V
Es lamentable verse obligada a señalar que la tarea de embellecer tan precioso edificio originaba celos y discordias. Mas, ¡ay!, tal era nuestro caso. Nuestra profesora de arte, la señorita Trubshawe, consideraba que incluso la iniciativa de la ornamentación de la capilla le atañía exclusivamente a ella, y que no debía darse un solo paso sin consultarla. Por desgracia, las ideas artísticas de la señorita Trubshawe y las de la señorita Langdon-Miles eran diametralmente opuestas. Además, ésta consideraba la capilla como un asunto enteramente suyo y no permitía ingerencia alguna, ni admitía consejos, salvo los del canónigo Fish. Esto provocó una situación de tirantez extrema, y cuando se desatan las pasiones no faltan los más fútiles motivos para suscitar graves disputas. Nosotras, las solteronas, solemos hacer gigantes de los molinos, exagerando las más pequeñas cosas, pero lo cierto es que la señorita Trubshawe adoptaba una actitud errónea al manifestarse tan suficiente.
Recuerdo una trifulca horrible. La señorita Trubshawe, que tomaba muy en serio su misión, tenía por costumbre colgar, de vez en cuando, en el Salón de Arte fotografías y litografías para enseñar gráficamente las distintas escuelas artísticas. Una mañana la señorita Langdon-Miles entró en el Salón de Arte y descubrió, para su gran espanto, disgusto y asombro, que las paredes habían sido cubiertas con una serie de obras asombrosas —dibujos y pinturas de un tal Picasso—: absolutamente incomprensibles todas ellas. Había también otras de la escuela moderna francesa; pero, ¡ay!, la mayor parte igualmente ininteligibles. Pueden ustedes imaginarse que la señorita Langdon-Miles, con su concepto de la Belleza y la Pureza, se sintió por completo anonadada; ulteriormente me dijo que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dar libre curso a su cólera delante de las alumnas. Aquel día, a la hora del almuerzo, reinaba una atmósfera tan densa que se hubiera podido cortar con un cuchillo. Después de la comida se produjo el inevitable estallido en el salón común. Fue algo muy doloroso, y yo experimenté una verdadera agonía ante el temor de que las voces de ambas, al elevar con exceso el diapasón, trascendieran fuera del salón y fueran oídas por las niñas. Las dos utilizaron vocablos que, estoy segura, lamentaron más tarde haber pronunciado. La señorita Langdon-Miles habló de "indecencia" y "degeneración"; la señorita Trubshawe se vengó de ésos y otros calificativos diciendo que la señorita Langdon-Miles, con toda su vanidad intelectual, no era sino una filistea. Y lo peor de todo fue que hizo una torpe referencia a su amistad con el canónigo Fish —lo cual considero imperdonable— y a las solteras "demasiado emotivas que se hallan indebidamente influidas por su director espiritual". La señorita Langdon-Miles perdió los estribos, replicó con terrible violencia y, finalmente, salió como un huracán del salón. Seguidamente se produjo un silencio muy enojoso. La señorita Trubshawe, que se había puesto muy pálida, con mucha calma, aunque el temblor de su mano la delataba, se sirvió una taza de café y comenzó a leer The Times. Todas las demás decidimos, tácitamente, no añadir una palabra más, y nos alejamos para cumplir nuestras obligaciones vespertinas.
En tales cuestiones siempre procuro ser estrictamente imparcial, y en este caso me parece palmario que la señorita Trubshawe no tenía razón ninguna. El arte moderno es algo enteramente fuera de mis alcances, y cuando comparé en el Salón de Arte los esperpentos modernistas con las obras maestras de la sociedad de los Médicis que adornaban nuestras aulas, no pude sino manifestar mi sorpresa ante la obstinación extravagante de una mujer aparentemente bien educada. De cualquier modo, es indiscutible que a la señorita Langdon-Miles le asistía todo el derecho para decir la última palabra sobre lo que quería o no quería que se enseñase en su escuela. Por consiguiente, me sentí abrumada al reanudarse el comentario de lo ocurrido, a la hora del té, y descubrir que mis colegas no compartían mi opinión. Hay pocas cosas que me repugnan tanto como la falta de lealtad.
La señorita Wheelwright consideraba que tanto una como otra eran culpables del incidente, por aferrarse furiosamente a sus propios puntos de vista. Por supuesto, me llamó la atención tan rotunda actitud y repliqué en forma adecuada, por parecerme demasiado duro el juicio emitido sobre la señorita Langdon-Miles. Entonces intervino la señorita Mac Taggart, que se mostraba partidaria incondicional de la Trubshawe, para acusarme —¡cosa increíble!— de ser la favorita de la directora. Por fortuna, nadie tomó jamás en consideración las opiniones de la Mac Taggart. Por su parte, la señorita Bell, con su habitual acrimonia, dijo crudamente que cualquier género de arte era, en su opinión, más sano y moral que "la pantomima del mulo colorado". Yo repliqué diciendo que aun cuando pudiéramos discrepar sobre cualquier punto, no había necesidad de blasfemar. La respuesta de la señorita Bell no puede reproducirse. Me levanté y fui a mi cuarto, por sentirme muy dolorida por la actitud de mis jóvenes compañeras.
Quedé asombrada y algo conmovida cuando, ya anochecido, la señorita Trubshawe llamó a mi puerta. Me dijo que yo era la única a la que, por serle simpática, podía recurrir, y yo quede totalmente conquistada y satisfecha. Le dije que jamás podría compartir sus opiniones sobre pintura, pero que estimaba que la señorita Langdon-Miles había obrado irreflexivamente al hablar como lo hizo delante de todas, y que el apartarse de los buenos modales es imperdonable, sea cual fuere el motivo que se tenga para ello. La señorita Trubshawe me dijo que se había sentido muy humillada y luego —¡Pobrecita!— se echó a llorar en mis brazos. A pesar de su ideas equivocadas era, en realidad, una persona muy sensible; me contó que había llevado siempre una vida solitaria y que había puesto su alma y afanes en su trabajo, del cual, al parecer, tenía un elevadísimo concepto. Las clases de arte lo eran todo para ella, y le había dolido que su capacidad profesional hubiera sido discutida. Dudaba acerca de si podría seguir en el colegio después de lo ocurrido, y me explicó sus convicciones artísticas. Me fue imposible seguir sus teorías sobre el tema, y colegí que lo que había tratado de demostrar a sus alumnas es que el arte es algo viviente y no una mera exposición de museo. Para mí era como si me hablase en griego. A mi modo de ver los viejos maestros reproducen la naturaleza con mayor fidelidad y, por tanto, son mejores pintores; a esto se reduce el problema. No obstante, me callé lo que pensaba y sostuvimos una agradable y cordial charla; nos separamos como las mejores amigas del mundo.
A la mañana siguiente traté de echar aceite sobre las agitadas aguas, interviniendo cerca de la señorita Langdon-Miles con el mayor tacto que me fue posible. Estaba todavía muy irritada y tuve que soportar una recepción notoriamente fría. No era el insulto a su religión —me dijo— lo que la había puesto fuera de sí, pues ella siempre estaba dispuesta a sufrir en silencio por tales cosas; pero lo que la señorita Trubshawe había hecho en el Salón de Arte constituía la negación misma de los ideales de dulzura y luminosidad por los que había luchado siempre tan duramente. Yo pensé que las observaciones de la señorita Trubshawe acerca del canónigo Fish eran lo que más había enfurecido a nuestra directora. Pese a mi buena voluntad, advertí que poco o nada tenía que decir. Pocas semanas después se produjo otra lamentable escena —a propósito de Epstein, creo— y, pasadas las vacaciones, la señorita Trubshawe no volvió. Ella y yo tendríamos que vernos de nuevo en las más curiosas circunstancias.
Bueno, como no me he propuesto reproducir todo los chismes del salón común, proseguiré con mi relato referente a todos los extraños acontecimientos que se registraron aquel invierno en el Easton Knoyle. El señor Muir me ha pedido que lo haga de manera precisa; y, como han transcurrido diez años, debo compulsar muchos datos y fechas apoyándome en el gran Diario del Colegio, tan cuidadosamente llevado día tras día por nuestra competente señorita Bussey. Los volúmenes se hallan ahora ante mí; advierto que fue el día 8 de diciembre de 1930 cuando recibimos la primera visita de la misteriosa y censurable señora de Carberry.