustos eran forzosamente sedentarios, y no discuto que sus vistosos trajes a cuadros, divorciados de sus chalecos amarillos, constituían una indumentaria totalmente fuera de lugar. En definitiva, uno se olvidaba fácilmente de que sólo contaba treinta años.

En dos ocasiones pude ver que tenía mal carácter y que era incapaz de dominarse. Sin cesar cambiaba de sirvientes y secretarios. Juan Smith era su más reciente adquisición. Tenía muchos defectos pero en el fondo resultaba simpático, jovial a veces, dotado de una gracia sutil y de una sólida cultura, basada en su curiosidad inagotable. En un santiamén solucionaba las más complicadas palabras cruzadas de la señora Bunting. A diferencia de Lacacheur, no denotaba afectación alguna. La señorita Bunting era notoriamente injusta cuando decía que "Fanshawe no podía ser amable sin mostrarse pegajoso".

Desde luego, inspiraba piedad. En cierta ocasión me dijo que lo más deplorable de su estado era la imposibilidad de recorrer el extranjero. Sin embargo viajaba siempre en busca de la salud perdida, pero hubiera deseado invernar en la Riviera o en Egipto, cosa imposible para sus débiles fuerzas. Presumo que siempre veía con placer la llegada de la primavera, que le permitía volver a Coquet Hall y a sus partidas de ajedrez. ¡Se aburría tanto en el hotel de Torquay, adonde lo mandaban sus médicos todos los años!...

Ese domingo, durante el almuerzo, Marcos estuvo realmente insoportable. El hallazgo de un florero de Ming —"puro, blanco y levemente translúcido"— que su secretario había encontrado en París, lo tenía realmente trastornado. Durante todo el almuerzo lo tuvo frente a él en la mesa. Tales antiguallas me interesan muy poco por regla general. Por primera vez en mi vida estuve de acuerdo con Mac Queen —por mal educado que fuese— cuando dijo que no comprendía el motivo para armar tanto barullo ante el hecho de que Fanshawe hubiera comprado un jarrón cualquiera pagando un precio endiablado.

Nadie ignoraba que Marcos era fabulosamente rico, pero la compra del florero me sorprendió, ya que su verdadera pasión eran los "primitivos" italianos. Su gran casa de Palace Creen —cuyas persianas permanecían cerradas la mayor parte del año— estaba llena de Ucellos, Bellinis y otros maestros. Constituía esto para Marcos una pasión devoradora; recuerdo que un día, apenas llegado de Torquay, me dijo que cuando se es muy rico sólo apasiona lo inaccesible. Existen cuadros —siguió diciendo— en galerías y colecciones privadas, ante los cuales me extasío, pero ninguna suma de dinero bastaría para adquirirlos.

—Justamente —me señaló— son ésos los cuadros que yo deseo. La idea de que pertenezcan a otra persona me enloquece. Cruzaría el mar o andaría sobre el fuego con tal de apoderarme de ellos ¡Haría cualquier cosa, cualquier cosa!

Y, por raro que parezca, ésa era su manera de sentir.

Hacía diez años que Marcos y yo veraneábamos en Coquet Hall y jamás me dijo qué clase de mal le aquejaba. Ninguno de nosotros lo sabía. Por supuesto, era cuenta suya, y no le faltaba razón a la señorita Bunting al decir que su actitud tenía mucho de misteriosa. Marcos parecía más que nada un niño mimado, pero en todos los órdenes su inteligencia era superior. En ajedrez no soy un mal árbitro y sostengo que lo consideraba como un excelente jugador. En nuestro pequeño círculo de Dalmellington yo ganaba a todo el mundo, pero con Marcos casi invariablemente resultaba vencido. En el fondo creo que me alegraba, pues Marcos era un mal perdedor.

Íbamos a reanudar aquel domingo por la tarde en el salón de fumar las partidas que suspendimos al comenzar el otoño anterior. El salón, que antaño fue la habitación preferida del almirante Patricio Brophy, era realmente suntuoso. Cuando atravesé las puertas de caoba que daban paso de la habitación al comedor, Juan Smith instalaba a Marcos, entre almohadones, frente a la ventana central y éste colocaba las piezas del ajedrez indio sobre el tablero.

Resultaba un cuadro extraño: el delgado y pálido Smith contrastando con Marcos y su exótica vestimenta, y ambas figuras como perdidas entre las altas columnatas doradas, los pesados cortinajes de color castaño oscuro, los visillos de organdí y el delicado dibujo de las rejas del ventanal que se reflejaban en la alfombra. A ambos extremos del salón, las dos grandes urnas a la Grec prestaban mayor solemnidad al escenario. Sobre aquel fondo lujoso, de apagada policromía, la roja cabellera de Marcos se destacaba como una llama anaranjada.

Las críticas de la señorita Bunting se iniciaron al comenzar la partida. No tenía nada que hacer en el salón de fumar, pero justificaba su presencia por la soledad en que se hallaba en el salón general, y porque odiaba el estar sola. Nos informó rápidamente de todo: la señora de Warburton se encontraba muy enferma; la señora de Bradford, cuyo dolor de espalda se había curado repentinamente, había salido en su Daimler para asistir al festival de los Coros Norteños, en York. Era una costumbre inveterada de la anciana señora. Coquet Hall era el cuartel general de donde —tras de haber manteo nido ocioso a su chófer día tras día— partía súbitamente para alguna extraña expedición, y se ausentaba hasta por espacio de una semana. A esto se debió sin duda el que la señorita Bunting se instalara con su bordado, su seda y su bastidor ante la chimenea del salón de fumar. Como siempre, gustaba de preparar su pequeño escenario: frente al fuego se hallaba la canasta de Binks y éste sobre los cojines de seda.

En el ángulo más lejano de la habitación, Lacacheur reposaba, increíblemente elegante pese a sus pantuflas no muy domingueras. Su larga cabeza semita se recortaba contra un ventanilla circular, como la de un santo contra su aureola. Cosa inadecuada para él, ya que desde 1930 había comenzado a estudiar y tomar notas para su volumen Crímenes de los papas. De vez en cuando apartaba la vista de los textos en que se describían las orgías gastronómicas y lujuriosas de los Primeros Padres, para intercalar alguna observación en el interminable cotorreo de Maisie.

La tarde siguió avanzando. Entre las dos y las cuatro Marcos movió su reina y yo mi alfil. Nuevamente le tocaba el turno a Marcos. De vez en cuando, a lo lejos, se escuchaba el chocar de las bolas de billar, consecuencia de las carambolas de los Mac Queen, y desde el llano nos llegaba el balido de las ovejas. Binks roncaba satisfecho. La señorita Bunting, agotadas sus duras críticas sobre el matrimonio Warburton, cayó de nuevo en el muy manido tema de su operación quirúrgica, lo que hizo que Lacacheur amenazara con trasladarse al gabinete blanco y rojo situado al otro extremo de la sala. Por fin llegó la hora en que la señorita Amata sirvió el té y, sólo cuando nos pusieron las tazas frente a nosotros, el señor Warburton dejó a su mujer para aproximársenos.

Era un hombre desgarbado, y a no ser por sus espaldas curvadas alcanzaría un metro noventa. Su sastre debió de abandonar toda esperanza de cortarle jamás un traje adecuado, ya que el que llevaba descubría muñecas y tobillos. Sobre éstos caían con desgano unos gruesos calcetines de lana. Las puntas de su largo e hirsuto bigote, así como las extremidades de sus dedos, aparecían manchadas de nicotina, y de sus labios pendía un cigarro apagado. Advertí que era penosamente tímido. La expresión de sus ojos resultaba extraña y parecía hallarse exhausto. Al sentarse junto a la mesa de ajedrez sonrió; en realidad emanaba de él cierto encanto.

—¿No les molesta que observe el juego? —inquirió.

—¡En absoluto! —respondí—. Le toca jugar a Fanshawe. He oído decir que su mujer está enferma... Lo siento mucho.

—Gracias, muchas gracias —respondió más nervioso y tímido que nunca—. Estoy muy preocupado. El ataque que tuvo tenía todas las características de una crisis cardíaca. Temí no poder llegar hasta aquí. Lo curioso del caso es que jamás padeció del corazón.

—Comprendo que se sienta apenado —respondí—, pero mejorará, sin duda, rápidamente.

—Sí, mejoró algo, aunque desgraciadamente le aguardaban aquí tristes noticias de su familia. Esto no es como para que mejore de su repentino ataque. —Miró en torno suyo y dijo—: No conozca muchos hoteles ingleses, pero me parece que éste está fuera de lo común, ¿no es así?

—Así es —dije.

—Me figuro que aquí todos serán pescadores y cazadores.

—No. Han ido desapareciendo año tras año. Yo pesco un poco; a los Mac Queen, que aquí parecen estar fuera de ambiente, también les gusta. Todos los demás apenas practican esos deportes.

—Mucha gente rara por aquí, ¿no?

—Bueno, yo diría excéntrica. Hay aquí unos treinta cuartos que han sido transformados en departamentos. La docena de "clientes" paga cualquier precio con tal de encontrarse aislada y tranquila.

—Debo entender —dijo— que ya estamos todos los huéspedes.

—Casi —respondí—. Esta semana esperamos a un matrimonio de Exeter. También está la señora de Bradford, que se ha ausentado por algunos días. Apenas la vemos cuando se encuentra aquí. Esto es, por decirlo así, todo; y los huéspedes se quedan hasta el otoño...

—Debe de ser un lugar muy bien atendido.

—¡Maravillosamente! Le recomiendo el jerez y los vinos del Rin, por si esto le puede interesar. El Coronel Soutar, tiempo ha, entendía mucho de estas cosas.

—Muchas gracias, muchas gracias... ¡Ah!... Fanshawe —había movido un peón. Alicia nos acercó la mesita rodante con las pastas para el té. Marcos eligió un enorme pastel de chocolate. ¡Siempre tan infantil! El señor Warburton dirigió hacia Alicia la más encantadora de sus sonrisas y dijo:

—¿Sería usted tan bondadosa como para hacerme un favor? Pida usted a la gerencia del hotel comunicación con Torquay; temo no recordar el número. Quiero hablar con el colegio Easton Knoyle. Si estuviera allí, desearía hablar con la señorita Coppock. ¿Podrá usted recordar esto?

—¡Oh, sí, señor!; aquí conocemos muy bien a la señorita Coppock.

—¡Claro, lo había olvidado! Otra cosa más: le dije ya a la encargada, perdón, a la señora de Soutar, que mi mujer comería en su cuarto. Le pedí pollo picado y tostadas simples. ¿Quiere usted ordenar que en cuanto esté lista la bandeja me lo comuniquen? Quizás mi mujer consiga dormir un rato, y en tal caso prefiero que no la incomoden. Yo mismo le llevaré la bandeja...

Un ruido seco se dejó oír al mismo tiempo que un leve quejido de Binks. Era Lacacheur, que había dejado caer su lápiz de oro.

Esa noche Marcos volvió a toser mucho. La tos, débil pero persistente, llegó, sin duda, a despertarme. Pensé en ir a visitarlo, pero oí voces a través de la pared y recordé que Juan Smith dormía en el cuarto contiguo al de Marcos. Miré mi reloj y vi que faltaba un minuto para las tres. Se me ocurrió un extraño pensamiento; me levanté y me acerqué a la ventana. ¡Qué distinta era esa noche de la tormentosa de mi llegada! En el firmamento diáfano brillaban todas las estrellas. Allá lejos, sobre el Mar del Norte, rutilaba una luna gibosa. A mis pies, en cambio, la campiña estaba oscura. Me asomé, pero el frío seco me recordó que junio no había llegado aún. En alguna parte, sin duda en uno de los cuatro olmos que quedaban detrás de la casa, graznaba la lechuza. Marcos volvió a toser.

A mi izquierda, un rayo de luz salía de la casa proyectándose en la noche. Era la misma luz de la misma ventana que había visto hacía cuatro noches. La misma lucecita que vi brillar desde tan lejos, allá abajo en el valle. Mentalmente conté las puertas y las ventanas. ¡Qué extraño! Debía de ser en el saloncito de la señora Bradford. Sin embargo, ella, su chófer y la pequeña y parlanchina criada debían de estar a más de ciento sesenta kilómetros de distancia, en York. Mirando hacia el sendero, escuché el zumbido de los hilos del teléfono, a pesar de ser tan leve la brisa.

Apareció entonces la linterna de la bicicleta junto a los fresnos: se encendió..., se apagó..., se encendió..., se apagó... Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez veces. Estoy seguro de que la otra noche había contado sólo cinco veces. Ahora debía de ser allá lejos, sobre la gran ruta del Norte, de donde llegó la respuesta, porque se podían contar las diminutas luces de los camiones: una luz se encendió..., se apagó..., se encendió..., se apagó..., y así hasta diez veces. Esperé. Temblaba de frío. Junto a los fresnos, una figura apenas visible había comenzado a moverse hacia el hotel. El hombre, suponiendo que fuera un hombre, marchaba lo más rápidamente que lo permitía el accidentado camino. Por lo visto, había apagado la linterna y no venía en bicicleta. Cuando, según mis cálculos, debía de estar a un medio kilómetro de distancia abandonó el sendero, para evitar así ser visto desde las ventanas del frente del hotel. Al poco rato un saliente de edificio lo escondió de mi vista. Me hallaba pendiente del menor ruido. ¡Cómo deseaba que Marcos dejara de toser! Se apagó la luz del cuarto de al lado y me sobresalté. Empezaba a ponerme nervioso. El reloj del vestíbulo dio el primer cuarto de hora. Me estremecí de tal manera que tuve que razonar y decirme a mí mismo que mis temores eran simples tonterías. Después de una espera que me pareció eterna, pero que en verdad fue sólo de unos minutos, oí un ligero ruido: allí estaba mi hombre en el patio de entrada, debajo de mi ventana. Debió de escalar la balaustrada y bajar de puntillas la torcida escalinata. En la noche misteriosa resultaba una figura corriente. Llevaba impermeable y un pequeño sombrero; en la mano una linterna de bicicleta, apagada. Desde el sitio en que yo estaba no podía percibir mayores detalles. El enorme escudo de piedra me impidió verlo cuando abrió la puerta de entrada. No alcancé a distinguir en ningún momento la cara del individuo. La puerta no debía de estar cerrada con llave, pues sólo oí un ligero chirrido cuando bajó el picaporte. Marcos, Juan Smith, Lacacheur, Haroldo Warburton, los tres Mac Queen y yo éramos los únicos hombres que nos encontrábamos en el hotel. Aún oía las voces que seguían murmurando, de suerte que debía descontarse a Juan Smith y a Marcos, por supuesto. En verdad no tenía por qué inmiscuirme; mas era evidente que alguien había dejado abierta la puerta para que pudiera entrar el misterioso personaje. Me puse la bata y sigilosamente me asomé al pasillo. En el extremo del corredor, donde girando a la izquierda se topa con la escalera, habían colocado una lámpara velada por su pantalla. Me detuve en el umbral, oculto entre las jambas de la antigua puerta... Aguardé... y se produjo algo inesperado.

Hasta hoy sigo sin saber qué era lo que yo esperaba ver. Supongo que lo que yo creía que iba a ver era el hombre de la bicicleta quien, con su lámpara en la mano, subiría a acostarse; entonces podría identificarlo. Lo que seguramente no esperaba es lo que sucedió: se oyó el ruido de una puerta al abrirse y del saloncito de la señora de Bradford salió una mujer de enorme corpulencia, vestida de tweeds y con toscos zapatos de cuero. Llevaba en las manos unas ramas de árbol. Por el corredor, saliendo de más allá de la velada lámpara, iba hacia ella una figura vestida de negro. Era Crowe. Sin su almidonada toca blanca parecía más negro su cabello, peinado hacia atrás con esmero y rodeando su fatigado rostro. ¡Cuán silenciosamente se deslizaba por el alfombrado corredor! Saludó a la mujer misteriosa.

—Ya ha entrado, señorita Trubshawe —dijo—. Bajaré con usted para cerrar la puerta cuando haya salido.

Volví a mi cuarto. Marcos por fin había dejado de toser y la noche estaba en calma. Me alegré de volver a la cama porque me había enfriado al asomarme a la ventana.